¿QUÉ HARÍAS POR TU COMIDA FAVORITA?

Entrada escrita a cuatro manos entre Jesús Durán y Libertad García-Villada.



Hace unos meses, Jesús Durán y una servidora nos presentamos, por separado, a una convocatoria en la que las obras a competir (admitían relatos, poemas y obras gráficas) debían plantear una situación en la que nos encontramos a veces: que queremos comernos algo pero algún inconveniente se interpone en el camino de cumplir nuestro deseo. Por si hay que aclararlo: hablamos de comida.

Jesús escribió un poema, yo un relato. La convocatoria permitía hacer libre uso de la obra, tanto si no era seleccionada como si lo era. Así que aquí venimos a compartir las nuestras. Esperamos que te gusten.



EL COLOR DE LA CARNE (por Libertad)

Marcus esperaba con paciencia el final de sus horas. Lo hacía tumbado sobre la espalda en el catre, mirando el techo de la celda sin ver nada realmente, sin prestar atención alguna a lo que le rodeaba. No pensaba en su vida, no estaba teniendo una de esas epifanías en las que todos los misterios de la existencia le son a uno revelados y por fin uno entiende cuál es el sentido de su vida. Tampoco le había dado por la nostalgia: no evocaba el pasado ni pensaba en sus padres ni en ninguna de las mujeres a las que había amado, tampoco en sus hijos, o mejor dicho, en la posibilidad de que hubiera tenido alguno, de que de alguna manera hubiera trascendido. Ni siquiera pensaba en su querido gato Terry, que había pasado hacía ya tiempo a manos de su vecino. Menos aún se preguntaba en esos últimos instantes si la muerte dolería o si iría al cielo o al infierno. En lo único que pensaba Marcus en ese instante decisivo de su vida era en el bistec, ese bistec glorioso que había pedido para su última comida.

Se preguntaba cómo sabría. No podía ni imaginarlo. Se había criado en una de las zonas más pobres de Nueva Orleans, en el culo del mundo del culo del mundo. Había nacido pobre y, por supuesto, iba a morir pobre. Como una rata. No había tenido escapatoria, no la había para alguien ni aun en el país de las oportunidades cuando, como él, era negro, negro como el alma del diablo, negro como el destino. No es tan difícil de entender, cierto es. Si lo piensa uno con detenimiento, se da cuenta de que es casi imposible salir del bucle de la pobreza y todo lo que esta entraña. Marcus no había podido acceder a una educación de calidad porque sus padres ni la tenían ni podían procurársela con su salario de supervivencia. Tampoco se había criado en el mejor ambiente, al contrario: en un caldo de cultivo para que se formaran personas como él, que no eran realmente malas, pero que no contemplaban hacer el bien por sí mismo como una opción. Su única opción a considerar era la supervivencia, costara lo que costara. Personas embrutecidas que en ninguna circunstancia podrían haber hecho algo mejor con su vida, y de haber podido, no habrían sabido cómo, tampoco para qué.

Marcus había tenido una adolescencia y una juventud difíciles, y cuando despertó de estos dos sueños, o pesadillas, se encontró sin educación, sin estudios, más pobre que nunca y sin oportunidades para salir adelante. Aún más: tullido de por vida, cojo por una de las muchas tonterías que había cometido antes de llegar a la madurez.

Y en todo este tiempo, el que había precisado para crecer y echar a perder su vida, no había comido más que arroz, patatas, judías y camarones, y pollo algunos domingos. Jamás jamás había probado un bistec. Pero los había visto en la tele: esos grandes trozos de vaca que debían saciar para siempre el hambre de un hombre pobre. Se recreaba imaginando cómo debía ser el suyo. Grande y grueso, de medio kilo al menos. Cocinado en su punto, con las marcas de la parrilla bien marcadas, como si fueran las cuerdas musicales para alguna secreta armonía culinaria. Sería tierno, el cuchillo lo cortaría como si fuera mantequilla, dejando ver su interior de ese color rojizo pálido tan incitante. Sería también jugoso, por supuesto, destilaría un licor color ámbar delicioso; de solo pensar en él se le hacía la boca agua. Y una vez en la boca era todo lo que uno podía soñar: un placer para el paladar y para el alma. La sal en finos granos que lo aderezaba se desharía aportando ese punto justo de alegría al plato. Un misterio de la naturaleza. Un manjar sin igual.

“Qué extraña es la vida”, se dijo. Que fuera justo allí, a las puertas de la muerte, cuando por fin iba a poder cumplir uno de los deseos. “O quizá es así como funciona el destino”. Así de mal.

No quería morir, claro, pero esto ya no estaba en su mano. Y quizá no lo había estado nunca, por ser negro. Quizá su historia no había podido ser de otra manera: había sido siempre pobre, paupérrimo, y se había criado prácticamente en la calle; había desarrollado un carácter difícil. Sería casi imposible no hacerlo cuando de una manera u otra te han puteado toda la vida, por ser pobre, por ser negro, por ser un tullido.

