ENSAYO Y ERROR

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Recientemente murió una conocida mía. Tenía dieciocho años. Asistió a una fiesta en casa de unos amigos y se dio la casualidad de que otro de los invitados, por hacer la gracia, llevó una automática. Descargada. Desafortunadamente, a dicho invitado se le olvidó quitar también la bala de la recámara. Un tiro directo en la cabeza.

Este episodio, aparte de afectarme bastante, me ha dado mucho que pensar. Entre otras cosas, sobre qué pasaría si supiéramos de siempre y desde el principio la fecha exacta de nuestra muerte y esta fuera inamovible, como en el famoso cuento persa (échale un vistazo, que es un microrrelato magnífico). La mayoría de la gente llega a vivir bastante y supongo que su vida, en lo personal, no se vería muy afectada por dicho conocimiento. Pero sí cambiaría quizá la de aquellos que vivieran poco. No me refiero a la gente que está sentenciada desde su nacimiento y vive enferma casi toda su vida hasta una muerte temprana, sino a aquellos a los que el destino, por accidente o enfermedad mortal, les depara una vida corta. ¿Qué habrías hecho con tu vida si hubieras sabido que solo ibas a vivir, por ejemplo, cuarenta años? Aún habrías tenido que trabajar para ganarte el pan. Y estudiar para poder trabajar. Pero ¿te habrías casado?, ¿habrías tenido hijos?, ¿habrías viajado mucho o habrías intentado pasar más tiempo con tus seres queridos?, ¿habrías tenido otra creencia religiosa?, ¿te habrían tratado tus padres de manera diferente?, ¿y tus amigos?… Después de darle no pocas vueltas a todo esto, mi conclusión es que, en general, tampoco la vida de estos individuos sería muy distinta de la de aquellos que vivieran más: la convivencia en sociedad nos empuja sin miramiento por unos caminos muy bien definidos. Además, bien, o mal, mirado, tanto dan cuarenta que sesenta años: la vida es miserablemente corta en cualquier caso. Lo que creo es que quizá dichos individuos tendrían una mayor tendencia a sufrir problemas mentales, depresión principalmente.

Cuando le planteé la cuestión a mi amigo Luis, él la abordó de una forma por completo diferente, desde una perspectiva social. Entre otras cosas mi amigo Luis puntualizó que, seguramente, estos individuos, los de vida corta, habrían sido discriminados en algún momento de la historia. Serían considerados ciudadanos de segunda. Quizá tenga razón, porque esto es, sin duda, lo que mejor hacemos los humanos: discriminar. Muchos, la mayoría quizá, se creen la medida del mundo y consideran inferiores a los que son diferentes, al otro, al fin y al cabo, porque siempre se puede encontrar alguna diferencia entre dos seres humanos, incluso entre gemelos: ya sea de género, de sexo, de raza, de estatura, de peso, de color, de edad, de tono de voz, de manera de comerse el yogurt… Quizá en el fondo no sea más que lucha por la supervivencia. Instinto básico. Y en este sentido me pregunto si la gente en general sería capaz de vivir en un mundo en el que no pudiera sentirse superior a alguien… Lo dudo mucho.

Desde esta perspectiva, social, a mí se me ocurre que la criminalidad sería mayor. A ver, si uno sabe que le quedan cinco días y que, por lo tanto, no tiene nada que perder, ¿por qué no darle una paliza o incluso asesinar a esa persona a la que odias a muerte, o violar a esa mujer o a ese niño que te vuelven loco, o incendiar la oficina o, en su defecto, el Congreso, o…? Es claro que, en esta situación, ser político sería una profesión de alto riesgo.

Con estas ideas en la cabeza, pensé en escribir un relato que tratara el tema. Y aquí vengo a publicarlo.

