PATENTE DE CORSO

No sé desde cuándo existe esta costumbre en España, o en cualquier otro país, si es que también existe. Así lo digo de buenas a primeras, no conozco muy bien el tema del que, en cierta medida, voy a hablar aquí. Desde cuándo los escritores conocidos o famosos tienen una columna de opinión o similar en un periódico o en su propio blog. Si uno lo piensa, es un fenómeno muy curioso, la verdad. Porque, en teoría al menos, una columna de opinión sobre un tema determinado debería estar escrita por un experto en dicho tema. Una columna sobre economía, por un economista; una columna sobre cine, por un cineasta o un crítico de cine; una columna sobre literatura, por un escritor o un crítico literario… Otra cosa es un absurdo, obviamente. Pero ya sabemos que la teoría y la práctica rara vez casan, y que en nuestro país, y quizá también en otros, el absurdo es la norma.

Si yo algún día llegara a ser una escritora conocida o famosa y algún periódico me ofreciera colaborar con una columna de opinión, pues probablemente rechazaría el ofrecimiento. Porque de qué voy a opinar. Como escritora puedo opinar sobre Literatura con algo de criterio, no mucho, si he de ser sincera. Y como científico, puedo opinar sobre Ciencia, pero, de nuevo, más bien poco, pues el de la Ciencia es un campo amplísimo y los científicos estamos muy especializados. Me dedico a la biología molecular, en particular a la genética, en particular a la genética bacteriana, y no se me ocurriría opinar sobre nada más. E incluso aquí, en este campo particular, el mío, con mucho miedo a equivocarme. Me parece imposible tener toda la información necesaria.

Pero nuestros escritores opinan y opinan, en columnas de periódicos o revistas afines o en sus propios blogs y similares. Opinan sin ningún reparo sobre cualquier tema: literatura, claro, pero también política, cine, fútbol, la farándula…, y quizá sobre todo, sobre temas sociales. Y la gente los leen. Miles de personas los leen. ¿Por qué es su opinión tan importante? No porque sean intelectuales, que en realidad rara vez lo son, aunque algunos sean miembros de nuestra Real Academia Española; ni porque lean mucho, porque leer mucho no es sinónimo de una gran capacidad de análisis; ni por cualquier otra posible razonable circunstancia. Los leen más que nada porque son conocidos en España y otros países. La fuerza y el peso de la fama.

Nuestros escritores pueden subirse a su plataforma mediática y soltar lo que les venga en gana sobre el tema que les apetezca. Que no se me malinterprete: por supuesto que todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión sobre cualquier tema y expresarla. Aunque no siempre sea una opinión meditada y bien formada, sino más bien el resultado de algún complejo, y a veces insano, proceso visceral. El peligro es el de esta gente, que es famosa, nada más, y su opinión alcanza a miles y miles de personas. Yo, desde luego, como ya he dicho, no me atrevería a dar la mía, por muchas razones, pero sobre todo por vergüenza, o acaso inseguridad. Supongo que no tengo el ego que se precisa.

Pero bueno, esto ocurre en nuestro país, y quizá también en otros, desde hace tiempo. En realidad no es nada terrible, si el escritor de turno no abusa de su poder. Si su opinión está correctamente sustentada. Me explico. En ciencia, cualquier hipótesis se formula en base a una observación. Y después hay que probarla. Y todo, la observación y las pruebas, debe estar basado en datos y ser significativo para que adquiera sentido. Sentido. Si un escritor, o quien sea, quiere en su columna denunciar una injusticia o cualquier hecho de nuestra realidad que piense es denunciable, o criticar una situación o una medida política, o, en fin, opinar sobre cualquier cuestión, en buena lógica primero habrá de presentar el problema con pruebas, datos, ejemplos reales…, con rigor. Y de igual manera sustentar su opinión. Porque, como dijo Stephen Jay Gould, se hace ciencia, se hace arte, o se hace el ridículo.

