LLAMANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO (en nombre de otros)

Hace poco escribí un relato para uno de esos concursos informales, pero serios, en los que participo de vez en cuando.

Se trataba, básicamente, de escribir un relato con banda sonora. Ya sabes, un relato con musicalidad, con ritmo, que según lo leyeras pudieras sentir las notas en tu cabeza…

Yo no lo conseguí, claro. Tengo mucho que aprender de cómics como The Crow o Phil Perfect.

¡Que la música no deje de sonar!

Así que recurrí a un clásico: recrear una canción en la cabeza del protagonista. Lo aderecé con un toque de postmodernismo ochentero, y el resultado es el relato que puedes leer a continuación. Me ha encantado escribirlo, quizá por lo que no sucede en el relato, o porque me recuerda a los amigos que dejamos atrás.

Recomiendo que lo leas mientras suena la canción del vídeo adjunto. Así, si el relato no te gusta, al menos no habrás perdido el tiempo.

Puedes ver las bases y los relatos que presentamos aquí, y aquí están los resultados y los comentarios que se hicieron a los textos.

Que lo disfrutes…

 

https://www.youtube.com/watch?v=nMgEe-xoMho

 
Llamando a las puertas del cielo (en nombre de otros)

Estela conservaba a los amigos de su infancia. No habían sido siempre amables, pero eran sus amigos. La infancia conserva intactos sus propios monstruos, si sabes dónde buscarlos.

Cuando eran niños, a veces paraban delante de la casa de algún vecino conocido por su mal genio, y alguien llamaba a la puerta. Se marchaban todos corriendo y dejaban a Estela atrás, con sus muletas y sus piernas torcidas, incapaz de huir. A veces el vecino descargaba su mal genio con ella, pero otras veces la miraba con compasión y algo de tristeza. Esa mirada dolía más que los gritos y las amenazas.

Estela se lo tomaba con buen humor, porque eran sus amigos y en el fondo la apreciaban. O quizá no fuera así. Quizá, simplemente, Estela prefería la humillación a la soledad. Tú sabes a lo que me refiero, porque también has sido un niño. La compañía de aquellos que la querían mal la compensaba, de algún modo, porque en ese grupo se encontraba Martin. Y Martin era su luz, sus estrellas, sus sueños y la razón por la que se levantaba cada mañana. Una mirada suya era como llamar a las puertas del cielo.

Y los acordes comenzaban a sonar, una y otra vez. Knock-knock-knockin’ on heaven’s door, decían las voces en su cabeza.

 
—La mejor es la original.

—No, para nada, es mucho más intensa la versión de Sisters of Mercy.

Estela callaba y asentía, porque siempre asentía cuando hablaba Martin, dijera lo que dijera. Los años pasaban y él crecía, más hermoso, fuerte y brillante, pero Estela seguía atada a sus piernas artificiales, deformada como un juguete de plástico al sol. Ya no eran niños, ya no llamaban a las puertas de las casas. Estela observaba a Martin desde atrás, rezagada, viendo cómo se alejaba cuando se movían de un bar a otro. Luchaba por mantener el ritmo, pero el ritmo no sabía nada de ella, y se perdía entre la gente por las calles abarrotadas, y entre las sombras de las columnas y los asientos mientras él bailaba en el centro de la pista. ¿Recuerdas esa sensación? ¿Cuándo se fijaba en ti la persona amada? Martin se volvía, a veces, y la miraba, y ella de nuevo se elevaba hacia el cielo y se perdía en la luz de las estrellas, aunque él seguía bailando mientras ella observaba desde muy, muy lejos.

Estela escribía las cartas más tristes y luego observaba cómo se quemaban, y esa era su forma mirar al futuro. No esperaba nada ni de los demás ni de sí misma, porque no tenía valor para hacerlo. Los desengaños duelen, ¿verdad? A veces es mejor no albergar ilusiones, y así no tener nada que perder.

Martin, sin embargo, contaba con el respeto y la admiración de todo el mundo. Hablaba y se movía con la arrogancia y la seguridad de quien se sabe triunfador. Se vestía de colores oscuros, se pintaba las uñas de negro y jugaba con cuchillas. Se hacía cortes en la piel y dejaba que las chicas lo acariciaran con una mezcla de miedo y excitación, porque su aspecto y sus cicatrices reflejaban su visión del mundo, decadente y sombrío, con él sentado en el centro. Eran el mismo grupo de amigos, los mismos chicos que, años atrás, echaban a correr después de llamar a una puerta. A veces bebían y escuchaban música, y a veces simplemente pasaban el tiempo y dejaban que se escurriera entre sus dedos. Pero Estela, con sus pasos torcidos y su ropa gastada, con el alma gótica y el corazón roto, miraba y sonreía sin ser querida, sin pertenecer, y en ocasiones, sin existir.

—Mi padre tenía un arma —dijo una vez—. Era militar.

—Tráela un día —respondió Martin—, y jugaremos a la ruleta rusa.

En aquel momento sonrió, y Estela no supo si se reía de ella, de su temeridad o de su muerte, tan imposible. Él era un triunfador. Y los acordes sonaban de nuevo, Knock-knock-knockin’ on heaven’s door, y bailaban, y reían y jugaban. Pero las puertas del cielo quedaban muy lejos.
Entonces se rompieron, como se rompen todos los grupos de amigos cuando crecen y reciben los primeros golpes.

