—La cuestión llevaba rondándome la cabeza tres años ya, casi desde que naciera mi hijo. Sabía qué la había incitado: el cansancio acumulado tras incontables noches de desvelos; mi sueño y el de mi mujer interrumpidos constantemente por el sueño interrumpido de nuestro primogénito. Además, poco antes de ser padres, nos habíamos mudado a otra casa que pillaba más cerca de la de mis suegros, para que así mi mujer tuviera a mano a su madre siempre que la necesitara. Ahora a mí me llevaba una hora y cuarto ir y otro tanto volver del trabajo a través de un tortuoso itinerario que incluía el trayecto casi completo de dos autobuses de línea y seis paradas de metro. No tenía tiempo para nada y menos aún para descansar un momento. Porque cuando llegaba a casa, después de dos horas y media de transporte público y al menos ocho de trabajo de oficina, se esperaba de mí que pasara un tiempo con mi retoño, al que no había visto en todo el día: tenía que bañarlo y leerle cuentos hasta que se dormía. Después tocaba cenar, recoger la cena, sacar al perro y acostarme con la certeza de que antes o después mi hijo nos sacaría, a mi mujer y a mí, del sueño y de la cama por hambre, sed, ganas de hacer pis o miedo, las razones variaban de una noche a otra.
»Y así, por falta de sueño y mucho cansancio acumulado, la cuestión empezó a asaltarme en diferentes momentos del día, cada vez con más frecuencia: ¿qué pasaría si…? La respuesta era obvia: mi vida cambiaría de una manera u otra, y quizá era esto lo que, en el fondo, de puro agotamiento, deseaba. Pero cómo era más difícil de predecir.
»La primera surgía bien de mañana, justo antes de llegar al trabajo, en uno de los cruces en que tenía todos los días que esperar a que la luz del semáforo se pusiera verde para los viandantes. Aguardaba pacientemente, casi siempre cerca del borde de la acera, junto con otra gente a que el evento se produjera. Y todos los días había algún idiota que me empujaba, a mí y a otros, en su afán por estar en primera fila del pelotón de espera. Mientras, los coches pasaban por la calzada cerca y rápido, en esa calle principal. Me preguntaba entonces qué pasaría si empujara yo hacia el arcén al que a base de empellones y codazos se había abierto camino hasta el borde de la acera. Pensaba que era lo menos que se merecía. Y me decía que sería como tirar al mar a alguien que no sabe nadar. Se oiría un frenazo y un golpe seco, quizá varios seguidos, después nada, ese silencio atroz que siempre anuncia una mala nueva. La persona en cuestión, incluso si sobreviviera al accidente, nunca sabría qué demonios había pasado, cómo en un momento se había encontrado en medio de la carretera, como provocando que lo atropellaran. ¿Qué pasaría si…?, me preguntaba.
»La segunda surgía en el trabajo, habitualmente durante alguna de las múltiples e innecesarias reuniones que tenía que sufrir en compañía de toda la junta. Siempre por los mismos problemas, pero allí estábamos, reunidos por ver si a la enésima vez en que contemplábamos las mismas posibles soluciones, milagrosamente nuestro jefe veía por fin la luz y decidía aprobar alguna de ellas. Por el contrario, lo que solía ocurrir es que se mantenía enrocado con las que se le habían ocurrido a él pero que no terminaban de dar un resultado satisfactorio. No podía soportar el tiempo que me hacían perder. Cada vez menos. Y la pregunta surgía: ¿qué pasaría si de un salto me subiera a la larga mesa de reuniones y desde allí me lanzara contra mi jefe y le clavara el bolígrafo que utilizaba para coger notas en la garganta? Ganas no me faltaban, desde luego. Aquel gilipollas, para justificar su trabajo y su salario, nos hacía perder un tiempo inestimable todas las semanas. Y tenía un cuello bien ancho, como el tronco de un árbol, carnoso y terso; la verdad es que provocaba. ¿Qué pasaría si…?
