MIEDO

Era la primera noche desde el inicio de la pandemia en que quedaba con sus amigas. Volvía, tras la cita, a su casa de noche, caminando por las calles de la ciudad. Sola. No podía negar que sentía miedo: no se veía ni un alma y apenas pasaban coches por la calzada. Tenía que recorrer tan solo unas pocas manzanas, pero por callejuelas de esas que parece que estén arrinconadas, en las que ni de día hay luz suficiente para ver bien y de noche son como ratoneras. Sus amigas se habían ofrecido a acompañarla, pero ella, en un acto de valentía vana, de pura fanfarronería, les había asegurado que no hacía falta, que no era ninguna niña, que tenía piernas veloces y un spray con bioalcohol en el bolso; nadie podría con ella si las cosas se ponían feas. Ahora se arrepentía de la bravuconada. Cada sombra de la calle le parecía sospechosa, cada recodo se le antojaba una trampa. Le incomodaba hasta el ruido que sus propios tacones hacían contra la acera, le parecía un señuelo escandaloso en la quietud de la noche. De repente, como si hubiera invocado su peor pesadilla tan solo pensándola, oyó el ruido de unos pasos detrás de ella. Clip clap clip clap. No era un repiqueteo de tacones, era el contundente sonido de un zapato plano. Volvió apenas la cabeza para confirmar su temor: una sombra la seguía por la misma acera, deslizándose por las paredes al mismo ritmo que los pasos que oía. Clip clap clip clap. Nerviosa, aceleró el paso, un poco. Le pareció que los pasos detrás de ella también avanzaban de repente más rápido. Clip clap clip clap resonaron en la estrecha calle acercándose sin pausa. Ella aceleró un poco más. Los otros pies también. Clip clap clip clap clip clap clip clap. Parecía el sonido de alguna macabra cuenta atrás. Clip clap clip clap clip clap clip clap. Entonces, sin pensarlo, echó a correr a todo lo que le daban las piernas, que no era poco. Se le destrozaron los tacones en los primeros pasos, perdió un zapato y después otro, pero ella siguió corriendo calle abajo ciega de miedo, segura de que la sombra la seguía de cerca. Tan veloz iba que no se dio cuenta de que entraba en un cruce con el semáforo en rojo para los viandantes. Sintió un golpe en las piernas, después en la cabeza y durante un instante su vida le pasó por delante de los ojos, que no volvieron a cerrarse ya más.

El conductor del coche frenó a unos metros del cruce sin poder creer lo que le acababa de pasar. En mitad de la noche, en una de las desiertas calles de la ciudad, una mujer se le acababa de echar encima. Había tenido el tiempo justo de vislumbrar su rostro mirándolo con sorpresa, y su cabello, largo y castaño, moviéndose con violencia a causa del impacto. Antes de que hubiera podido reaccionar y parar el coche, le había pasado por encima. Miró con pánico por los retrovisores laterales: no la vio. Movió el retrovisor interior. Allí estaba su víctima, tirada en mitad de la calzada. Desde su perspectiva no era más que un bulto oscuro e informe, un tumor del paso de cebra. Esperó unos instantes, observándolo, pero no se movió. Le pasaron infinidad de cosas por la cabeza en ese tiempo. Pensó que nadie creería que la mujer se le había echado encima. Y no había testigo alguno que pudiera confirmar esta versión, su versión, la verdad al fin y al cabo. Si llamaba a una ambulancia vendría también la policía. Le harían soplar. Era la primera noche en que salía a divertirse desde el inicio de la pandemia. Llevaba puestas dos copas bien servidas que no iba a poder ocultar, saldrían a la luz, delatándole falsamente. La versión que la gente se compondría era obvia: iba condiciendo por la noche borracho y muy por encima del límite de velocidad y se había llevado por delante a esa pobre e inocente mujer. Iría a la cárcel por homicidio involuntario, porque la mujer, le era claro por la fuerza del impacto, estaba muerta. No tenía esposa ni hijos, pero cuidaba de su madre, una anciana con demencia senil y sin otra ayuda que la suya. “¿Qué será de ella —se preguntó angustiado— si yo voy a la cárcel? ¿Qué será de mi madre?”. No se respondió; instintivamente, con manos temblorosas, metió la primera marcha y, sin mirar atrás, abandonó la escena.

Clip clap clip clap clip clap clip clap. Un hombre se detuvo en el borde de la acera justo cuando el coche aceleraba. Aunque hizo un esfuerzo, no le dio tiempo a ver, en la oscuridad de la noche, ni el color ni la marca. Se acercó a la mujer. Yacía boca arriba, con los ojos abiertos y la mirada perdida. La mancha de sangre negro brillante que se extendía sin parar sobre la calzada desde debajo de su cabeza le dio a entender que si aún estaba viva, no lo estaría por mucho tiempo. ¿Por qué se habría echado a correr?, se preguntó, tan solo quería devolverle los guantes, que se le habían caído al suelo unos metros atrás. Los sostenía ahora en la palma de la mano sin saber qué hacer con ellos. Lo que sí sabía es que debía llamar a la policía y dar parte del atropello. También a una ambulancia, aunque fuera ya inútil. Pero de así hacerlo, tendría que darle muchas inconvenientes explicaciones a su esposa, que creía que estaba en la otra punta de la ciudad, todavía en el trabajo. Esta era la excusa que le había puesto por llegar tarde a casa esa noche, la primera en que visitaba a su amante desde el inicio de la pandemia. Miró a su alrededor. No había nadie en la calle, pero quizá el estruendo que había metido el coche al frenar en seco hubiera llamado la atención de algún vecino que no tardaría en aparecer para curiosear. Dejó caer los guantes sobre el cuerpo de la mujer y se apresuró hacia su vehículo diciéndose que jamás jamás intentaría de nuevo abordar por la noche a una mujer en la calle.

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