 

—Eres mi mejor amigo —había dicho Cris, y con esas palabras le rompió el corazón a Martin, y Martin se enfadó, y lloró, porque ya no era quien creía que era, y lo pagó con todo el mundo.

Cris era la niña más guapa cuando corrían de una casa a otra, y se había convertido en la chica más guapa cuando cambiaron las casas por los bares. También fue el primer desamor de Martin.

¿Lo has adivinado? Estela fue el blanco de su ira, Estela, que jamás habría sido capaz de hacerle el menor daño. Martin fue cruel como sólo puede serlo una persona herida. Estela callaba, sonreía y se mantenía a su lado día tras día, como el perro herido que no conoce más que el trato de su amo, duro, injusto y doloroso. Porque Estela seguía siendo la niña que prefería la humillación a la soledad, y nunca había conocido otra cosa.

—Os propongo un juego —dijo Cris, y Martin sonrió y asintió, porque siempre sonreía y asentía cuando Cris hablaba, a pesar de todo—. Escribiremos una carta de suicidio. Cada uno escribiremos lo que diríamos en una carta si nos fuéramos a quitar la vida hoy mismo. Luego elegiremos la mejor de todas y el que gane será nombrado el mejor suicida del grupo.

Compraron bebidas, se sentaron en torno a una mesa, en el suelo, rodeados por vasos, hielo, folios y lapiceros negros. Escribieron sus últimas palabras, las cartas de despedida de sus seres queridos. Estela no se inventó nada. Recordó una de las cartas que había quemado, dirigida a Martin, como todas ellas, rogando, suplicando que dejara de herirla con sus burlas, que no se riera de su fidelidad y de su amor. Y la escribió de nuevo.

Pensaron en sus últimas palabras, como digo, y fueron serios y honestos, porque lo había propuesto Cris y Cris siempre obtenía la mejor atención. Las leyeron, y a veces rieron y a veces guardaron silencio, sin saber qué decir.

Entonces Estela leyó sus últimas palabras:

—Por favor, basta.

Y eso fue todo.

Martin comenzó a reír, y los demás le imitaron. Estela contuvo el aliento y cerró los ojos. Los acordes sonaron de nuevo, esta vez en su cabeza. Llama a las puertas del cielo, decían las voces, llama como hacían tus amigos, cuando erais niños, y entonces sal corriendo.

Estela pensó: “tengo un arma en el bolso”. ¿Qué ocurriría, si me atreviera a usarla?
Sacaría el arma. Sonreiría y dispararía, y volvería a disparar, apuntando a la cabeza con calma, sin dejar de sonreír. Primero moriría uno, y luego otro. Cris, que sería la tercera, la miraría y querría gritar, pero su boca se deformaría en una mueca, y cuando apretara el gatillo su sonrisa se esparciría a su alrededor, como un diente de león un día de viento, y en ese momento nadie lloraría su muerte.

Se volvería hacia Martin, y caminaría hacia él, despacio, cojeando, como había hecho durante toda su vida. El, asustado y débil, querría suplicar y disculparse, pero sería demasiado tarde. Pondría el arma en su sien, y dispararía, y entonces, sólo entonces, se echaría a temblar.

“Pon mis armas en el suelo”, decía la canción, “porque ya no puedo dispararlas”.

Estela se dejaría caer sobre la alfombra, y lloraría como tantas otras veces, pero esa noche sería diferente, porque se habría atrevido, por primera vez, a llamar a las puertas del cielo en nombre de los demás, y a salir corriendo mientras ellos se quedaban atrás, incapaces de alcanzarla.

Llegarían los adultos, y se escucharían muchos gritos y muchas lágrimas. La taparían con una manta y le darían calmantes. Verían las cartas de suicidio, las últimas palabras de cada uno de aquellos chicos, y el arma en manos de uno de ellos, que se había disparado en la cabeza, y darían gracias al cielo porque Estela había sobrevivido a aquella noche horrible, a aquel suicidio pactado, y se lamentarían porque algo había fallado en la educación de aquellos chicos.

 
—Por favor, basta.

Martin comenzó a reír y los demás le imitaron. Pero cuando Estela se echó a llorar, todo el mundo guardó silencio.

—Sí, ya basta —dijo Martin—. Lo siento, Estela. Perdona por habernos reído.

Entonces la miró y sonrió sin alegría, consciente, quizá, de que no tenía motivos para sonreír.

Estela callaba y le miraba sin atreverse a romper ese silencio, con el bolso a su lado, con la mano dentro del bolso, con el gatillo de la pistola entre sus dedos.

Martin mantuvo la mirada y la sonrisa se hizo más amplia. Estela recordó muchos momentos de su vida, algunos felices y otros no tanto. Recordó las carreras que no corrió cuando era una niña, y a sus amigos esperando en la esquina de la calle riéndose a carcajadas. Recordó los bares atestados y ella caminando con las muletas y las piernas torcidas, mientras ellos apartaban a la gente para que pudiera pasar. Recordó a Martin llorando y siendo cruel, dejando que ella le viera en sus peores momentos, como nadie le había visto nunca.

Martin mantuvo la sonrisa y Estela, con la vida de todos ellos en sus manos, se la devolvió. Soltó el arma, sacó la mano del bolso y se limpió las lágrimas, mientras los primeros acordes de la canción volvían a sonar en su cabeza.

 

 

 

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