Aún queda algo de turrón (relatos de Navidad 2023)



Entrada y relatos escritos a cuatro manos entre Libertad García-Villada y Jesús Durán.


Antes de que termine enero y agotemos el turrón y todas las viandas dulces que han quedado algo abandonados en cajas medio vacías, os proponemos la lectura de dos relatos navideños. 


Ya ya, cierto, que ya has quitado el Belén, los adornos, el árbol y toda la parafernalia navideña. Pero es que —y lo comentamos en la entrada del año pasado «Prisioneros de donde tú ya sabes (relatos de Navidad 2022)»— participar en Zenda, con temática de Navidad, nos obliga a esperar el fallo por estas fechas.


Sin más dilación, aquí tenéis dos buenos relatos a cuatro manos que —de nuevo— Zenda ha premiado con carbón. En fin.

Se titulan: El Grinch y Epílogo.


Esperamos que te gusten.



EL GRINCH


Charlie no bebía. 

Apenas. 

Se lo había dicho a su médico: que lo de las transaminasas esas disparadas era un error, que le habían tomado mal la muestra de sangre, o alguien le tenía manía en el laboratorio de análisis. O los planetas se habían alineado para que sus resultados tuvieran valores desorbitados. 

Porque él no bebía. 

Apenas. 

¿Beber? Nah, tonterías.

A ver, beber había bebido su padre, que se ventilaba una botella de aguardiente al día: un cuarto por la mañana, en el desayuno; otro en la comida; y los otros dos en la cena. Eso sin contar los fines de semana y los festivos, cuando además de los cuatro cuartos de aguardiente al día se bebía un pack de doce cervezas.

¿Qué bebía él comparado con eso? Nada de consideración.

Tampoco ese día había bebido hasta entonces. Si no tenía en cuenta el carajillo del desayuno; la cerveza del almuerzo; su sol y sombra, ese medicinal cincuenta por ciento de brandy y anís, inmediatamente después de la comida; y los tragos que le había dado a la petaca para favorecer la digestión.

Poca cosa.

Era viernes, cuatro de la tarde. La veda se había abierto hacía ya más de un mes, pero entre unas cosas y otras no había podido salir a cazar hasta aquel día. Se ilusionaba, y se relamía, pensando en disponer de bistecs de ciervo salvaje durante las Navidades, que estaban ya al caer: faltaba tan solo una jornada para Nochebuena. Sí, kilos y más kilos, el arcón lleno de carne. Si no fuera por esta ilusión, no estaría allí, pelándose el culo de frío. 

Las nieve cubría todo el bosque. La temperatura, desde hacía semanas, no subía de los cero grados centígrados. Menos mal que se iba calentando con whiskey; de ahí la importancia de llevar siempre la cantimplora llena. A ver, era obvio que no bebía por vicio: aquello era necesidad. 

Por fin llegó al claro en el que tanta suerte tuvo el año anterior: en aquel lugar abatió tres ciervos. Y, efectivamente, había huellas recientes. Muy claras. Sin duda los animales iban allí a pacer lo que pudieran bajo la nieve. Buscó su escondite, debajo de uno de los frondosos abetos que delimitaban el calvero. Echó su lona táctica de camuflaje al suelo y se tumbó sobre ella con el fusil preparado. Pronto anochecería y los ciervos empezarían a aparecer. Estaba decidido a no regresar a casa ese día sin al menos una pieza. 

La espera daba mucha sed.

Y claro, la sed daba mucho sueño. 


Charlie se despertó desorientado: era ya noche cerrada. Pero había luna llena, preciosa además, en la fría y nítida oscuridad de la noche. La estaba admirando, cuando la silueta de un enorme ciervo apareció recortada contra la blanca claridad de Selene. Después otra, y otra más… Que la luna se viera tan solo por encima de las copas de los árboles fue un detalle que a Charlie, con la excitación y la melopea, le pasó desapercibido: fuera como fuese no iba a desperdiciar la oportunidad. Que ni pintada. Le recordó cuando de pequeño, en las ferias, disparaba a las figuras recortadas, con la carabina de aire comprimido, mientras se movían raudas de un lado a otro. Ah, la nostalgia.

De igual manera se lio entonces a tiros con todos ellos. 

Cargó el fusil una y otra vez, lo más rápido que pudo. Sin acabar de creerse su suerte. Los fue abatiendo uno tras otro, incluso el último, que era muy voluminoso y un tanto amorfo.

Los oyó desplomarse cerca, a medida que los iba derribando. Las caídas sonaban con fuerza a pesar del colchón natural que componía la nieve. 

Se levantó de la lona y se acercó corriendo.

Lo primero que le llamó la atención fueron los paquetes: de todos los tamaños y envueltos en papeles de colores. Destellaban a la luz de la noche. Y estaban desperdigados por doquier, cubrían el suelo del bosque. Lo segundo, los ciervos, que no eran tales: eran renos. Casi todos muertos, no por nada le llamaban sus compañeros de caza Charlie el Niño

A un par que, agonizantes, aún boqueaban, los remató de un disparo en la testa con la pistola que llevaba para este menester: ahorrar sufrimiento. Después, temblando de miedo, se acercó al enorme trineo, o lo que quedaba de él. Como temía, entre sus restos, yacía un hombre mayor de gran envergadura. Por el vaho que salía de su boca supo que aún respiraba. Tenía los ojos abiertos y lo miraba fijo. Entreabrió la boca para decirle algo. 