El relato, que es corto, tiene dos partes. La segunda está en cierta medida inspirada en “The egg”, un relato del escritor Andy Weir. Quizá este nombre no te suene mucho, pero la película Marte está basada en una de sus novelas y recientemente ha publicado otra novela de ciencia-ficción, titulada Projecto Hail Mary, que está teniendo bastante buena recepción. “The egg” es un buen relato. Es original, está bien escrito y parece que contiene una buena idea, hasta que lo lees un par de veces y le das alguna vuelta: como le pasa a muchos relatos, pierde fuerza. Te lo dejo aquí, por si quieres leerlo (está en inglés, pero es corto y casi todo diálogo: se lee muy fácilmente).

A ver qué te parece mi relato.


En un lejano tiempo —si es que queremos creer que tal dimensión, tiempo, realmente existe—, había una vez en nuestro universo, o quizá fuera en otro, un planeta llamado…, lo llamaremos Tierra, por poner las cosas fáciles. Este planeta estaba habitado por muchas especies, pero solo una de todas ellas tenía conciencia de sí misma y capacidad de raciocinio. A sus componentes los llamaremos, también por poner las cosas fáciles, humanoides. Los humanoides eran, en apariencia, todos iguales entre sí. O casi. Pertenecían a una misma raza; no tenían género ni dimorfismo sexual, eran hermafroditas; desconocían la enfermedad y las malformaciones; ninguno era más alto ni más bajo que los demás, ni más grande ni más pequeño, ni más fuerte ni más débil… Además, , compartían una misma cultura y una misma nación, y profesaban una misma religión. Eran, como hemos dicho, todos iguales. O casi. Porque había algo que los diferenciaba: el tiempo que iban a vivir.

Todos los recién nacidos de esta especie habían de ser llevados al Oráculo, quien determinaba el momento exacto de su fallecimiento. La predicción tenía lugar en una ceremonia pública, la fecha de la muerte de todos y cada uno de los humanoides era, por lo tanto, conocida. ¿Era este un factor determinante para considerar que no todos los humanoides eran iguales? Veamos.

La esperanza de vida de los humanoides era, utilizaremos equivalentes, de setenta y cinco años. Esto quiere decir que la mayoría alcanzaba esta edad. Unos pocos, sin embargo, conseguían vivir más años. Y otros vivían menos. Los que menos vivían, aquellos que no lograban siquiera completar su ciclo reproductivo, aquellos que fallecían antes de cumplir los treinta y cinco años equivalentes, eran los llamados “muertos vivientes”.

A lo largo de la historia de los humanoides, los muertos vivientes habían sufrido toda clase de penurias. Al principio, creyendo que su mal podría transmitirse a la descendencia, no se les había permitido reproducirse y se los había aislado en guetos. Con el paso del tiempo, sin embargo, se observó que esta práctica era inútil, pues no conducía a su desaparición: los muertos vivientes seguían naciendo de continuo en la misma proporción. También se les negó la educación, con la excusa de para qué educarlos si no iban a poder trabajar jamás ni hacer nada de provecho para la sociedad. Y a aquellos que morían poco antes de los treinta y cinco se los había destinado a oficios que no requiriesen ningún tipo de formación. Por cuanto no se los educaba, también se les negó la participación en cualquier tipo de actividad política. Su opinión no tenía ningún peso en la sociedad, no contaba. Eran, en general, ciudadanos de segunda.

Con el paso de más tiempo, sin embargo, y una lucha implacable por sus derechos, los muertos vivientes consiguieron la igualdad ante la Ley. Pero como siempre es más fácil cambiar un papel que una idea, no la consiguieron a los ojos de la sociedad: una proporción significativa de esta seguía discriminándolos y tratándolos como si fueran inferiores. Por una cualidad que les era inherente y que no había manera de cambiar. Una cualidad que no los hacía mejores ni peores, solo diferentes. Nacer como muerto viviente era, sin duda, tener mala suerte en un mundo de gente que vivía más tiempo.

