Esta entrada no va de lo que estás pensando.
Escribí el relato que presento aquí hace tiempo, para una competición de tema libre. Por si te lo preguntas: no, por supuesto que no gané; esta es la historia de siempre y no viene aquí a cuento. El caso es que, desde que la escribí, le ha ocurrido lo que le ocurre a menudo a este tipo de composiciones: que el autor nunca deja de repasarlas y editarlas. Y así, algunas historias cambian dramáticamente desde su creación hasta que al final ven la luz, si es que la ven. Los escritores no estamos nunca del todo conformes con nuestras obras, por mucho que las queramos, y siempre les encontramos algo que requiere una mejora o un cambio: un párrafo, una frase, una palabra, una coma… Una vez oí a un agente literario decir que si Miguel de Cervantes no hubiera muerto, aún estaría corrigiendo el Quijote. Es posible.
Pero a lo que iba, que esta historia cambió, pero tampoco mucho, solo la hice algo más extensa y la pulí.
Se trata de un relato curioso, creo. No tiene acción ni dialogo, describe una escena muy simple: una mujer recorre sus recuerdos justo antes de morir. Podría ser cualquiera de nosotras, porque hay una serie de elementos constantes en la vida de todas las mujeres (o de casi todas, que para todo hay excepciones). Quizá el elemento más común y más constante, que caracteriza gran parte de ella, sea la sangre.
La sangre aparece muy pronto en nuestra vida y una tras otra va marcando las lunas que vivimos: antes o después aparece (y nos preocupamos cuando no lo hace). También distingue muchos momentos especiales: el inicio de nuestra pubertad, nuestro primer sexo, el nacimiento de nuestros hijos… Es, en definitiva, un símbolo de nuestra sexualidad y de nuestra vida como mujeres. Y nuestro color es el suyo.
Espero que te guste el relato. Por cierto, no tiene título, no he conseguido idear ninguno que me satisfaga, así que acepto propuestas. La mejor tendrá premio.
Un ruido indefinido la despierta. Abre los ojos despacio. Es por la mañana. La luz temprana del día, filtrándose a través del cristal de la ventana, forma un haz cálido al pasar por entre las cortinas blancas; la alumbra por entero, como si yaciera a pleno sol. Incorporándose, se sienta aún adormilada en la cama y observa entre curiosa y divertida cómo en la penumbra que domina la estancia relucen su pálida piel y su blanco camisón y las blancas sábanas y el rojo de las rosas que languidecen en el jarrón de la mesilla de noche. No reconoce la habitación, pero los detalles le son familiares, le hacen recordar. Recuerda la acogedora luz matutina reflejándose cada mañana en su pálida piel, un blanco camisón y blancas sábanas bajo una colcha blanca con topos rojos, la suave voz de sus padres procedente de la estancia adyacente y el canto alborozado de unos pájaros en el jardín anunciando un nuevo día. A esta memoria le sigue el vivo recuerdo de unas blancas sábanas secándose a la rojiza luz del atardecer, tan cálida, y también del blanco mandil de su madre y de su dulce canto y de la piel de sus curtidas manos acariciándole las mejillas. Evoca a continuación la impresión imborrable de ver a la cristalina luz del alba su roja sangre en unas blancas sábanas y en su blanco camisón y en su pálida piel, y la voz arrulladora de su madre confortándola con palabras tiernas. Sonríe con compasión al recordar su roja sangre en un mantel blanco y una piel deliciosamente áspera acariciándola y unas palabras suaves dichas en susurros, la luz del mediodía reflejándose con intensidad en la tenue arena de la playa. Y también sonriendo, esta vez con delicia, rememora una estancia de paredes refulgiendo luz blanca, un movimiento continuo de batas blancas, blancas sábanas, su roja sangre bautizando una piel nueva y el atronador sonido de una vida incipiente colmando sus oídos. Más recuerdos emergen, algunos inmensamente alegres, otros tristes, poco a poco se mezclan los unos con los otros, componen un largo recorrido ambulante de voces y luz y piel y blanco y rojo, terminan difuminándose, perdiendo solidez y sentido en su memoria, que una vez más pierde pie y se precipita velozmente a un oscuro vacío en el que nada es figurativo ni reconocible. Nada. Nada. Nada. Al final piensa que quizá lo haya soñado todo, que en realidad nada tuvo lugar, y que, en cualquier caso, tal vez no tenga importancia. Sintiéndose cansada, se recuesta y cierra los ojos. Oye el canto alborozado de unos pájaros celebrando la mañana afuera, en la calle, y sonríe, creyendo que de nuevo está en casa.