Entrada y microrrelatos escritos a cuatro manos entre Jesús Durán y Libertad García-Villada.
En este año que termina, como habéis sido buenos, os traemos de regalo esta entrada con los microrrelatos que enviamos a lo largo del 2023 a las convocatorias ocasionales de Forjadores de relatos. Algunos fueron seleccionados, otros no corrieron la misma suerte. No importa: preparar estos relatos es un ejercicio de ingenio del que disfrutamos siempre.
Para cada micro, indicamos el programa de Forjadores de relatos al que fue presentado y si fue o no seleccionado.
Por cierto, que este ha sido un año increíble de colaboraciones. Deseamos que los proyectos en curso sigan avanzando el próximo año.
Te dejamos la actualización de los perfiles, por si quieres leernos:
Aquí tenéis los relatos, esperamos que os gusten.
Y que tengáis una feliz entrada de año 2024.
El vecino amable (Vecinos; seleccionado)
Se le cayó al suelo la bolsa con la compra de la frutería. Fue la sorpresa al llegar al rellano del quinto piso y ver su puerta. Las naranjas terminaron de rodar justo donde debería estar su felpudo.
Su felpudo friki de «Welcome to the Batcave».
El tercero que le robaban: algún hijoputa de vecino se dedicaba a este menester. Aún no había conseguido descubrir quién. Desde la desaparición del primero, supo que no encajaría en aquella comunidad, como tampoco lo hizo en la anterior, donde alguien usaba la taladradora los domingos de madrugada. Se rieron de él cuando se quejó en la reunión vecinal y no consiguió averiguar quién jodía con el bricolaje. Entonces decidió envenenarlos a todos. Le llevó tiempo y fingir amabilidad. Pero jugaba con dos ventajas: trabajar en un laboratorio químico y hacer unas tartas irresistibles, para todos los gustos además.
Bajó las escaleras: era ya momento de comprar hojaldre.
El becario (Distancias; seleccionado)
Sintió un roce lento en el perineo. Le había subido el pantalón corto casi hasta la ingle, percibía la fuerza de su brazo en la pierna, recio.
Estaba excitado y dispuesto. Notó el otro brazo en la cintura. Se imaginó su miembro en esa boca y se estremeció.
Llevaba detrás de Lidia desde que comenzó de becario. La verdad es que no entendía cómo había accedido al final con lo estirada que parecía. Pero el mensaje era claro: «boidae comer todo»; esas notas de Telegram del trabajo siempre con sus errores de escritura.
«Oh…, se está acercando a mi pene…».
Se había rendido en tan solo una semana a sus encantos y su cuerpo de gimnasio. Aunque elegir aquella parte oscura del terrario…
Justo al sentir mayor presión en la entrepierna recordó que había copiado para aprobar los exámenes de serpientes, de las boa constrictor…, de las Boidae.
El final del affaire (Distancias; no seleccionado)
Coincidieron en un club virtual de lectura. Fue amor a primera vista. Y lo excepcional: fue mutuo. Les gustaron también las opiniones y la manera de hablar del otro. Pronto empezaron a intercambiarse mensajes íntimos. A expresar sus sentimientos. Del amor pasaron a la pasión. Escribían sobre lo que se harían el uno a la otra en caso de coincidir. No escatimaron palabras, tampoco imaginación. Con detalle describían los besos, las caricias, las posturas, la cadencia, las acciones y las reacciones. El clímax.
Los dos escribían bien: sobre el papel era todo perfecto.
Llegó por fin el día en que se citarían en una cafetería. Él llegó antes que ella. Estaba nervioso. Expectante. Temeroso.
La vio entrar y dirigirse a su mesa.
Un cruce de miradas y comprendieron al momento que ambos tenían el mismo miedo a la realidad.
Ella pasó de largo y él no hizo amago ninguno por detenerla.
El momento elegido (La momia sigue viva; seleccionado)
Amun Sâ Na Damun despertó.
No pudo gritar, ni tan siquiera insuflar aire en sus pulmones: estos estaban con sus otras vísceras en recipientes cerrados, resguardados del paso del tiempo, en una oquedad de la piedra.
Se asombró porque no había nadie. ¡Inadmisible! ¿Dónde estaban sus sirvientes? ¡Era el sumo sacerdote de la muerte, profeta de Amón! Dejó instrucciones precisas a sus acólitos para que se transmitieran durante generaciones.
Se levantó y abrió con cuidado las vasijas: se colocó pulmones, estómago, hígado e intestinos.
Había tomado la decisión de morir para renacer después de siglos, en una época que, por sus predicciones, estaría llena de personas lábiles y fáciles de convencer. Escépticos. En un mundo superpoblado. Oh, sí, los esclavizaría a todos.