La mañana en que se determinó su destino se encontraba en una cafetería de los suburbios tomándose solo en la barra un café. Estaba pensando en sus asuntos, no molestaba a nadie. Entró entonces un blanquito, uno de esos comemierdas, basura blanca, que tanto abundan en las zonas marginales. En realidad, no tan diferente de él: tenían en común la pobreza y el desprecio de las clases superiores. Pero aquel impresentable aún contaba con el privilegio de no ser negro. Seguramente había tenido un día difícil y quería que alguien lo pagara, porque lo primero que hizo al sentarse a la barra fue soltar en voz alta, para que todo el mundo lo oyera, que el país estaba en decadencia desde que dejaban que los negros de mierda camparan por sus respetos. Que no eran más que animales y debían ser tratados como tales.

Marcus había oído comentarios como aquel y aun peores de continuo a lo largo de su vida, estaba hecho a ellos y hacía mucho tiempo ya que no le ofendían. Pero se dio la casualidad de que también él había tenido un mal día: había perdido el trabajo, el segundo en un mes, y no por culpa suya. El conductor del autobús de línea que tenía que tomar todas las mañanas se la tenía jurada, porque era el único negro que se subía a esas horas en el bus, en su bus. Como Marcus cojeaba, le costaba llegar a los sitios y cualquier desplazamiento a pie le llevaba más tiempo que al resto de los mortales. Y en aquella ciudad en la que en otoño todos los días llovía a mares, el barro que se acumulaba en la acera le impedía apresurarse. El hijoputa del conductor, cuando lo veía llegar, cerraba las puertas y arrancaba, si ya no quedaban pasajeros blancos por montar, dejándolo tirado en la parada. Sabiendo esto, procuraba llegar antes de tiempo siempre que le era posible, pero a veces se quedaba dormido de puro agotamiento, o se encontraba con el casero en las escaleras del inmueble o con algún vecino con ganas de dialogar. Había llegado tarde dos veces al trabajo en tres semanas y esto lo había sentenciado. Además, quizá el factor determinante: era ya tarde en la mañana y todavía no había desayunado nada. Tenía hambre, tenía el azúcar en sangre muy bajo, estaba irritable. Así que cuando aquel pedazo de mierda abrió la boca, no se sintió ofendido, el insulto fue solo una excusa, la que necesitaba para desahogarse.

Marcus era tullido, pero negro hijo de esclavos y criado en la calle: no le tenía miedo a nada y no había nada ni nadie que pudiera detenerlo cuando se dejaba llevar por la rabia acumulada a lo largo de toda su puta vida. El mierdecilla era grande, de cuello y caderas anchas, pero él le sacaba la cabeza, algo que el otro no había podido medir al verlo sentado. Se puso de pie y sin aviso previo empezó a pegarle. El blanquito ni lo vio venir ni supo reaccionar: le cayeron en la cara todas las hostias, una tras otra, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Habría sido una pelea de bar como cualquier otra si el diablo no hubiera intervenido, o quizá no el diablo. Marcus estaba convencido de que el estigma de los negros en aquella tierra extraña se debía a que habían abandonado a sus dioses, los que les correspondían por origen, los de África. En su lugar, habían aceptado a Dios y a Cristo y al Espíritu Santo, que eran dioses de los blancos. Así, lo que ocurrió es que el blanquito en algún momento en que estaba reculando tropezó y cayó al suelo con tan mala fortuna que se rompió la crisma. Murió en el acto. Y por este infortunio estaba él allí, en el corredor de la muerte, esperando que se le aplicara la pena máxima, por esto y porque el tribunal que lo había juzgado había estado formado por doce blancos del sur. Y el juez no había sido sino un hombre sin piedad más.

Bistec.

Por fin.

Y para conseguirlo solo había tenido que hacer un poco de limpieza. En el fondo, casi había merecido la pena. No sentía ningún remordimiento. Su intención no había sido matar, pero el resultado tampoco le importaba. A cada cual lo suyo, pensaba.

Sobre estar muerto pensaba ahora, que ya estaba tan cerca de estarlo, que debía ser como dormir sin sueños y sin despertarse; nada realmente tan malo. Además, estaba cansado de la vida, no había sido para él nada más que una sucesión de infortunios, una sucesión insufrible. Bien visto, la muerte no podía ser mucho peor.

De repente lo sintió. En aquella ala en que estaba aislado hasta el momento de su ejecución, el único olor definible era el del desinfectante que utilizaban para limpiarla y la lejía del inodoro. El guardia que lo vigilaba sentado en el pasillo apestaba a sudor. Lo había notado al interactuar con él a través de la puerta de la celda, pero su olor no le llegaba hasta allí. Lo que le llegaba ahora era un aroma celestial que solo podía ser el de su bistec. El oído le confirmaba esta idea: alguien empujaba un carro por el pasillo. El olor a carne cocinada, a vaca calentada al divino sol, inundó toda el ala. Se le hizo la boca agua. Tenía hambre, además. Ni había desayunado para recibir el bistec con más ganas.

