Hace nada he participado en un concurso de relatos que tenían una condición especial: el relato debía basarse en la letra de una canción.
…
Es una buena idea, ¿verdad? En cuanto pensé un rato se me ocurrieron algunos relatos que podían dar mucho juego. Luego me puse a descartar.
Si me dedicaba a relatar la historia de Pacto entre caballeros me iba a poner de mal yogur, porque no soporto esa canción. ¿Estás llamando caballeros a unos drogadictos proxenetas ladrones? ¡Al cuerno! Pensé en algunas letras de Mecano, pero o bien eran muy surrealistas o bien daban ganas de llorar, y las lágrimas, a estas alturas de mi vida, mejor que sean de risa.
Entonces llegó mi chica y, en un segundo, me dio la respuesta.
-¿Por qué no escribes sobre Todos mirando? -me dijo.
Y ya no pensé más.
La canción va de algo como esto, pero con un tipo de verdad y no con una estatua. No voy a poner una fotografía de un hombre desnudo porque este blog es muy decente.
Total, que me puse con ello. Como quería ambientar el relato en la época de la canción, pedí ayuda a mis amigos para que me recordaran nombres de bares de cuando salíamos de copas. Comprobé que no recordábamos muchos, lo que significa que cuando salíamos de fiesta, salíamos pero bien. Eso significa que, si bien el relato está ambientado en Valladolid a finales de los ochenta, los nombres de los locales (y alguna que otra anécdota) son rigurosamente ciertos.
Más o menos.
En fin, es un relato divertido que seguro que te va a gustar, así que… ¡que lo disfrutes!
Y, por supuesto, debes leerlo mientras escuchas la canción.
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Todos mirando
A ver cómo te lo cuento. La noche empezó como todas, con mis amigos Raúl y el Yosi en la Rockería, a chupitos, que es lo que te pide el cuerpo a primera hora.
Raúl se llamaba Raúl, pero el Yosi se llamaba Andrés. Se parecía al Yosi, ¿sabes?, el de Los Suaves, que por aquel entonces estaba más delgado, y de ahí el mote. A mí me llamaban el guapo. Porque mis amigos eran un par de cabrones. Por eso.
Empezamos con chupitos porque hacía frío. Tú no sabes cómo se te mete la niebla en los huesos cuando trabajas en la calle todo el día. Yo llevaba tiritando desde las seis de la mañana, ni a tortazos me quitaba los temblores. Y claro, a las siete, cuando llegué al bar y éstos ya estaban por la segunda caña, pasamos a los chupitos para calentarnos.
Al cabo de un rato nos fuimos a por unos vinos al Penicilino, por las zapatillas, ya sabes. Había que meterse algo en el estómago, y no sé qué tienen esas pastas que me quitan todos los males. Luego nos movimos un poco, porque el cielo estaba despejado y parecía que se quedaba buena noche. Las calles empezaban a estar animadas. Nos encontramos con algunos amigos, compartimos unos cigarrillos, comimos una porción de pizza y una cerveza en el mostrador de un restaurante, tomamos una rápida en El Minuto pensando que habría una mesa libre (pero no había ni una, estaba hasta arriba) y, ya más entonados, volvimos a pasear las calles de Cantarranas. Charlamos un rato con las chicas que entraban al Testarossa y compartimos una jarra con unos universitarios que conocimos allí mismo que estaban muy, muy borrachos, y eso que no era ni medianoche.
En ese momento se nos ocurrió la idea. En realidad fue cosa de uno de los universitarios, Jairo, que dijo que conocía a una camarera del Sotabanco y que si nos dejábamos caer por allí nos invitaría a una copa.
A ver, nosotros no éramos muy de esa zona, ¿comprendes? Quiero decir que esos bares estaban bien pero no ponían rock ‘n roll y la gente era muy estirada. Vamos, que eran un poco pijos y, bueno, allí desentonábamos. De nosotros tres, yo era el que iba mejor vestido, porque llevaba el pelo largo recogido en una coleta y hacía poco que había estrenado mi chaqueta de cuero, toda chatonada y con cremalleras sin bolsillos. Te puedes imaginar. No dábamos el perfil, pero qué quieres, una copa es una copa, así que fuimos para allá confiando en que Jairo no se estuviera marcando un farol.