Subió por el empinado túnel para salir de la cripta, situada en un lateral de la pirámide de Giza, bajo una roca de su base, oculta por completo.
Le iban a oír todos aquellos olvidadizos mamelucos.
Ahora ya pudo blasfemar.
Cuando salió al exterior se quedó parado. La pirámide que debería haber perdurado una eternidad estaba destruida.
Aunque era de día, no se veía el sol. Todo se hallaba cubierto de cenizas.
Caminó y caminó y lo único que encontraba eran cadáveres.
Había elegido un mal momento.
El fotógrafo del fin del mundo (Sombra; seleccionado)
Una nueva ciudad.
Recorrió despacio sus calles, reduciendo la velocidad de la moto cada vez que veía una sombra. Las observaba una por una, aunque fueran siempre las mismas.
Las urbes se habían transformado en cementerios y, al igual que estos, parecían todas iguales a primera vista.
Pero cada una tenía su propio encanto.
Podía estar influenciado por la arquitectura, el clima, o el grado de destrucción que había sufrido.
Sin embargo, las sombras no variaban nunca: estaban las de los coches, las motos, las bicicletas, las señales de tráfico… Ninguna de estas le llamaba la atención ya. Pero se detenía frente a todas las demás para fotografiarlas: hombres, mujeres, niños e incluso perros. Las inusuales, pero también las más hermosas, eran las de los pájaros. Estaban por doquier: en el arcén y en las aceras, en las paredes de los edificios y en sus escalinatas. Instantáneas de la vida en el momento de la muerte. En ese segundo en que el sol parecía haberse derramado sobre la tierra, cuando la luz fue tan intensa que convirtió todo en sombras.
El día de la Explosión.
No albergaba esperanza de encontrar a ningún superviviente allí tampoco.
Al menos guardaría constancia de los fallecidos.
Odisea Chunga (Sombra; no seleccionado)
Odiaba estar allí, ser la sombra de aquel tipo.
Porque todas las sombras son así: inteligencias que, tras la muerte, han de permanecer adheridas al cuerpo de otro. Pueden recordar su vida, pero tienen que hacer a-b-s-o-l-u-t-a-m-e-n-t-e todo lo que su dueño decida.
Una y otra vez.
Una.
Y.
Otra.
Vez.
No existía una prisión peor que aquella: desear a cada instante hacer lo contrario.
Especialmente doloroso para él, ya que durante su vida había sido rey de Ítaca. Rey en cualquier caso.
Mientras cumplía con su cometido, su mente divagaba. Hacía años que se había desvinculado de las andanzas de su propietario. Desde su bautismo. Ya entonces previó que algo no andaba bien.
Con el tiempo había conseguido un equilibrio: dejarse llevar tenía sus beneficios y podía dedicarse a observar.
Como sombra, no conocía a la persona a la que pertenecía. Las sombras son ajenas a sus portadores: su existencia es una lucha constante por separarse del cuerpo al que se encuentran unidas.
Pero le preocupaba su futuro. Aquel tipo no hacía otra cosa que montar jaleos en todos lados. El peor, el último, que había empezado gritando: «Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre».
«¿Quién es este charlatán?», se preguntó. Esperaba que le asignaran otro dueño menos problemático.
Lo antes posible.
El maestro de la luz (La luz; no seleccionado)
La luz no tenía secretos para él. Era el artista que mejor la representaba.
Esto le decían todos y cada uno de los asistentes a la exposición. Estaban allí por compromiso, para quedar bien, para la foto en sus RRSS.
Lo cierto era que no tenían ni idea de lo difícil que resulta dar luminosidad a una acuarela, menos aún a aquellas, tan complejas. Eran todas muy diferentes, pero compartían el mismo tema: un bosque con un haz de luz iluminando un lago; simbolizaba el último momento del alma de un difunto, el pago, el cumplimiento del pacto. Su realismo era estremecedor. E inquietante.
El autor observaba a los presentes deambular por la sala despreocupadamente, sin sospecha alguna de la verdad, cuando le llamó la atención una joven que examinaba su última obra. Algo en su porte activó sus alarmas. Se le acercó y ella se giró hacia él, como intuyendo su presencia.
La reconoció al instante y supo que había llegado el momento.
—Lucifer —dijo la joven con una voz que no correspondía a su edad—, deja de dártelas de pintor: estás convocado.
—Pero mi arte…
—Nada de peros: es hora ya de separar a los justos de los pecadores.
—Si están todos en el lado del mal.
—Todos todos, no: se salvan los locos. Pero sí, es innegable: has ganado El Juicio Final.
—¿Entonces?
La joven volvió la vista al cuadro.
—Entonces… entonces, debes empezar El Apocalipsis.