Así estaban las cosas cuando tuvo lugar esta historia. Su protagonista se llamaba, por utilizar un nombre que nos sea más o menos conocido, Joss. Y, por poner las cosas fáciles, utilizaremos el masculino para referirnos a él. Joss era uno de los muertos vivientes. Tras su nacimiento, el Oráculo predijo que moriría a sus veinticinco años, el trigésimo cuarto día del año, a la caída del sol. Con todo, Joss había tenido una cierta suerte, ya que sus padres se habían desvivido por él, precisamente porque iba a vivir poco, y le habían costeado una buena educación. Después, cuando llegó el momento, decidió que quería aprender un oficio, aunque nunca tuviera la oportunidad de ejercerlo. También tuvo alguna que otra pareja y numerosos encuentros sexuales. Amó y fue amado. No obstante, su vida no había sido fácil. Durante sus años de estudiante había sufrido un acoso continuo por parte de muchos de sus compañeros e incluso algunos profesores lo habían discriminado. Pero Joss contaba con el apoyo incondicional de su familia y era fuerte de espíritu: nunca había caído en la desesperación, como otros, en su misma situación, hacían. Consideraba que, dada su condición, era una absurda pérdida de tiempo.

El día anterior al de su fallecimiento, siguiendo la tradición, sus allegados le organizaron una fiesta de despedida, a la que acudieron todos los humanoides que lo apreciaban. Cada uno le trajo un regalo. Era un regalo inútil, pues moriría al día siguiente. Pero en la antigüedad, los humanoides habían sido enterrados con estos presentes, que se esperaba les serían de utilidad en la vida más allá de la muerte. Ahora ya pocos creían que fueran de utilidad alguna, pero la tradición se mantenía. Joss recibió ropa, comida y algunos artículos de entretenimiento. La fiesta fue como lo eran todas estas fiestas: agridulce. Joss se alegraba de ver a sus seres queridos una vez más, pero también tuvo que ir despidiéndose uno a uno de todos ellos y esto fue duro. Nunca más los volvería a ver.

Apenas durmió y el día siguiente lo pasó nervioso y tratando de disfrutar sus últimos instantes, sin conseguirlo del todo. No hacía más que preguntarse si la muerte dolería. Los humanoides fallecían de una manera muy particular: en el momento de su muerte sencillamente se transformaban en cenizas. Los familiares después recogían estas cenizas y disponían de ellas como el fallecido hubiera dejado indicado o como más les gustara: las enterraban, las arrojaban o depositaban en algún lugar especial, las guardaban para siempre.

Al atardecer, como también mandaba la tradición, Joss se tumbó en su cama y esperó. De repente sintió un cierto malestar, como un mareo, y nauseas. Sin saber por qué cerró los ojos. Y esto fue todo.

A poco, Joss abrió los ojos de nuevo a una intensa luz blanca. Estaba tumbado en el suelo o en algún tipo de superficie. Estaba tumbado.

—Hola, Joss —sonó una voz cerca de él.

Joss se incorporó. A su lado había un humanoide. Estaba de pie mirándolo. Joss lo miró con asombro: era el Oráculo.

—Oráculo… —musitó—. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?

—Moriste, como estaba predicho. Estás en mis confines.

—Entonces, ¿eres Dios?

—Sí.

—Pero ¿qué hago aquí? —preguntó Joss sorprendido—. No lo entiendo: nunca he creído realmente en ti ni te he venerado. Según las Sagradas Escrituras, si existieras, los descreídos como yo nunca alcanzarían tu reino.

Dios rio.

—No importa que no hayas creído en mí. Si yo hubiera sido tú, tampoco habría creído en mí. Además, ¿qué clase de dios sería si me gustara que mis creaciones, mis hijos, me adoraran? Soy yo quien, como creador, tiene que admirar su obra y no al revés.

Joss estaba confuso.

—Y ¿qué pasa ahora conmigo?

—Ahora regresas al mundo.

—¿Resucito?

—No, no. Regresas como otro humanoide.

—¿Me reencarno?

—Algo así.

—¿Por no creer en ti?

—¿Qué quieres decir?

—Según las Sagradas Escrituras, al morir, los creyentes van a tu reino, donde habitan por siempre jamás.

