Corría el año 1992 cuando a mi padre lo destinaron a un remoto pueblo costero y la familia entera —mi padre, mi madre, mi perro y yo— nos tuvimos que mudar. Yo contaba quince primaveras; mala edad para semejante cambio. Estaba acostumbrada a ir al cine, a exposiciones, a pasear por Madrid, a mis amigos de toda la vida. De repente me encontré en un erial en el que no había ni cines, ni museos, ni calles metropolitanas. Y mis compañeros de clase, además de no tener, la mayoría, interés alguno por aprender, no leían y la música que les gustaba no era la que me gustaba a mí. Es decir, no tenía con ellos ningún interés común. No encajé y apenas me relacioné con nadie en los tres años que estuvimos allí.
Pero lo peor fue que sufrí bullying. Un pequeño grupo de matones que, en el autobús escolar, se divertían torturando a los solitarios, me estuvieron acosando durante los tres años sin perder ni un solo día, en el viaje de ida y en el de vuelta. Hacían comentarios desagradables sobre mí. No los voy a repetir aquí, pero ofendían. Tanto sus comentarios como las carcajadas a mi costa de los otros veinte chicos y chicas que también iban en el autobús. A veces me cogían la cartera y hurgaban en mis cosas. O me tiraban colillas encendidas cuando iban fumando en la parte trasera del autobús. O se sentaban detrás de mí y me tiraban del pelo. Era un infierno. Yo callaba, porque no quería rebajarme a su nivel, pero también por miedo: era una contra varios que me sacaban la cabeza.
El primer año allí perdí diez kilos y las ganas de vivir. Desarrollé depresión y anorexia. Dejé de sonreír, de comer y de dormir. Y pensé en suicidarme. No con un “me quiero morir”, sino con un “me voy a matar y lo voy a hacer así”. Lo pensé tan seriamente que me asusté. Mis padres me preguntaban que qué me pasaba. Ni yo misma lo sabía, porque me negaba a reconocer que semejante despropósito me estuviera afectando tanto. Además, no era el único factor que tenía en contra, contaban también la soledad, la falta de todo lo que me gustaba y no poder estudiar lo que quería.
Creo que si no me corté las venas fue porque me enamoré. De un profesor. Lo sé, es todo un cliché. El de Filosofía para más inri. Se llamaba Luis. Seré sincera: no era ni alto ni muy guapo. Y la primera impresión fue mala: me pareció demasiado serio. Pero lograba que las clases de Filosofía fueran interesantes y hasta atractivas, ahí es nada. Era, en resumen, un buen maestro. Como tantos otros. Pero él me ganó el corazón un día que, no recuerdo a cuento de qué, quizá estuviéramos hablando de feminismo, reconoció delante de toda la clase que, siendo el pequeño de tres hermanos, él era el único que sus padres, que no eran pudientes, habían mandado a estudiar a la universidad, porque era el chico; sus hermanas no habían tenido tanta suerte Y que este hecho le hacía sentirse mal y hasta culpable a veces. Fue esta una demostración de humildad, sensibilidad, madurez, empatía y, en fin, inteligencia, que se ve muy rara vez, menos aún viniendo de un hombre joven. Me hizo caer por vez primera y posiblemente me salvó la vida.
- Primera razón: Luis es muy inteligente.
Fue además Luis quien descubrió el linchamiento diario al que estaba sometida. No que fuera un secreto: se lo había mencionado todos los años a mis consecutivos jefes de estudios, pero ninguno hizo nada, por dejadez o por no pringarse, quién sabe. Luis se enteró de lo que ocurría en el autobús por medio de uno de los pasajeros, que por casualidad lo mencionó en su clase. Tiró de la manta y el asunto llegó, por fin, a Dirección. A poco los matones fueron expulsados hasta el final de aquel curso, que era el último que yo tenía que pasar en el instituto. Mi vida mejoró mucho los últimos meses, incluso volví a sonreír.
- Segunda razón: Luis es una persona íntegra.
Volví con mi familia a Madrid. Antes de partir le regalé a Luis mi libro más preciado: un ejemplar de Dune viejo, gastado de tanto leerlo y hasta roído por mi perro. Contenía una carta con la que le confesaba mis afectos. No porque tuviera la esperanza de cambiar con ella nuestro sino, sino porque me gusta ser sincera con la gente y sentí que debía decírselo. Luis me contestó con otra carta con la que muy hábilmente consiguió no herir mis sentimientos.
- Tercera razón: Luis es un caballero.
Pasaron los años. Me licencié y empecé una tesis doctoral. Y un buen día de esos en que internet ya había entrado en nuestra vida y nuestra vida estaba en internet, se me ocurrió buscarlo en la red, con curiosidad por saber qué tal le iba. Contactamos de nuevo.
No nos hemos vuelto a ver. Yo vivo en Estados Unidos desde hace tiempo, él sigue en España. Pero nuestra relación epistolar dura ya casi veinte años. Nos escribimos con frecuencia; al principio por correo electrónico, más recientemente por WhatsApp. Yo le cuento de mi vida. De hecho, le cuento cosas que no le cuento a nadie más. Él me cuenta de la suya, no mucho, es más reservado. Le envío videos de mi pequeña, le encantan y me los aplaude siempre. Bromeamos mucho. Discutimos sobre lo divino y lo humano. Es lector crítico de mis novelas y un apoyo siempre que lo necesito. Y de vez en cuando aún me da alguna lección que otra.
- Cuarta razón, la más importante: Luis es un amigo inestimable.
Me gusta ser sincera con la gente. Quizá un día de estos le confiese lo que pienso de él y lo importante que es para mí. O quizá se lo diga como mejor sé hacerlo, con un relato.
Impactante y crudo, como la vida misma. Y te das cuenta que somos muchos/as más de los que lo reconocemos. El bullying nos ha jodido la vida en algún momento en mayor o menor medida, a algunos nos ha forzado a forjar un caracter en el que apreciamos los buenos amigos y nos sobreponemos a los abusones/matones que no ven más allá de su propia estulticia.
Pero, mi querida Libertad, ¿qué hubiera pasado si no hubieras encontrado a Luis? Y, ¿cuántos niños/as no habrán encontrado a su “Luis”?….
Supongo que no estaría aquí para contarlo.
Ciertamente. Sabes decirlo con un relato, transmitir esos duros momentos.
Suerte que encontraste razones: cuatro; o las que sean.
Enhorabuena por esa forma de contarlo.
Gracias 🙂