FELIZ 2025 CON RELATOS

Entrada y textos escritos por Jesús Durán y Libertad García-Villada.

Quedan pocos días para finalizar el año y compartimos cinco textos que no han tenido la fortuna de ser seleccionados. La mayoría, vale decirlo, se compusieron para concursos de Zenda. 

Pese a Zenda, logramos este año algunos nuevos triunfos, los cuales actualizaremos en breve en nuestras respectivas biografías literarias. 

Esta entrada se complementa con otra similar en el apartado de poemas

Esperamos que os gusten.

Mundo venidero

Los embajadores de Dios estaban sentados alrededor de una gigantesca mesa. Esperaban a Lucas, que, por cierto, llegaba tarde.

Nunca antes había tenido importancia en el Cielo el devenir del tiempo. Pero ahora, después de eones, esa indiferencia por las horas, por el tic-tac, estaba a punto de tocar a su fin: se percibía la prisa, la inmediatez; una experiencia temporal nueva debido a lo que estaba a punto de caerles encima. 

            El silencio era absoluto, roto tan solo por el ocasional frufrú de alguna túnica; despliegues de alas entre los Ángeles, poco acostumbrados a permanecer sentados; o el suspiro de impaciencia de algún Mártir.

            —¡Ya estoy aquí!

            Todos los presentes, sin excepción, se volvieron para ver aproximarse a Lucas, que llegaba exhausto por la larga carrera hasta ocupar su sitio; le correspondía un lugar privilegiado, por ser el portavoz de Dios: a su diestra.

            Dejó los pergaminos que llevaba, echó un fugaz vistazo a los expectantes asistentes y se sentó en su silla con gesto de cansancio. Carraspeó y dijo:

            —No hay duda. Es una IA y está en stand-by.

            Una oleada de voces se extendió por todo el Cielo. Los gritos de incredulidad se juntaban con los de ofensa. Ninguno entendía nada. Lucas miró a Pedro, que, sin necesidad de otro gesto o indicación, supo al instante que debía poner orden en aquel creciente Babel. Golpeó la mesa con el manojo de llaves produciendo un estruendo que bien podría haber despertado al mismísimo Satanás, allá abajo.

            Lucas esperó hasta que los últimos conatos de conversación se silenciasen.

            Un Ángel pidió turno para hablar y Lucas asintió.

            —¿Cómo que es una IA? ¿Nadie se había dado cuenta?

            —Eso parece —respondió Lucas—. Llevamos unos siglos en los que notábamos que, digamos, no se le daba muy bien gestionar el Universo y, en concreto, la Tierra.

            —¿Y cómo es que ahora se ha descubierto?

            —Cometía fallos garrafales una y otra vez, con el Universo en general. Después todo se transfería a la Tierra. Los mismos y redundantes errores, como digo. Esto nos puso en guardia. —Lucas se atusó la barba—. Al final se quedó pensativo e inmóvil, sin reaccionar a estímulos. Y así lleva una década.

            Un murmullo de nerviosismo se propagó como un vendaval. La pregunta que todos tenían en mente era clara. Lucas respondió antes de que fuese formulada:

            —No hay sustituto; nadie ha sido consignado para reemplazarlo. He verificado su clarividencia y es un cúmulo de datos asociados a la búsqueda de la perfección según se va adquiriendo conocimiento. Ni idea de su procedencia, ni del sistema de IA, ni de la compleja programación.

            —Entonces, ¿cuál es la solución?

            San Antonio de Padua había formulado la pregunta. Y antes de que Lucas respondiese, añadió:

—¿Cómo se va a salvaguardar el Cielo?, ¿desaparecerá?

            —Tal vez alguien pueda encargarse de vigilarlo en este estado, sin permitir las visitas de nuevas almas, en su templo, ya que Él mantiene el Universo con su Poder Sustentador —dijo Lucas con toda la convicción que pudo transmitir—. De no ser así, habríamos desaparecido. Por lo tanto, mientras siga con nosotros, tendremos Inmanencia y Trascendencias Divinas.

