Comenzamos el año y lo hacemos con una entrada a seis manos. Esto se parece cada vez más a un panteón hindú que a un blog de literatura.

Vamos con dos relatos de Navidad. Sí, has leído bien: de Navidad. Somos así de ágiles escribiendo.
Bueno, a ver, hemos tardado porque se trata de relatos que presentamos a la última convocatoria de Zenda del año pasado: uno escrito de manera independiente y otro a cuatro manos. El mío se titula «La visita del Olentzero» y muestra una versión antigua del carbonero de los regalos. El segundo está escrito por Jesús Durán y Libertad García-Villada. Se titula «Todo al rojo» y mezcla sexo con sorpresa, aunque no es esa sorpresa que estás pensando.
La verdad es que hemos escrito un montón de relatos para estas convocatorias. Libertad y Jesús te contarán más de este tema, que yo me canso, me abrumo y me sofoco. Algún día ganaremos una, lo sé, y con el importe del premio haremos viajes y fiestas. Y nos compraremos un libro entre todos. Solo uno, porque la vida está muy cara.
La verdad es que son relatos un poco… ¿Cómo lo diría?
Digamos que, cuando repartieron el espíritu navideño de paz y armonía, a nosotros nos pilló pidiendo una cerveza en el bar. Lo cual explica muchas cosas.
Al lío. ¡Trabajad, esclavos!

Jesús & Libertad:
Como no podía ser de otra manera —sigo siendo el novato a prueba— me ha tocado hacer una retrospectiva de las participaciones en Zenda.
Cuando Eduardo —the final boss— nos indicó que nos tocaba esta parte, lo primero que hice fue pedirle información a Libertad. Su respuesta fue que ella estaba ocupada y que me tenía que encargar yo de la búsqueda documental. «Vamos, Jesús —me dije—, es la primera entrada del año y es a seis manos. Paciencia con los amos y señores del blog —recité con la intención de animarme». Libertad, no obstante, aportó una suculenta información sobre Zenda (si bien ya se explicó la importancia de este concurso en TrasZENDAmos ganando).
Al parecer fue la mismísima Libertad quien introdujo en el blog el afán de esta competición allá por el año 2019, justo antes del apocalipsis. Movilizó a los integrantes del blog a la busca y captura de Zenda, y la gloria por ganar un —el— premio. Es algo que me resulta peculiar dado que siempre me habla de publicar, no de ganar. Pero Zenda es otro universo. Esas ganas no han cambiado, al parecer.
Lo que sí ha cambiado es el método de participación: antes se tenía que subir el texto a un blog o a una red social, y ahora se realiza desde una plataforma al uso en la propia web de Zenda. Así no es posible ya curiosear lo relatos que compiten, como se podía hacer anteriormente, cuando había que subirlos a las RRSS.
Pero vayamos con todos los relatos. El primer tema con el que se participó en Zenda fue «Historias sobre el cambio climático»: tenemos aquí «Vuelta a empezar», «Políticamente incorrecto», «Kolo», «* y el cambio climático» y «Una mujer terca». Después, ¡cómo no!, las competiciones navideñas del 2019: «Competencia», con el que Eduardo estuvo entre los seleccionados, lo más cerca que se ha estado de ganar. Aquí se encuentra el enlace a esa cuarta edición de concurso de cuentos de Navidad en el que se aparece el mencionado relato. Terminamos el año 2019 con «Siempre en un buen momento para regalar un libro» y con «El niño que no quería regalos por Navidad».
En el 2020 encontramos diferentes temáticas además de relatos navideños: mujeres («La mujer del héroe», «La primera», «La persona de Dante»); historias de viajes («Veraneando en los tiempos del covid-19» y «Mensaje en una botella»); y Navidad, de nuevo (Café Bagdad»). En el 2021, maestros («Por cuatro razones»); veranos («El verano de mi vida»); y Navidad («Encuentros en la tercera fase» y «Carta de Papá Noel»).