»La tercera surgía en el camino de vuelta a casa. Por la mañana iba medio dormido, aún con el calor de las sábanas pegado al cuerpo, pero a la vuelta no, a la vuelta iba bien despierto, encabronado por el día que había tenido en el trabajo, en donde además casi siempre había de pasar más tiempo del estimado. Muchos días coincidía en el mismo vagón de metro con un individuo, un joven, que se sentaba estirando las piernas sobre los asientos, ocupando dos más de los que debía. No importaba que a menudo no hubiera asientos para todos y que otra gente, a veces ancianos y mujeres con niños pequeños, tuvieran que quedarse de pie. Él iba mirando la pantalla de su teléfono móvil, absorto y por completo ajeno a lo que le rodeaba, así como al pequeño drama que su idiotez generaba. También a mi mirada. Había días en que no podía apartarla de él mientras rumiaba la pregunta: ¿qué pasaría si lo tirase al suelo y lo pateara hasta cansarme? De seguro que nadie en el vagón me pararía: sucesos así tienen lugar casi todas las semanas y casi nunca nadie hace nada para que los involucrados sean separados. La gente tiene miedo o no quiere pringarse y se limita a grabar con el móvil todo suceso anómalo. Qué tiempos estos en los que las personas no actúan, no son ya actores de la vida, sino que, como si por el contrario fueran directores, se limitan a registrar lo que les llama la atención. Directores de la vida… Qué ironía. Borregos. Borregos todos, yo el primero, que no me encaro con el chaval. Borrego, borrego… Esto me decía mientras lo iba asesinando con la mirada, convencido de que son individuos como ese imbécil los que en nuestro país llegan a políticos y así va todo. Así vamos todos. Borregos.
»Había otras ocasiones a lo largo del día, pero estas que he mencionado son las más destacables, por constantes o recurrentes. Luego estaban, claro, las múltiples que surgían cada vez que interactuaba con mi suegra. En especial cuando me ninguneaba o me cortaba al hablar o hablaba de mí criticándome como si no estuviera delante. La pregunta entonces era sencilla: ¿qué pasaría si la estrangulara? Pero me detenía el pensamiento de que no debía negarle a mi hijo la presencia de una abuela que lo adoraba, ni a mi mujer la ayuda de su madre, ayuda que al fin y al cabo era para los dos.
»También surgía a veces cuando discutía con mi esposa. Desde que tuvimos al niño discutimos mucho, por nimiedades casi siempre, por las razones más absurdas, tanto que a menudo ni sabemos, ya metidos en faena, por qué hemos empezado la pelea. Y con cierta frecuencia, en el fragor de la batalla, me asaltaba la pregunta, que era la misma que me incitaba su madre: ¿qué pasaría si la estrangulara? He de confesar que ganas no me faltaron alguna que otra vez; me sacaba por completo de mis casillas. Sin duda esta violencia velada hacia mi mujer era también un efecto secundario del cansancio que me pesaba. Además, desde que nació nuestro hijo, casi no follamos, por el cansancio, por falta de oportunidades y por estar de mala leche el uno con el otro casi todos los días. La falta de contacto físico no ayuda a mantener el apego, al contrario, empeora nuestra relación. Pero siempre me controlaba también porque entendía todo esto, lo razonaba. Y además no sería capaz de negarle a mi hijo su madre.