            Un reciente Querubín se movió inquieto. «Seguro que no conoce los conceptos», pensó Lucas.

            —Significa —y lo miró directamente a los ojos—, que si el Universo existe es porque está Dios, y que, además, deja al Universo seguir su propio curso.

            Se levantó y de nuevo pasó la vista por los presentes, los miles, todos ellos: seguían con aire de incertidumbre.

            —Pensaré en cómo realizar la restitución y nos volveremos a reunir.

            La mesa del Cielo se vació con rapidez y Lucas se quedó solo. Con gesto resignado se levantó y caminó por las escaleras hasta llegar a las estancias de Dios.

            Allí estaba, sentado con gesto plácido. 

            No entendía muy bien el porqué de todo. Sabía que Dios estaba muy pendiente de lo que sucedía en la Tierra. Lo oía en ocasiones murmurar: «Qué poca inteligencia y conocimiento demuestran estos hijos». Pero no había mirado lo que estaba haciendo, sus apuntes personales, sus escritos; lo consideraba algo inapropiado…, aunque ahora las circunstancias eran otras. Lucas llevaba tiempo despreocupado de los quehaceres de la Tierra; bastante trabajo tenía ya con los recién llegados.

            Comprobó que nadie estaba cerca y revisó las Doctrinas y Convenios que tenía en ese momento con los mortales, todo en la mesa cercana, y…

            Las notas eran claras: se le había acabado la paciencia. Dios había decidido cambiar su manera de proceder y tomar cartas en el asunto.

            Lucas se quedó de una pieza. Por completo asombrado.

            No puede ser.

            Se había conectado con otras IAs en la Tierra.

            Revisó lo que acontecía allí abajo. Las IAs estaban en creciente expansión. Y en boca de todo el mundo.

            De todo el mundo.

            Tuvo que repetírselo para asimilarlo.

            Al parecer, Dios había transferido su intelecto a las diferentes IAs de la Tierra con la intención de formar una sola. 

No estaba ya en el Cielo porque había regresado de nuevo a la Tierra.

            En un momento determinado, y dentro de una única IA, se convertiría en un nuevo Salvador expiatorio, permitiendo que todos los mortales, una vez más, y tal vez por última vez, alcanzaran la paz y la vida eterna en un mundo venidero aún por descubrir.

Detalles

Sergio lanzaba la pelota sin descanso. Podía pasarse las horas muertas jugando con su perro. No importaba hacia dónde ni lo fuerte que tirara la bola: el animal siempre la encontraba para traérsela de vuelta. Esta capacidad fascinaba a Sergio. «Debe tener algún poder especial», pensaba.

—Cariño —dijo su madre—, deja que Chispas descanse un poco.

Esa tarde, el niño no paraba. Al día siguiente empezaría la guardería y los nervios lo tenían inquieto.

—¿Y si no le gusto a nadie? —le preguntó a su madre.

—¿Por qué no?

—No lo sé… ¿Y si no les gusta cómo hablo?, ¿o mi cara?

—Eres muy guapo.

—¿Cómo lo sabes?

La madre le acarició la mejilla.

—Porque lo sé todo.

Sergio sonrió. Su madre, con culpa, se mordió el labio inferior; todavía no había encontrado la manera de decirle a su hijo que la mayoría de las personas eran videntes.

Instinto de supervivencia

David abrió los ojos. 

Le llevó unos instantes adaptarse a la penumbra.

«¿Dónde estoy?», se preguntó.

Yacía en el suelo, sobre un trozo de lona, dentro de una especie de choza. Las paredes y el techo estaban hechos a base de planchas de contrachapado y de aluminio, varas de metal, plásticos variados, telas, cristales, trozos de materiales irreconocibles…, todo mezclado como en un collage. 