Cuando llegamos nos pedimos una cerveza y una de las camareras, que saludó a Jairo con un beso que nos dejó a todos con ganas de cambiarnos por él, nos puso unas uñas de J&D, y luego otras y otras más, así que pagamos otra ronda a nuestros nuevos amigos y nos fuimos todos juntos a otro lado, felices, contentos y soñando con la mirada de la camarera.
En el Tintín tuvimos un problema. Era un bar un poco raro, medio pub, medio disco. No es que el local estuviera mal, pero allí se reunían los jugadores de rugbi de no sé qué equipo, ¿sabes?, iban allí como si fuera una especie de club y la gente como nosotros parecíamos muy pequeños y enclenques. Uno de ellos confundió a Raúl con un tipo que le había partido la cara hacía unas semanas, que ya me dirás, porque mi colega era incapaz de hacerle daño a una mosca, y tuvimos que salir de allí con la bebida a medias, porque el ambiente se puso un poco serio. Y, según salía, empujé sin querer a una chica y le tiré encima la copa que llevaba.
—¡Eh, cuidado! —me dijo.
—¡Perdona, guapa! —respondí mientras salíamos pitando—. A la siguiente te invito yo.
Esto último se lo dije mirándola a los ojos, en voz baja y, te lo prometo, fue como los flechazos de las películas. Era una mujer preciosa. Llevaba unos vaqueros muy ajustados y una camiseta que se había puesto perdida. Me hizo un gesto con los labios que en ese momento me puso la piel de gallina y se me erizó todo lo que se le puede erizar a un hombre.
—¡Gilipollas! —me dijo. Pero yo sé que estaba pensando en otra cosa cuando me miró.
Y de ahí, riéndonos y bastante borrachos, nos fuimos al Kaos a botar un rato, que ya estábamos hartos de la música de aquellos bares.
El Kaos quedaba un poco apartado. Cuando llegamos nos encontramos con una puerta cerrada y un cartel que explicaba las razones de la clausura. Como llevaba un sello del ayuntamiento, pegamos algunos gritos, dimos unas patadas y nos marchamos cantando no sé qué canción. El Kaos lo cerraban un par de veces al año y siempre por lo mismo. ¿Tanto le costaba a la gente salir a fumar a la calle? Pues eso.
Volvimos atrás sin saber muy bien a dónde ir. Caímos en La Esquina, y allí volví a encontrarme con la mujer.
—Me debes una copa —me dijo.
Yo balbuceé algo, no recuerdo el qué, pero a aquellos labios no podía negarles nada y cumplí mi promesa. Charlamos un rato. Me dijo que llevaba poco tiempo en la ciudad. Que no conocía a casi nadie. Que esa noche estaba siendo muy aburrida.
—Tengo 35 años. A mi edad, una mujer ya sabe lo que quiere para divertirse una noche. ¿Sabes lo que quiero decir, guapo?
Me llamó guapo. Guapo, así, sin más, sin reírse. Luego me dijo que le había ensuciado la ropa al derramar su copa. Bajé la mirada y noté el movimiento que había bajo la camisa. Creo que la sangre bajó tan rápido desde mi cabeza que me mareé.
Me dio un beso. Se iba a casa. Vivía allí mismo, frente a la Antigua. Tuve que acompañarla. ¿Qué podía hacer? Le dije al Yosi a dónde iba. Me sonrió, dijo una grosería y me siguió con la mirada mientras nos alejábamos, cruzábamos la plaza y nos metíamos en el portal.
Total, que, al entrar en su casa, me dio otro beso, mucho más largo, y en menos de cinco minutos estábamos los dos desnudos, en la cama, sin perder ni un segundo. Yo estaba muy borracho, pero eso no me afectó. A esa edad es difícil no cumplir, ¿sabes a lo que me refiero? Pero si no hubiera bebido tanto, a lo mejor me habría fijado en la foto de boda que había en la entrada, donde salía ella junto a un tipo enorme, vestido de uniforme y con cara de tener muy mal genio.
