… Y GANAMOS EL BAILE


A veces una competición escritoril tiene su recompensa: ganas. Aunque lo divertido es, por supuesto, bailar.



Hoy venimos Libertad García-Villada y un servidor con una entrada muy especial.


No, no es sobre danza. Aunque llevamos mucho tiempo bailando con palabras, con relatos. Nos hemos pisado unas cuantas veces, ha costado adquirir un ritmo adecuado: un, dos, tres; un, dos, tres; let’s dance!

¿Género? Todos y cada uno de ellos. 

¿La música? Complicado. Gustos muy diferentes, en realidad opuestos. 

Pero con respeto y cariño se logran coreografías, sincronizar movimientos. Y, como consecuencia del tesón, ganar alguna competición de baile.


Hoy venimos a hablar de esa competición —la que se resistía— que hemos ganado con un relato escrito a cuatro manos.


Lejos quedan aquellos días en los que decidimos lanzarnos a bailar, a escribir. Y seguimos con ilusión: aún quedan canciones por disfrutar y textos por escribir.


Y nuevos proyectos.


¿Qué baile hemos ganado? Pues nada más y nada menos que uno de Zenda. Quedamos finalistas. El correspondiente a abril y temática #historiasdeEuropa. Como sabéis, y lo repito mucho mucho mucho, el concurso de Zenda está incluido en mi contrato de colaboración en el blog.

Recomendamos la entrada —escrita a seis manos con Eduardo— Prisioneros de donde tú ya sabes, en la que realizamos una retrospectiva de todos los relatos que han peleado por el Zenda, escritos por Libertad, Eduardo y un servidor. 

Quedar finalistas determinó que Eduardo, amo y señor del blog, fuese magnánimo y me librase de las cadenas. Y que Libertad se quitara una espina clavada entre las uñas.


Nuestro relato a cuatro manos titulado El hilo conductor quedó finalista entre un total de 400 historias. Se puede leer en la página de los seleccionados de Zenda, pero pensamos que merece una entrada individual en el blog.


Esperamos que te guste.



El hilo conductor

por Jesús Durán y Libertad García-Villada


Louis mandó abrir el enorme cajón de madera que contenía el tesoro procedente de Gran Bretaña.

Se atusó por enésima vez el bigote, a la moda de París, recién perfilado por el barbero, que realizaba el servicio en su casa, en Montmartre. No sabía qué hacer con las manos, era en esos momentos un manojo de nervios: a punto estuvo de subirse a lo alto del embalaje para ayudar con las palancas. Esos proletarios, tan lentos. 

Siguiendo sus instrucciones, todas las ruecas del telar habían parado de producir y las mujeres que se encargaban del cardado manual de las fibras esperaban pacientemente a que algo pernicioso surgiese de entre aquellas tablas. 

Temían por sus puestos de trabajo. 

Decían que aquel artilugio era el demonio.

Los nueve operarios finalmente lograron sacar los largos clavos que sujetaban un lateral. Este, lentamente, cayó al suelo, levantando una polvareda que provocó que los presentes se cubriesen los ojos. El ruido de la plancha de más de trescientos kilos golpeando contra el suelo resonó en el taller como si el trueno de una tormenta del infierno hubiese caído en su centro.

Louis se acercó despacio.

En el interior, fijado por medio de multitud de cuerdas y anclajes, había un enorme bastidor de hilado.

Una de las hilanderas gritó:

—¡Fuera!

Louis se volvió al instante.

—¿Quién ha dicho eso?

Al momento se personaron dos capataces del turno y se colocaron a ambos lados del perfumado dueño y señor de la empresa. Louis vio en esta reacción un acto de protección y se creció.

—Tenéis trabajo gracias a mi beneplácito. Ahora, con esta maravillosa máquina —mientras lo decía se acercó a acariciar el frío metal, casi de forma obscena—, la mitad de vosotras se quedará sin sustento.

Fue mirando las caras de asombro. Y animado prosiguió:

—Así que fuera vosotras.

Una de las hiladoras le lanzó el huso, aún con el hilo. Casi le golpeó en la cara. Una segunda acertó. La tercera y la cuarta se aproximaron y le golpearon con el largo trozo de madera. De la quinta a la vigesimocuarta le clavaron el huso. El resto fue ya un escarnio.

Louis, asustado y gritando de dolor, se refugió en la caja, entre los rodillos y engranajes del bastidor, para escapar del tumultuario ataque, pidiendo ayuda a los capataces, que al parecer se habían desentendido por completo.

Creyó que lo había conseguido, dado que las hilanderas no se aventuraban allí dentro. El dueño y señor se tocó la cara; tenía varias heridas, algunas cerca de los ojos. Oía a las mujeres vociferar fuera. Sin embargo, en el interior estaba seguro.

Se sintió inquebrantable, como un pionero. Seguro que los gendarmes llegarían en breve y meterían en vereda a aquellas desgraciadas. «Las pondré en la calle», pensó. 

Envalentonado y gesticulando les gritó:

—¡Estáis todas sin trabajo!

Al parecer tocó algo, alguna palanca, algún mecanismo. 

Un infortunio.

El artilugio se puso en marcha de repente con Louis en sus tripas. Aunque estaba sujeto por la estructura, los mecanismos internos funcionaban con suavidad…

Hubo gritos de confusión por ese primer contacto entre el hombre y la máquina, que Louis pagó con su sangre. Entre las hiladoras comentaron que sí, que era un artilugio del demonio.




Los ganadores —finalistas— del baile. 

Qué menos que celebrarlo quedando un día de este pasado mes de julio. Para gastarnos el importe del premio y hablar de futuros proyectos. Ah, ¿que no sabéis que Zenda nos entregó 500€ para repartir en concepto de finalistas?




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