Charlie no destacaba por su agudeza, pero de vez en cuando, por mera casualidad, acertaba. En esos precisos instantes, le invadió una tremenda inquietud por lo que ocurriría si alguien llegaba a descubrir su acción. Y, presa de un incontrolable ataque de pánico, miró en derredor para asegurarse de que allí no había nadie más. De que no había testigos. Luego, sin pensarlo, apuntó a la cabeza del hombre y le metió dos tiros.

Volvió corriendo al claro, donde había dejado sus cosas. Lo más importante: su cantimplora. La apuró de tres largos tragos. 

Entonces por fin se dio cuenta, tuvo una epifanía. Y se llevó las manos a la cabeza. «Qué estupidez la mía. ¿En qué estaba pensando?»

A toda prisa regresó sobre sus pasos y, sin dudar un momento, cogió varios de los paquetes que estaban tirados en la nieve. Todos los que pudo cargar, unos cuantos. Se fue con ellos hasta la pickup y los metió dentro. Volvió entonces a la zona de tiro y recogió sus cosas mientras pensaba en dónde podría deshacerse de las armas. 

Comenzaba a nevar cuando arrancó el motor de la camioneta para abandonar el lugar.

En la radio sonaba un villancico: la música de «Holly Jolly Christmas» inundó la cabina. 

Charlie agitó la cabeza y murmuró: «No, este año no he sido un niño bueno… Pero tengo muchos regalos».




EPÍLOGO


Puso el árbol sobre la tarima, bajo el foco.

Sin duda, aquel era el mejor emplazamiento: al entrar, acapararía la atención y se verían bien todos y cada uno de sus adornos. 

Para asegurarse, bajó los tres escalones de la plataforma y se fue hasta el principio de la sala.

Sí, era el lugar perfecto. Aquel abeto, por sí solo, debido a su majestuosa presencia, impresionaba. 

Seis metros con treinta centímetros de extraña naturaleza.

Regresó a la tarima y se acercó al primer contenedor de conservación de objetos al vacío. Introdujo su clave privada de usuario y el recipiente se abrió con un sonido de succión debido a la entrada de aire. Igual que la primera vez hacía más de mil quinientos años. Igual que cada año, desde entonces y en idéntica fecha: se repetía la misma operación de apertura de contenedores. 

Se quedó embelesado mirando el interior. Es lo que tiene ver algo tan antiguo. Tan peculiar.

Pero no podía perder así el tiempo. Ya se había demorado bastante con el traslado del abeto desde la floresta. Lo volvió a mirar. Plantado en una maceta de grandes dimensiones y con ruedas. Seis metros con… «¡La escalera!», se dijo. Cómo si no lo adornaría. Se relajó al comprobar que estaba en el segundo contenedor de vacío, junto con algunas herramientas de mano.

Una vez que hubo sacado todo, siguió la secuencia de siempre.

Comenzó con el espumillón, de diversos colores y longitudes. Lo fue colocando con mimo, subido en la escalera y empezando por arriba. Antes se había asegurado de que su dispositivo antigravedad estaba operativo. La seguridad era lo primero. 

Lo siguiente, las bolas, de distintos tamaños. Las dispuso tomándose su tiempo, distribuyéndolas aquí y allá, sin un orden establecido, pero buscando la armonía, lo que él consideraba la elegancia: ese toque especial, innato, para que una decoración guste a primera vista. Tenía ya mucha experiencia, décadas haciéndolo.

Otros adornos siguieron: las guirnaldas de luces, campanas de diferentes tamaños, piñas, pequeños paquetitos con lazo…, todos con esmero los colocó, despacio.

Y dejó para el final su preferido: la estrella. 

Se subió hasta el peldaño más alto y, casi de manera reverencial, coronó el árbol.

Plegó y guardó la escalera de nuevo y se llevó los dos contenedores de vacío al almacén. La rutina de cada temporada, de aquel monográfico. 

Se alisó el uniforme y se colocó bien, con su cuarta mano, la placa de identificación del museo, que se le había torcido un poco.

Ahora tocaba el último —pero no menos importante— detalle. 

Accedió al panel digital de la pared y se dispuso a seleccionar la música que, hasta el final de la exposición en la sala, se oiría una y otra vez. 

Una y otra vez. 

En continuo bucle.

Era la única composición que habían encontrado los arqueólogos en aquel planeta y parecía marcar el inicio de su tradición popular.

El volumen se ajustó automáticamente al mínimo, para que sus delicados oídos —y los de futuros visitantes— no sufriesen. 

Toda precaución era poca. 

Por supuesto: la seguridad, lo primero.

Podía entender que los humanos hubiesen celebrado aquel folclore de árboles, renos y regalos…, pero esa música… Frivolizó pensando que, tal vez, aquellos sonidos fueron una de las causas del final de su civilización.

Se fue trotando dispuesto a abrir las puertas del museo.

Se paró un instante, incómodo: unas palabras del tema musical, en lenguaje humano, se le habían pegado y las estaba tarareando. Sin darle mayor importancia avivó el paso y se dirigió a la entrada del museo, al ritmo de la música:

«All I want 

for Christmas

is you».




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