Lo que me parece terrible es que algunos escritores lleguen al punto de inventarse una situación, una historia o anécdota, que viene a demostrar su propio punto de vista u opinión sobre un tema en particular, y la vendan como auténtica, de tal manera que nadie puede determinar a ciencia cierta si es verdadera o falsa.

Esta práctica la he observado en Pérez-Reverte. No me cabe ninguna duda de que no es el único escritor que la lleva a cabo, pero voy a hablar de lo que conozco. Pérez-Reverte tiene una columna en la revista XL Semanal que luego publica en la página web de la editorial Zenda. La leo de vez en cuando, por varias razones que no vienen al caso. Algunas veces cuenta anécdotas de su vida, interesantes la mayoría. La verdad es que el hombre, cuando está inspirado, no escribe mal del todo. Otras veces opina. A veces su opinión está avalada por hechos fehacientes, pero en otros casos está basada en anécdotas que, me juego lo que queráis, son inventadas. Porque estas historias, si uno les presta la debida atención, hacen agua por uno o por otro lado y parecen cuando menos una realidad manipulada, sobre todo por cuan ad hoc se ajustan a lo que el autor nos quiere transmitir o más bien inculcar. A ver a ver: si uno no puede sustentar su opinión sobre un tema con hechos y ha de recurrir a la ficción, es que algo no anda bien, algo falla.

Pero el problema de verdad es que la gente que lee esta columna, como cualquier otra similar, suele ser fan del autor, y Señor, Señor, si alguna vez llego a ser una escritora famosa, por favor no me des fanes, y si me los das, que vengan con cerebro y criterio propio, por favor. Los fanes se tragan lo que sea necesario, a pies juntillas, y aplauden a ciegas la gracia. Terrible todo de pies a cabeza.

Imaginad que el día de mañana me convierto en una escritora famosa. Me leen millones de personas en todo el mundo. Y sigo escribiendo en este blog porque yo soy así de sencilla. Y tengo este come-come de toda la vida: considero que los zurdos no son normales, y no hay quien me apee del burro, porque durante mi infancia no solo se los consideraba raros, sino que se trataba de todas las maneras de curarlos, de transformarlos en diestros. Esto me dejó huella, es lo que mamé, lo tengo tan interiorizado que ni me doy cuenta. Y llega el día en que se declara que los zurdos son como cualquier diestro y que pueden utilizar la izquierda siempre que quieran. Por supuesto, yo me siento agraviada en lo más profundo, porque sé que esto no es verdad, no importa lo que digan ahora, lo que cuenta para mí es lo que me dijeron antes, en los buenos tiempos, cuando los diestros éramos los reyes: los zurdos son diferentes. Aún peor: son unos hijos de Judas. Así que para resarcirme voy y escribo aquí una entrada sobre lo terribles que son los zurdos. Por fin lo voy a hacer público, que lo sepa todo el mundo. Pero como carezco de datos reales y de peso que sustenten esta opinión mía, voy y me invento una historia sobre un zurdo terrible que me sirve de ejemplo para opinar que dejar a los zurdos a su libre albedrío es un gran error, qué digo: una completa gilipollez. Y vendo la historia como auténtica. Y la escribo muy bien, ¿eh?, que para algo soy escritor. Parece verídica y buena. Convincente. Y la leen miles, si no millones, de personas… Muchas de las cuales comparten mi opinión, y mi historia les sirve para justificar su odio irracional a los zurdos.

Eduardo, amo y señor de este blog, dice que esto no tiene nada que ver con las fake news, pero, desde mi punto de vista, la intención subyacente, el efecto que se persigue, no es muy diferente. Y es maquiavélico.

Pero, en fin, cuando uno titula su columna de opinión, o similar, Patente de corso, ya está dando clara indicación de que va a escribir en ella lo que le salga de los santos cojones. Faltaría más.

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