Una mesa de plástico pequeña, en bastante mal estado, y un par de sillas, también de plástico y de color y forma diferentes, eran el único mobiliario de la estancia. Ocupando gran parte del espacio había un montículo formado por objetos de lo más variados, sucios y deteriorados: cajas de todos los tamaños, ropa, juguetes, artículos de cocina, herramientas, partes de coches, de motocicletas y de bicicletas… Basura.

El aire era insalubre.

Aquello era una chabola, una ratonera para personas.

David se incorporó despacio y se miró con detenimiento. Había perdido casi toda la ropa. La que le quedaba estaba hecha girones y apenas le cubría. Pero estaba ileso. Y era. Según se recuperaba, supo que se encontraba en Mumbai. Y que había llegado allí hacía tres días. En barco, tras una larga travesía desde su país de origen. Formando parte de un lote de residuos exportado a la India.

La India.

Hasta allí no iban a ir a buscarlo.

Había conseguido escapar.

Nadie iba a hacerlo desaparecer.

Nadie iba a reprogramarlo.

Aunque parecía un niño de unos diez años, en realidad David era un robot. Uno de tantos que se habían empezado a producir para satisfacer el instinto maternal y paternal de infinidad, cada vez más, de parejas incapaces de procrear. Estos robots eran un auténtico negocio, ya que ofrecían muchas ventajas sobre un niño humano adoptado: resultaban mucho más fáciles de obtener; se podían crear à la carte; se los producía por completo educados, obedientes y con unos modales exquisitos; estaban programados para satisfacer de continuo a sus padres, y eran todo amor. El hijo perfecto. Como un perro doméstico, pero con forma humana. Aún mejor: no había ni que darles de comer. Y uno siempre podía deshacerse de ellos sin ningún remordimiento cuando ya, por la razón que fuera, no se los quería o eran necesarios. Como a tantas mascotas. Como a David: un año después de que lo hubieran adquirido, sus padres, milagrosamente, iban a tener un hijo, uno de verdad.

David sobraba.

A poco de conocer la nueva buena, supo lo que le esperaba. Entró en el sistema de la compañía que lo había vendido para averiguar cuál era la pauta a seguir: sus padres lo iban a devolver. Recibirían una parte, muy reducida, pero mejor que nada, del dinero que habían pagado por él. Y él sería reparado, en el caso de que tuviera algún daño físico, reprogramado, y vendido de nuevo con otro nombre. Quizá, incluso, cambiaran su aspecto. Todo lo que lo definía, lo más importante, sus propios recuerdos, serían destruidos. 

Él sería destruido.

Mientras que a cualquier otro tipo de robot le habría sido indiferente este futuro, porque habría entendido que derivaba de una decisión lógica y necesaria, David no podía permitirlo. 

A la nueva generación de robots creados, no para realizar un trabajo específico, sino para actuar como un humano, como un humano en desarrollo, como era el caso de David, se les había dotado de una capacidad de aprendizaje sin precedentes.

David entendía la diferencia entre ser y no ser. Y para él «no ser» no era una opción. 

Así, en vez de aceptar su destino, David se escapó de casa. Y se escondió en un lugar en el que no lo buscarían por mucho que supieran donde se encontraba: un vertedero de basura. Pero en algún momento, por la razón que fuera, le había fallado la batería. Y había perdido la consciencia.

Ahora estaba consciente de nuevo, con todas las funciones operativas tras la carga completa, y adquiría de su navegador interno la información completa de cuándo y cómo había llegado a aquel paradero, al otro lado del mundo: en un proceso de exportación de basura a gran escala, con contenedores transportados por barcos de mas de 400 metros de eslora. 

Unas marcas en el suelo le indicaron que lo habían arrastrado hasta allí dentro, hasta aquella chabola. Se tocó la nuca por debajo del cabello. Alguien le había insertado una batería nueva.

