Este relato, como tantos otros que publicamos en el blog, tiene detrás una historia curiosa. Presta atención, que aquí va.
Resulta que a veces me cuesta rematar los relatos. De vez en cuando tengo una buena idea y soy capaz de ponerla en el papel con más o menos acierto; el relato resultante suele estar bien y fin de la historia. Pero a veces, como digo, al relato en cuestión le falta algo. Unas ocasiones siento que el final, esa parte tan importante de toda historia, no es el adecuado. Esto es algo que un escritor siente en el mismo momento de la creación. Aun así, por pura vagancia, o por falta de tiempo, suelo decirle a Eduardo, mi beta más crítico y amo y señor de este blog, al pasárselo para que lo valore, que el relato está terminado, que esa que le presento es la versión definitiva. Él, que no es tonto, me dice tras leerlo que de ninguna manera. Y me lo sigue diciendo una vez y otra hasta que le presento un final que, lo sabemos los dos, es bueno. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, con Déjà vu. Otras veces me dice que cambie tal frase o cual palabra. La gente que no escribe no sabe lo mucho que un cambio tan pequeño puede afectar a una historia, sobre todo si es, como un relato, más bien corta: puede pasar de ser mala a buena o de ser buena a brillante. Y esto es lo que ocurrió con mi relato Infinito. Otras veces el cambio que propone es de tal importancia, que no me queda otra que compartir con él la autoría, porque sin dicho cambio el relato no sería bueno, o mejor dicho brillante, como ocurrió con Mensaje en una botella. Y otras veces siento que el relato debo directamente escribirlo con él, la historia a veces lo pide: alguien con más mano para el humor que yo, como Carta de Papá Noel.
Y tú te estarás diciendo “Bueno, sí, muy bonito, muy bien, pero ¿qué pasó con este relato?”
Mi amigo Jesús Durán (a quien, por cierto, le debemos el título de este relato) me picó para que participara en la última convocatoria de Orgullo Zombi. Lo cierto es que rara vez participo ya en competiciones (mi objetivo es publicar, no ganar premios, y para publicar qué mejor que este blog) y además el tema no me atraía. Pero a veces basta con un ligero incentivo para que una historia aparezca sin más en mi mente. Como escritora, funciono así. Y así es como me vino esta historia. Pensé que contenía una buena idea, pero una vez que la puse en el papel sentí que le faltaba algo. No solo una mano de humor, sino también un toque maestro, un toque que hiciera de un buen relato un relato brillante. Y me veía sin ver cómo hacerlo. Así que le pedí a Eduardo que lo escribiera conmigo. Y de nuevo no me equivoqué. Para mí, un escritor que está aprendiendo, es siempre una buena oportunidad escribir a cuatro manos con otro escritor, sobre todo si tiene más experiencia que yo. Por varias razones: veo mis relatos desde fuera de mi cabeza, lo cual es una experiencia muy reveladora; paso un rato divertido, con Eduardo al menos; y aprendo, que siempre es bueno. Además, el relato siempre gana, que es lo importante. Mi objetivo es crear arte, y el buen arte no entiende de autorías, ni debe hacerlo.
Tanto Eduardo como yo creemos que este es un buen relato. Parece que va sobre la COVID, pero en realidad la pandemia no ha sido más que un instrumento para contar una historia sobre la naturaleza humana y sobre cómo la vida sigue, imparable, tras la muerte, como debe ser, en cualquier caso.
Esperamos que te guste.
.
PANDEMIA SOCIAL
La pandemia de la COVID-19 pasó a la Historia como la más extraña de todas las pandemias. No porque fuera la más mortífera: segó la vida de casi quince millones de personas, pero la COVID-31 segó la de quinientos millones. Tampoco porque fuera la más larga, pues la COVID-53 duró tres veces más. Ni se la recuerda especialmente por la ineptitud de los políticos que lidiaron con ella, porque, en fin, fue la misma en todas las posteriores. No destacó tampoco por la reticencia de mucha gente a utilizar medios para evitar contagiarse o enfermar, porque la estupidez humana se mantiene constante, con una ligera tendencia al alza. Ni por los obscenos beneficios que obtuvieron algunas empresas a su costa, porque esta historia se repitió también en todas las pandemias que le sucedieron. Lo más interesante de la pandemia COVID-19, lo que la convirtió en la más remarcable de la Historia, es que una vez que terminó, sus víctimas, todos aquellos que habían muerto a causa de la enfermedad, volvieron a la vida y regresaron a sus hogares. Y esto creó un caos aún mayor que el de la pandemia.
Habían muerto millones de personas ―casi quince, como hemos indicado― y muchas de ellas, cuando regresaron a la vida, fueron bienvenidas, se las recibió con lágrimas de emoción en los ojos y oraciones a muchos dioses. Otras, sin embargo, fueron perseguidas y linchadas al absurdo grito de «¡muerte a los zombis!», antes de que se conociera siquiera su verdadera naturaleza. Pronto se supo que, de hecho, no eran muertos vivientes, sino que estaban vivos de nuevo, regresaban a la vida como si nada hubiera ocurrido, como si no hubieran fallecido. Más que muertos vivientes eran viajeros en el tiempo. Podían comer y beber y dormir y, en fin, realizar cualquier función fisiológica como un ser humano. Hablaban, callaban, reían o lloraban como lo habían hecho antes de morir y su memoria parecía inalterada. Eran ellos mismos, otra vez. De hecho, sus tumbas se encontraron vacías, sin rastro alguno de sus cuerpos inertes, y las urnas de los incinerados, limpias de todo resto de ceniza. Habían vuelto a la vida como si nunca se hubieran marchado.