En el 2022, Eduardo participó con una reseña en «Recomienda un libro»: «Atrapados por la Lengua: 50 casos resueltos por la lingüista forense (por Sheila Queralt)». Ese mismo año, Libertad y yo participamos en una convocatoria de ciencia-ficción con dos relatos incluidos en «TrasZENDAmos» ganando»: «El despertar» y «El cerebro apropiado». Y, finalmente, los que incluimos en esta entrada de Navidad 2022, «La visita del Olentzero» y «Todo al rojo».
Hay veinte entradas en el blog motivadas por Zenda, algunas a cuatro manos y otras con más de un relato. Esto sin contar dos entradas independientes de poemas, de Libertad y un servidor, por Instagram.
¿Cómo es posible que no saboreemos la mieles del éxito? Hay relatos muy buenos y en número suficiente. Libertad comenta que es porque Pérez-Reverte le tiene manía y mantiene bloqueada su cuenta de Twitter. A saber qué le diría… La entrada «Patente de corso» nos da alguna idea.
Aunque las causas acaban siendo irrelevantes. Y es que, en propias palabra de Libertad: «somos prisioneros de Zenda».
Esperamos que te gusten los relatos.
LA VISITA DEL OLENTZERO
Por Eduardo Enjuto
El niño temblaba. La chimenea se había apagado y la tormenta rugía cada vez más fuerte. Las maderas del techo crujían y parecía que la cabaña iba a salir volando de un momento a otro. Era la noche más larga del año.
Llamaron a la puerta. El niño dio un respingo y se acurrucó en un rincón, tapándose la cara con la manta y conteniendo la respiración.
La puerta se abrió y entró un hombre alto y corpulento. Llevaba un saco enorme a la espalda y un farol encendido. Cerró con cuidado, se acercó a la chimenea y miró el fuego apagado con desaprobación. Pasó un dedo por el interior de las paredes. Estaban llenas de hollín, y emitió un gruñido de fastidio.
Echó un vistazo a los rincones de la cabaña. Sacó un puñado de carbón del saco y, con las maderas medio quemadas, encendió un buen fuego en un instante.
—Sal de debajo de la manta, muchacho —dijo con voz ronca—, que no voy a hacerte daño.
El hombre sacó de una bolsa nabos, cebollas, puerros y zanahorias, y los colocó con cuidado cerca de los carbones que empezaban a encenderse. Hizo lo mismo con un puñado de castañas y acercó dos taburetes a la chimenea. Pero el niño no se movió.
—¿Usted es el Olentzero?
El hombre le miró y soltó un bufido.
—¿Cuántos ojos tengo?
—Pues… dos —Hizo una pausa como si recordara algo importante—. Ya, claro. Si fuera el Olentzero tendría… No sé, muchos.
—Uno por cada día del año. Eso es, muchacho. Y ahora que ya sabes que no soy un monstruo ven a comer algo, anda.
El niño se acercó y fue cogiendo la comida que el hombre colocaba encima de una hogaza de pan. Al principio lo hacía con reparo, pero el hambre le quitó la timidez.
—Mis padres volverán pronto —dijo con la boca llena—. Íbamos al pueblo y nos pilló la tormenta. Me dijeron que esperara aquí y que volverían con ayuda. —Hizo una pausa y añadió en voz baja:— Eso fue ayer.
El hombre no dijo nada. Había visto los cuerpos lejos de allí, junto al río. Los caminos eran resbaladizos.
—Mañana va a seguir nevando. Es mejor que no salgas de la cabaña —dijo el hombre. Hizo una pausa muy larga antes de continuar—. Alguien vendrá a buscarte.
Terminaron con la comida y sacó unos bollos dulces de su bolso. El niño siguió comiendo sin decir nada, pero se le humedecieron los ojos. Quedarse allí solo no era una perspectiva agradable.
—A lo mejor tengo algo para que no te aburras —dijo el hombre para animarle—. Siempre llevo… ¿Sabes manejar un cuchillo? Eso antes era muy común, ¿sabes? A los niños, en las noches largas, cuando vienen los demonios y sueltan las tormentas, se les regalaban hondas y arcos. A los más mayores les dábamos cuchillos. Es por la falta de luz, que atrae a muertos y bestias. ¿Sabes a lo que me refiero?