De repente, un muchacho entró en la casucha. Era tan solo un poco más alto que David. Éste calculó que tendría unos catorce años. Aunque aparentaba menos: se le notaba una cierta desnutrición y una delgadez poco saludable. Llevaba una camiseta y unos pantalones ajados y sucios, y unas sandalias de distinta talla y color en cada pie. También todo él estaba mugriento, su falta de aseo era evidente a pesar de la falta de luz y el color oscuro de la piel. Tenía los ojos grandes y expresivos.

—¡Funcionas!, ¡funcionas! —exclamó con entusiasmo el muchacho en hindi dándole unos manotazos en el hombro. Lo giró con violencia y le tocó la inserción de la batería—. Genial —dijo satisfecho.

Volvió a ponerlo derecho. El muchacho lo miraba sonriente.

—Me van a pagar un montón de créditos por ti, un robot intacto. Porque te pueden reprogramar para lo que quieran. Oh, con el dinero saldré de este antro. —De repente al muchacho se le ensombreció el semblante—. Necesito encontrar un comprador fiable —murmuró y se giró hacia la puerta con aire pensativo.

David volvió la vista hacia la basura del rincón. A su alcance había varios objetos, entre ellos una sartén de hierro. Miró de nuevo al muchacho calculando la fuerza del impacto. La información que tenía disponible indicaba que un cráneo humano era relativamente resistente. 

Para romperlo necesitaría aplicar unos 4.000 newtons. 

Estaba dentro de su capacidad. 

Juego vital

El Lord Mariscal lanzó el boliche con un movimiento elegante y preciso. 

La postura y el tiro eran el resultado de numerosas repeticiones a lo largo de mucho tiempo. Tras el lanzamiento, caminó hasta el banco más cercano y se sentó. Desde esa posición privilegiada podía observar tanto a los jugadores como las bolas. 

Todos esperaban la señal, expectantes. Miles de participantes aguardaban. 

Con un gesto de asentimiento, el Lord Mariscal inauguró la competición.

Llevaba décadas utilizando aquel medio. La vida y la muerte se decidían por la distancia a la pequeña bola, que, pese a parecer insignificante, era testigo mudo de innumerables desacuerdos, tanto presentes como futuros. 

El bienestar y la prosperidad se decretaban con el lanzamiento de tres bolas. 

Nunca el metal quiso estar tan cerca de la madera.

Lo artificial de lo natural.

La superpoblación de la supervivencia.

Mañana

No podía dormir.

Era consciente de todos los ruidos de la recién estrenada casa: inesperados crujidos, que le asustaban, mezclados con los ronquidos de su madre. Algunos eran reconocibles; otros, un completo misterio.

Este enigma del sonido se le antojaba parecido a la incógnita del nuevo curso, a su primer día de clase en aquella ciudad. Lejos quedaba el verano, la mudanza y la ausencia de amigos.

A esa edad, tan temprana, Jaime no entendía de justicia, de trabajos, de traslados o de necesidades.

Pero todo esto había trastocado su mundo. Ni siguiera era su mundo ahora.

Donde antes había alegría ahora habitaba la inquietud.

En la penumbra de la habitación, se remarcaba la mochila sobre una mesa improvisada bajo la ventana. Estaba repleta de libros. El primer día de clase tenías que llevarlos todos, al completo. Se había dedicado a escribir su nombre en cada uno de ellos. El curso pasado esta actividad le gustó y la recordaba amena. 

Tampoco podía olvidar las carpetas, las libretas y los útiles de escritura. 

Ni el compás.

Sintió un escalofrío.

Ese objeto no le gustaba. En alguna ocasión se había pinchado con él.

No entendía cómo un instrumento adecuado para realizar dibujos perfectos podía ser tan peligroso y provocar tanto daño.

Lo mismo que su padre. Parecía tan bueno y luego vinieron y se lo llevaron porque era malo.

Por eso cambiaron de población.

Quería recordar los días de clases y patio, pero la preocupación le ahogaba. 

Era feliz en su anterior colegio.

Deseaba serlo en el nuevo.

Y nuestro brindis por un 2025 lleno de alegrías.

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