»¿Qué me detenía en las otras ocasiones? No sabría decirlo, quizá la voz de la conciencia diciéndome que no merecía la pena, por las consecuencias que sobre mi mujer y mi hijo podrían tener mis actos impulsivos. No pensaba en mí, o quizá sí, pero no a largo plazo, sino más bien en la enorme satisfacción que sentiría de inmediato al poner por fin fin a tanto sufrimiento absurdo, el mío. A causa de toda esa gente que, sin saberlo, me torturaba a diario: los empujones, mi jefe, el chaval del metro…
»La situación, o mejor dicho mi condición, por llamar de alguna manera a esta curiosidad malsana que me aquejaba, empeoró cuando empezó la pandemia de la COVID. Entonces la cuestión me asaltaba en todo momento, porque por todas partes veía gente que iba sin mascarilla o que la llevaba mal puesta. La mascarilla es un incordio, lo sé bien, que tengo que llevarla once horas al día. Pero esta gente, con su egoísmo y desidia, pone en peligro constante la vida de los demás. Y de las fiestas de jóvenes que son numeradas todas las semanas en el telediario ya ni hablamos. Fantaseaba con la idea de cerrar a cal y canto la puerta de los locales festivos con todos sus descerebrados dentro e incendiarlos, como masacraron los alemanes aldeas enteras en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial, encerrando a la gente en las casas comunales o en las iglesias y prendiéndolas fuego. Acertado pensamiento este, porque también esto, lo que estamos pasando, es una guerra, no contra el virus o la enfermedad que produce, sino de la empatía y la sensatez contra el egoísmo, la dejadez y la estupidez humana, que ya sabemos que es infinita. Qué pena que no sean solo estos imbéciles que se exponen tontamente los únicos que se contagian, qué pena que no vean cómo se muere la gente por miles en los hospitales boqueando por un trago de aire que no llega y en completa soledad porque las visitas no están permitidas. Ya se sabe: ojos que no ven, corazón que no siente. Hemos llegado incluso a ver en la televisión a jóvenes diciendo que a ellos los viejos no les importan, sin entender que lo único que les separa de ellos es una cantidad de tiempo, unos pocos años, que pasa volando. Yo veía esto y estaba llegando a un punto en que cada vez me costaba más controlarme, porque ahora al cansancio anterior había que añadirle el derivado de la constante preocupación: a mi mujer y a mí no nos quedaba más remedio que llevar a nuestro hijo a la guardería, y temía que cualquier día se contagiara. Bien es cierto que los niños son los que menos sufren la enfermedad, pero también algunos se mueren. Con este virus parece que en gran medida es la lotería que te toque.
»En este sinvivir continuo pasaba los días. Hasta uno en que se me ocurrió llevar el coche familiar a lavar, que ya tocaba. Lo usaba mi mujer todos los días para llevar y traer al niño de la guardería y para ir y volver ella del trabajo. ¿Por qué lo llevé yo a lavar en vez de mi mujer? Pues porque el coche es parte de mi negociado, junto con el jardín, los trasteros y los baños. Mi mujer se ocupa de la colada, la cocina y los dormitorios. Supongo que cada familia se apaña a su manera, nosotros lo hacemos así. Era viernes por la tarde, ya de noche. Aquel día regresé del trabajo algo antes de lo habitual y decidí aprovechar el tiempo de regalo para llevar el coche a un lavadero que hay no lejos de nuestra casa. Por quince euros te lavan el coche por fuera y te lo limpian a mano por dentro. Cuando llegué no había ningún otro cliente y solo un encargado, probablemente haciendo el último turno. Quizá incluso fuera yo su último cliente del día. Me atendió con desidia, como si le molestara. Lo entiendo: era viernes por la tarde y estaba cansado después de haber pasado toda la semana limpiando coches. Y quién sabe, igual tenía también que seguir fregando durante el fin de semana. Le dejé la llave del coche. Lo metió en el túnel de lavado. Al salir lo aparcó cerca, donde tenía dispuesto su kit de limpieza. Por entretenerme, observaba sus movimientos a través de la cristalera de la sala de espera, al resguardo del frío. Se apeó de mi coche ya con la mascarilla bajada y mascando chicle. Y así fue como limpió todo el interior del vehículo, sin cubrirse la boca y la nariz en ningún momento. Solo le faltó hacer globos con la goma de mascar. Era un hombre joven, claro, de los treinta no pasaba, aunque estaba cerca. Menudo pero muy fuerte, de gimnasio, de esos acomplejados que tiene que compensar la baja estatura de alguna manera y lo hacen desarrollando brutalmente sus músculos con las pesas. Llevaba la cabeza rapada, seguramente fuera calvo prematuro. Y tenía cara de enterado, pero era solo el gesto, porque se le notaba en la mirada que, como decía Machado, de lo infinito, cero, cero. Una cara de esas que va pidiendo a gritos que a su dueño lo pongan en su sitio. Un par de veces contestó al móvil sin dejar de limpiar mi coche, sujetando el teléfono como si fuera un violín, entre la barbilla y el hombro. Así que no solo mascó chicle sin protección en el interior del auto, también habló unos minutos.