—¡Sí! Mi madre me dijo que estos días hay que tener mucho cuidado, y estar en casa antes de que se ponga el sol —dijo el niño—, y tengo que hacer caso a mis abuelos. ¡Y a mi padre! Y tener leña cortada, y mi cuarto recogido, y poner un plato de leche en la puerta para que los duendes no entren en casa…
—Eso es. El solsticio es duro en las montañas. En fin, ¿qué podría darte para que no tengas miedo hasta que vengan a buscarte? Déjame que piense…
—No sé usar un cuchillo. No me dejan.
—Claro, qué tontería… —Entonces el hombre entrecerró los ojos—. ¿Sabes leer?
—¡Claro que sé! ¡Y casi sin mover los labios! Mi madre me enseñó antes de que fuera al colegio y dice que aprendí muy deprisa, antes que el resto de los niños.
—Eso está muy bien. Vamos a ver qué tengo por aquí…. —El hombre buscó en su bolso y sacó dos libros de cuentos viejos y usados—. Creo que estos te gustarán. Los cuentos son importantes, nos enseñan cosas sobre el mundo… ¿Por qué te enseñó a leer tu madre?
—Para que fuera listo y tuviera un trabajo mejor que el de mi padre. Y para que me dé cuenta si alguien me dice una mentira. Mi madre dice que si lees mucho es más difícil que te engañen.
—Algo así —dijo el hombre—. Y también para que no tengas miedo. Tememos lo que desconocemos, muchacho. Así que, cuanto más sepas, menos miedo tendrás. Aquí hay un cuento sobre las tormentas. Cuando lo leas seguro que ya no te asuntan tanto. ¿Quieres que yo…?
El niño sonrió y asintió con la cabeza, y el hombre entrecerró los ojos.
—No me has engañado, ¿verdad? Sí que sabes leer.
—Sí, pero ahora estoy cansado y no me apetece.
El hombre soltó un bufido, pero se sentó más cerca del niño, frente al fuego, y comenzó a leer en voz alta.
Al cabo de un rato, el niño se quedó dormido. El hombre lo tapó, alimentó el fuego y recogió su bolso, su saco de carbón y su farol, pero dejó un pan enorme, algunos dulces y un montón de castañas encima de la mesa.
Abrió la puerta. El viento no soplaba con tanta fuerza, pero seguía nevando. Salió al camino cubierto por la nieve y cerró con cuidado para no hacer ruido.
Se alejó con paso rápido. La noche era larga y había muchos niños a los que visitar.

TODO AL ROJO
Por Jesús Durán y Libertad García-Villada
La cola era excesivamente larga para ser un día de diario. Y estaban todavía a finales de noviembre. Cada vez se empezaba la Navidad antes. Así no tenía manera de acertar para llegar a tiempo a las compras. Para la compra. Intentaba adquirirlo todos los años y siempre se quedaba sin poderlo consumar. Y nunca más cierto: consumar la compra y el acto.
Llevaba detrás de ese negligé y el sujetador y braga rojos a juego ya varias Navidades. Y cada año llegaba tarde, cada año sufría el mohín de su esposa, cada año perdía parte de su matrimonio. Sus expectativas en fin de año se reducían a ver en la tele el programa musical, sentados en el sofá, aburridos los dos, con los gorros de fiesta torcidos y bebiendo hasta quedarse dormidos. Y su matrimonio ya hacía aguas durante el resto de meses.
Todo empezó en una fiesta de Nochevieja que celebraron con unos amigos. Él era tradicional, desconocía todo aquello de ponerse algo rojo para fin de año y, por supuesto, que aquel colorido trascendiese en mojar con la entrada del nuevo año. «Joder, follar en las primeras horas».
Allí, estando ya todos un poco bebidos, en ese peculiar momento en que se separan las conversaciones, ellos por un lado y ellas por otro, observó que se mostraban las tiras de los sujetadores y que una, incluso, se bajó un poco la malla para enseñar la tira finísima de lo que —a todas luces— era un tanga, de color rojo, por supuesto.
Se dio cuenta de que Inés, su esposa, le echaba esa mirada, la que significa desde «no tienes detalles» a «ya no me miras con deseo».