—Oh no. Ni mucho menos. Eso os lo inventasteis vosotros porque queréis vivir por siempre. Pero mi reino es solo un lugar de paso. Muchos volvéis al mundo una y otra vez. Otros no.

—¿Otros no?

—Otros no vuelven nunca.

—¿Qué ocurre con ellos?

—Desaparecen.

—¿Por qué?

—Defectuosos.

—No entiendo, ¿quieres decir malos?

Dios esbozo una sonrisa paternal.

—No exactamente… Te lo confesaré una vez más porque no vas a recordarlo: soy Dios, pero no soy infalible. Por fuera os creo a todos iguales, sois idénticos, pero como siempre, los aspectos más importantes están ocultos a la vista. Por dentro, en el alma, sois distintos, de todo tipo. Aquí os creo a todos diferentes. Estoy intentando dar con un buen diseño, pero no es fácil: el alma es una entidad muy compleja. Además, la vida que os toca también os la modela. En consecuencia, muchos resultais defectuosos: egocéntricos, egoístas, vanidosos, codiciosos, mentirosos…, la lista es interminable. En general, individuos que se creen superiores a los demás y con más derechos. Y esto, lo aprendí hace tiempo, es el origen de todo mal. Como comprenderás, no puedo tolerar que individuos así existan en mi obra, tengo que eliminarlos.

Como Joss tenía cara de no estar entendiendo nada, Dios añadió:

—Te lo he contado ya muchas veces, cada vez que has pasado por aquí. Pero claro, no lo recuerdas. Verás hijo mío, en el principio de los tiempos os creé muy diferentes los unos de los otros. Había varios géneros; múltiples razas, culturas, naciones y religiones; gente con diferentes inclinaciones sexuales; individuos altos, bajos, grandes, pequeños, calvos, con pelo…, de todo tipo. Aquel mundo era complejo y muy hermoso, con tanta diversidad —dijo Dios con añoranza y suspiró—. Pero fue un completo fracaso. Siempre había un grupo que se creía mejor que el otro, superior. Y lo discriminaba de continuo o trataba directamente de eliminarlo. ¡Qué atrevimiento! Había guerras de continuo e injusticias por doquier. Muchos sufrían, mis creaciones sufrían. Lo peor es que la culpa fue solo mía: empecé la casa por el tejado, no me di cuenta de que, antes de hacer nada original por fuera, tenía que diseñaros bien por dentro. Fue un error haceros complejos, a mi imagen y semejanza. Carecíais de madurez. Pensé que con el tiempo lo superaríais y me limité a daros varios avisos, pero no hubo caso y al final tuve que destruiros, destruir aquella obra por completo. Y volví a empezar de nuevo, esta vez sabiendo que tenía que empezar por modelaros el alma. Así que opté por un diseño sencillo por fuera. Ahora sois todos iguales, excepto… dijo con pausa Dios esperando que Joss terminara la frase.

—Excepto por los años que vivimos.

—Exacto. Es un simple factor selectivo que me facilita la labor, me permite ir depurando la obra, eliminar los elementos defectuosos. —Y mas para sí que para Joss, Dios añadió—: Con el tiempo, poco a poco, iré incluyendo más y más factores, añadiendo complejidad al sistema.

—Pero los defectuosos son muchos.

—Oh sí. Tengo que jugar con infinidad de combinaciones para dar con buenos diseños. Como he dicho, el alma es compleja. Pero, no te preocupes, poco a poco irán desapareciendo. Lleva su tiempo, porque muchas veces los defectos no se manifiestan en una primera existencia, tengo que testar una misma alma muchas veces antes de poder determinar si es o no defectuosa. Pero bueno, tiempo es algo que tengo a manos llenas. Tú, de momento, has demostrado ser un buen diseño, tener una buena alma. Y por esto vas a regresar de nuevo.

—¿Viviré más tiempo esta vez? — preguntó Joss esperanzado.

—Esta vez vivirás más que la mayoría. Y ahora cierra los ojos y coge aire, que vas a volver a nacer.

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