»Una vez que acabó su trabajo, me miró a través del cristal y al tiempo que se volvía a colocar la mascarilla como Dios manda me hizo señas para que saliera; él ya había terminado, podía llevarme el coche. Cuando me dirigí a él, me costó hablar de la ira que sentía. “Perdone —le dije, haciendo un esfuerzo por mantener las formas—, pero acaba usted de limpiar el interior de mi coche con la mascarilla bajada y mascando chicle. Parece que usted no entiende que la COVID mata a la gente. Y llevo a mi hijo en ese coche todos los días.” Él me devolvió la llave del vehículo y, como si el asunto no fuera con él, dio media vuelta y volvió a su garita. Ni se molestó en encogerse de hombros siquiera para hacerme ver que mi comentario le daba exactamente igual. Fue como si no hubiera dicho nada. Pero lo había dicho. Y su indiferencia me enfureció aún más que la manera en que había limpiado mi coche. Su indiferencia hacia la vida de mi hijo. Temblando de rabia abrí la puerta del vehículo para marcharme, pero me encontré con la llave inglesa, de esas grandes y macizas, que mi mujer lleva siempre a mano en la puerta del conductor por si acaso. Y de nuevo me asaltó la cuestión, esta vez como una fiera al ataque, con contundencia: ¿qué pasaría si… le abriese la cabeza a aquel hijoputa? Era viernes por la noche, estaba a punto de cerrar, seguro que nadie iba ya a detenerse allí a lavar el coche. Estaba solo. Estábamos solos él y yo o él conmigo. Estaba a solas conmigo, y yo tenía una llave inglesa y un motivo y le sacaba la cabeza. Si me detuve unos segundos mirando la llave fue esperando oír esa voz de la conciencia que siempre surgía en el último momento para decirme que no merecía la pena. Pero, por cualquiera que sea la razón, en esta ocasión no la oí, calló cómplice de mis anhelos. Empuñé la llave y sin detenerme ya más, guiado por una determinación inapelable, me llegué hasta la garita donde el encargado estaba sentado, mirando absorto la pantalla de su móvil. Abrí la puerta con violencia y sin dudar ni un instante me ensañé con él: pagó por todo, por los idiotas que empujan a la gente en la calle por ser los primeros en los cruces, aún lo siguen haciendo, pese a la pandemia; por el gilipollas de mi jefe, que, ahora por videoconferencia, sigue sin apearse del burro; por el imbécil del vagón del metro, que además lleva la mascarilla por debajo de la nariz; por la cabrona de mi suegra; y por su propia estupidez.
»Me sorprendió la facilidad con la que se desarrolló todo el proceso: con el primer golpe perdió el sentido y, claro está, no opuso resistencia alguna a todos los otros que le cayeron después. Para cuando, agotado, me detuve, no me quedaba ningún hueso por romper de su cabeza. Como me dolía el brazo y la mano del esfuerzo, lo pateé un par de veces para completar la tarea, ya casi sin ganas. Después me lavé como pude en el baño del establecimiento la sangre y demás restos de tejidos que me habían salpicado, y volví a casa como si tal cosa. Más relajado, la verdad. Y pensando que no habría consecuencias. Que nadie me había visto. Que no había dejado huellas. Que después de todo nada iba a cambiar.
»Y nada habría cambiado si me hubiera dado cuenta de las cámaras de seguridad que había por todo el lavadero, una de ellas apuntando directamente a la garita del encargado. Pero como fue que, con la excitación, no las vi, estamos aquí usted y yo en faena metidos, señor juez, decidiendo mi futuro. Espero que sea comprensivo.
Es el relato del pensamiento de todos, pero bien escrito, con una prosa que engancha y con la que conectas al instante. Dios, si existes, ayúdame a sobrevivir a todos eso “y si…’ que día a día me encuentro, y de los que no se salva nadie…
Gracias por leernos. Me alegra que te guste 🙂
Me parece durisimo ,real ,es el sentimiento que tenemos todos (la gente de bien) todos los dias , pero como somos gente de bien lo controlamos y seguimos adelante esperando.? Que todo cambie para algo mejor y agarrandonos a las cosas buenas que nos proporciona la vida .
Bien dicho! Hay que recordar las cosas buenas y no centrarnos en las malas, para no acabar perdiendo el control como el protagonista del relato.
El problema de ese tipo, estoy seguro, es que no leía un buen libro por las noches, para relajarse y vivir otras vidas. 🙂