Inevitablemente, de regreso a casa, hubo marejada. Joder, tuvieron una discusión del carajo. En medio de la debacle, prometió que le compraría un negligé de un famoso modisto, además del conjunto de sujetador y braga a juego. Todo rojo. Lo dijo porque lo había buscado en internet con el teléfono, en la propia fiesta; sabía que discutirían y decidió estar informado, adelantarse, como si controlase. Y se metió en camisa de once varas.
Se dio la fatalidad de que esa particular combinación destinada a la lujuria no se vendía por internet. Tampoco se podía reservar. Se tenía que comprar in situ. De hecho, en la única franquicia que había en la ciudad. Y él nunca llegaba a tiempo: ese jodido diseñador decidía ponerlo a la venta sin avisar, cuando le daba la gana. Al final compraba uno similar, tras deambular por multitud de tiendas de lencería, mirar y remirar; casi podría escribir una tesis.
Pero no era suficiente. Cada veinticuatro de diciembre, para Papá Noel, entregaba el regalo, que nunca era el que había prometido.
—Otro año que fallas, Miguel —comentaba Inés con una mirada de reproche—, un nuevo año que faltas a tu palabra.
—Pero si es muy parecido, casi igual y…
—No es lo que habías jurado —le cortaba en sus excusas; su mirada era dura—. Sigues sin cumplir.
No entendía cómo algo así tenía tanta importancia. Por qué su matrimonio se estaba desmoronando con el fin de año. Cada vez tenían menos contacto. Pensaba que si lo conseguía estas Navidades podría aún recuperar su matrimonio con un glorioso polvo a todo color. Por supuesto, rojo.
Sus pensamientos y pesar le llenaron los ojos de lágrimas de rabia. La cola era larguísima. Tenía que conseguirlo a cualquier precio. De repente observó que la gente se movía, como disolviéndose. Le entró un sudor frío. Era horrible: se habían agotado las existencias.
Se quedó allí pasmado mientras las personas de la cola —principalmente mujeres— se marchaban. No podía ser. No no no.
Se acercó raudo a la zona de venta, desencajado y malhumorado.
—¿Se han agotado?
—Así es —respondió un joven muy maqueado, sin mirarlo siquiera.
—¡No puede ser! —Miguel agarró al dependiente del brazo y tiró de él bruscamente.
Un cuarto de hora después estaba en la calle, con la ropa medio rota. Le habían echado los guardias de seguridad porque había montado un sarao de tres pares de cojones. Estaba empapado; llovía a mares y ni se había dado cuenta. Buscó el coche y circuló sin rumbo fijo. Se sentía enfadado con el mundo, con las Fiestas. Decidió meterse por calles que no tuviesen la maldita iluminación navideña.
Estaba oscuro y los limpias apenas daban para poder ver bien la vía, que parecía desierta.
No toda.
Allí delante, caminando, vio a una mujer de una complexión parecida a la de Inés que llevaba una bolsa inconfundible: del diseñador de esos perversos artilugios rojos. Las había visto cuando estaba en la cola, eran todas iguales, con un logo muy particular.
Miró por el retrovisor y a los lados. No supo bien qué pasó por su cabeza. Pero sí lo que pasó con su pie.
Aceleró.
Se subió a la acera. El golpe se llevó a la mujer por delante, la embistió con fuerza y por sorpresa, y la lanzó contra la pared. Quedó boca abajo en el pavimento, al parecer muerta. Frenó, salió y recogió la bolsa roja que estaba en el suelo, la dejó en el asiento trasero y salió raudo de aquella oscura calle. Seguramente nadie lo había visto.
Condujo una media hora para tranquilizarse y luego volvió a casa. Comprobó bajo la lluvia el golpe en el coche. El parachoques estaba sin marcas, al igual que la chapa. La lluvia se llevaría cualquier resto.
Miró la bolsa. Dentro del coche verificó la talla. Era perfecta. Y casualmente contenía todas las piezas: sujetador, braga y negligé.
Soltó una carcajada y alzó los puños cerrados, exultante. Guardó todo bien. Más tarde secaría la bolsa plastificada; parecía soportar bien el agua.
«Estas Navidades serán las mejores de mi vida».
Lo primero que le llamó la atención fue que Inés no estuviera en casa.
Lo segundo, una extraña sensación de sospecha.
Lo tercero, que recibió una llamada de la policía.