―Tu comida, Marcus ―le anunció el guardia de la celda cuando se quedaron de nuevo los dos solos.

Él torció el gesto: por un momento el aroma virginal de su bistec se iba a mezclar con el de los sobacos de aquel cerdo. El oficial McDonald. Se puso en pie y se acercó a la puerta de la celda. Justo cuando el cerdo iba a abrir la ventanilla, se oyeron otra vez unos pasos apresurados por el pasillo, del mismo guardia que momentos antes había traído el carro con la comida.

―Indulto ―dijo el guardia― El gobernador lo ha indultado. ―Esto era algo que Marcus sabía que podía esperar. Se lo había dicho su abogado, el que le asignaron de oficio. Porque estaban en período electoral y en ese estado había muchos muchos negros. Y su orden de ejecución había sido considerada como un ataque directo a sus derechos―. Han ordenado que sea traslado ipso facto de nuevo a su celda.

Ahora Marcus oyó que mascullaba McDonald:

―Estos negros de mierda, al final se libran siempre de lo que merecen por ser negros. Hay que joderse.

Es lo que tenía el ala de ejecución, que el silencio lo habitaba como si fuera su casa y se oía todo a la perfección. Marcus estaba convencido que de haber pasado allí más tiempo habría llegado oír crecer el pelo de su barba.

―¡Marcus! ―le llamó ahora McDonald―. Estas de suerte, te han conmutado la pena de muerte. Vuelves a tu celda. Venga, saca las manos por la ventanilla, que te pongo las esposas.

Marcus soltó un resoplido. Ya se había hecho a la idea de que iba a morir. Y no había sido fácil. Ahora le decían que no, que podía seguir viviendo. ¿Con qué derecho se creían para decidir así sobre la vida de una persona, sobre la suya al menos?

―¿Y los grilletes? ―oyó que preguntaba el otro guardia.

―Déjalo, tarda una eternidad en ponérselos y para nada, porque es cojo y casi no puede andar. No quiero pasar aquí más tiempo: no soporto el olor a negro ―masculló McDonald.

Marcus sacó con fastidio las manos por la ventanilla. McDonald lo esposó y le abrió la puerta.

―Venga, arreando, que no tengo todo el día ―le espetó.

Junto a la puerta de la celda estaba aparcado el carrito con el bistec. Lo habían servido en un plato blanco como la nieve. Los jugos de la carne lo habían salpicado. El bistec era tal y como lo había imaginado: una obra de arte. Le acompañaban unas patatas fritas, pero de las buenas, no de esas de los congelados, dispuestas con espero sobre la porcelana. El conjunto parecía un cuadro expresionista.

Marcus pudo sentir, al pasar por su lado, el calor de la comida, y su aroma, ahora con todos sus matices. Era intenso y delicioso. Como nada que hubiera olido antes. Le rugieron las tripas y no pudo por menos que preguntar:

―¿Y el bistec?

―¿Qué pasa con él? ―preguntó McDonald.

―Eso mismo digo yo ―contestó Marcus.

―Pues que me lo voy a comer a tu salud. Un premio por cuidar de tu negro culo todas estas horas.

Marcus volvió a mirar hacia el plato. Hacia su bistec. A su lado, perfectamente dispuestos, había un tenedor y un cuchillo de sierra.

Chasqueó la lengua. Aún no había comido nada ese día. Estaba algo irritable. Y quizá los dioses, los que fueran, por una vez, se habían puesto de su parte. Sin pensarlo agarró el cuchillo y se dejó llevar.




BIZCOCHO DE AMOR (por Jesús)

(opciones para mejorar la receta tradicional)

El horno inicia su avance a la tibieza,
paso previo para una correcta receta,
pensamiento de amor y repostería.
				
Sois cómplices ante vuestros labios cercanos, 
carne que siente y palabras encendidas,
que junto a la música que suena de fondo
componen una maravillosa melodía.				

Cocinar y amar dos acciones unidas;
no hay gesto más hermoso: dar cariño
a un plato, convencido de que lo destinas
a quien quieres —siempre— en tu vida.

Ya tenéis los ingredientes a la vista:
un yogur utilizado que servirá de medida
para tres vasos de harina, dos de azúcar
y uno de aceite de oliva.						
Todo junto a un bol con tres huevos,
y a la masa toda junta
le añades levadura y ralladura de lima.				

Ella aguanta el bol con las dos manos, 
tú pegado a su espalda, 
notando su cuerpo junto al tuyo,
con la varilla esa mezcla agitas;
un leve gesto y reclina su cabeza hacia atrás
y besas lentamente su cuello desnudo,
 esa hermosa piel que tanto necesitas. 				

Ahora en el molde rectangular,
—pintado con mantequilla derretida—,
finalmente, todo el contenido depositas.
Treinta minutos de horneo para que suba,
esperando ambos junto a la mesa, 
que la alarma del horno seguro os avisa.
No todo es el dulce del bizcocho,
toca disfrutar un instante de pasión
sin prisa.				

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