Pese a la repentina alegría por su regreso, lo cierto es que el sentimiento más compartido por los vivos de toda la vida fue el desconcierto, y la mayoría pensaba que regresar así, de repente, sin previo aviso, era de muy mal gusto y poca consideración. Muy inconveniente. Se les había llorado como correspondía, y sus familiares ya se habían hecho a su muerte y su ausencia; los habían perdido y esto les había cambiado para siempre. Y la vida había seguido su curso. Su regreso lo trastocaba todo.
Numerosos viudos y viudas habían rehecho sus vidas con otras personas a las que, ahora, al principio de un nuevo idilio, querían mucho más que a sus antiguas parejas, con las que tenían una relación que ya agonizaba de muerte cuando la muerte le puso fin. En consecuencia, maridos y mujeres no fueron, en muchos casos, bienvenidos. Y los hijos de los revividos, sobre todos los pequeños, no aceptaron el regreso del padre o la madre muertos: sentían terror en su presencia y no querían verlos ni saber nada de ellos. Por otro lado, teniendo en cuenta la incertidumbre de su futuro, e incluso de su presente, tampoco quería nadie darles trabajo, ni siquiera el que tuvieron y perdieron al morir.
Como siempre, los que peor lo tuvieron fueron los ancianos. Todas sus posesiones habían sido ya vendidas para afrontar la crisis económica ocasionada también por la pandemia. Los revividos más añosos se encontraron sin hogar, sin pertenencias y, en muchos casos, sin un techo que les diera cobijo, ya que sus familiares no tenían dónde acogerlos o no los querían de vuelta. Tampoco podían acudir a una residencia, pues el gobierno se negó a reintegrarles la pensión, ya que la Ley no contemplaba que hubiera que pasársela a gente que había muerto. Y de sus cuentas en los bancos, ejem, no hace falta decir nada.
Y así, los revividos se vieron sin nada de qué vivir y, por una razón u otra, sin un lugar en el que refugiarse, y al final hubo que destinar un fondo para recogerlos de las calles, donde vagaban de un lado a otro como almas en pena asustando con su presencia a los ciudadanos de bien. Se construyeron recintos a las afueras de las grandes ciudades y se los mantuvo allí, de buen grado si querían, y si no también, viviendo al margen de la sociedad. «Es por vuestro bien», se les dijo, «Por vuestra seguridad». Los llamaron «Campos de la segunda oportunidad», si bien los revividos los llamaban simplemente campos.
Ellos estaban desconcertados. No entendían por qué el mundo, e incluso sus propias familias, les daban la espalda. Sus sentimientos eran los mismos que albergaban antes de morir y no tenían la impresión de haber estado muertos. La naturaleza, o Dios quizá, apiadándose de sus familiares, les había dado una segunda oportunidad, pero la sociedad no entiende de emociones. Con la construcción de los recintos, las bolsas volvieron a subir.
Algunos de los revividos, sin poder soportar la pena, se dejaron morir o se suicidaron. Lo anecdótico de estos casos de revividos suicidas es que sus familiares, en un acto sin precedentes, denunciaron a las compañías funerarias, que pretendían volver a cobrar por los muertos que volvían a morir, porque, como argüían, ellos habían ya cumplido con su trabajo antes y este se trataba de uno nuevo. Los familiares dijeron que de ninguna manera correrían con los mismos gastos otra vez, que era un robo. Los diferentes gobiernos por una vez se pusieron de acuerdo y todos se lavaron las manos en este asunto. Y los familiares, previendo que no ganarían nada por lo judicial, decidieron desentenderse de sus muertos. Pero esta es otra historia que realmente no viene a cuento aquí.
Otros revividos se escaparon de los guetos y fueron a vivir lejos, donde nadie los conociera ni supiera de su muerte. Una minoría, quizá los más optimistas, trataron de crear un grupo político que velara por sus intereses, con poco éxito. Los más se limitaron a sobrevivir como pudieron y a tratar de olvidar a sus familiares, estableciendo nuevos lazos con otros revividos.
Los de peor suerte fueron cazados furtivamente y terminaron disecados encima de la chimenea de algún millonario extravagante, o fileteados y vendidos como producto alimenticio en el mercado negro, porque corrió el bulo de que comer su carne daba años de vida, hacía crecer el cabello, tenía efectos afrodisiacos y alargaba el pene.
Y un buen día, de la misma inesperada manera en que toda esta historia había empezado, también terminó: tres años después de hacer su aparición, los revividos desaparecieron sin más, de la noche a la mañana. Sin saber cómo ni por qué, todo el mundo tuvo la certeza de que ese era el final de verdad, de que no volverían a verlos ya más.
Hubo una sensación generalizada de alivio.
Sin embargo, poco a poco, este sosiego, esta calma, fue transformándose en una sensación muy diferente, en una creciente inquietud. No se debía a que se hubiera perdido para siempre, sin remedio, la oportunidad de disfrutar de los seres queridos de nuevo, sino al temor imparable de que la historia se repitiera. Tras morir, quizá ahora cualquiera podía volver a la vida. Quizá fuera una lotería.
Cualquiera podía terminar como ellos.