Pues sí, lo has adivinado. Ese mismo tipo, que estaba fuera de la ciudad, aquella noche de viernes le quiso dar una sorpresa a su mujer y volvió a su casa.
—¡Cariño! —dijo—. ¡Sorpresa, he vuelto!
Sí fue una sorpresa, sí. Para mí más que para ella, creo. Ella se puso roja y yo me quedé blanco. Cogió toda mi ropa y la metió bajo la cama, se tapó con las sábanas y me hizo gestos para que me escondiera. Subí los hombros en silencio, como diciendo “¿pero dónde quieres que me meta?”, porque escuchaba al marido acercándose por el pasillo hacia la habitación.
Ella señaló hacia el balcón.
Total, que el tipo entró en la habitación y se encontró a su mujer en la cama, tapada con las sábanas hasta el cuello (porque estaba desnuda) y diciendo que no se encontraba bien, mientras yo contenía la respiración en el balcón, desnudo, muerto de frío y de miedo.
—Me voy a dar una ducha, amor. Ahora te preparo algo caliente para que te anime un poco—dijo el hombre.
Me asomé para ver si podía entrar de nuevo, coger mis cosas y largarme sin que me viera, pero el baño estaba junto a la habitación y el marido dejó la puerta abierta, así que no podía colarme. La mujer me dijo por gestos que no me moviera y que esperara. O eso entendí yo.
Así que esperé en el balcón. Estaba desnudo, ¿ya lo había dicho? Del todo. Alguien miró hacia arriba, al balcón del primer piso, se echó a reír, me señaló con un dedo y al cabo de un rato se juntaron, no sé, como cincuenta personas bajo el portal, riéndose, cantando canciones y tocándome las narices de mala manera. Raúl y el Yosi estaban también, claro, incluso Jairo y los universitarios que habíamos conocido esa noche. Uno de ellos me tiró una chaqueta que cogí al vuelo, y menos mal, porque ya estaba empezando a congelarme. Armaron tanto jaleo que el tipo incluso se asomó por la ventana un segundo. La gente desde abajo me hacía señas para que me agachara en una esquina del balcón, para que no me viera, y el tipo debió pensar que eran un montón de borrachos pidiendo a alguien que bajara a la calle, así que no hizo caso. En aquel momento incluso recé una oración, yo, que no me acerco a una iglesia más que para sentarme a la sombra en verano.
Al cabo de un rato, la mujer abrió la puerta del balcón y sacó mi ropa muy despacio, incluido el calzado y mi chaqueta nueva. Me miró, me sonrió e hizo un gesto como si me pidiera disculpas. Yo estaba muy enfadado, pero algo tenía ese gesto que hizo que se me pasara el enfado, el frío y hasta el miedo.
No me acuerdo muy bien de cómo bajé. Me descolgué de mala manera y debajo de mí se colocaron varias personas para agarrarme. Caí al suelo entre risas, bromas y algunos aplausos. Me pusieron una copa de algo muy fuerte en las manos que me quemó la garganta según lo bebía, pero que me supo a gloria, y nos fuimos de allí corriendo.
Y esa es la historia. El fin de semana siguiente coincidimos aquella mujer maravillosa y yo en un par de bares, y el siguiente, y muchos más. Yo nunca volví a su casa, si es lo que estás pensando.
Al cabo de un tiempo se marchó de la ciudad, se divorció, volvió, encontró trabajo y se quedó. La vida da muchas vueltas y nos encontramos de nuevo, porque no habíamos perdido el contacto, y seguimos quedando, y así hasta ahora. Pero aquella primera noche fue inolvidable para mucha gente, no sólo para nosotros, que todavía hoy hay alguno que me conoce como el tipo del balcón.
Así fue como nos conocimos. Oye, tú has preguntado, no te quejes. Y esa es la razón por la que vivimos en una planta baja, por si te lo preguntas. Yo le tengo pánico a los balcones y, además, a tu madre le da la risa cada vez que me asomo a uno.