LA MUERTE Y EL ANTICRISTO



Buenas, buenas.

Venimos hoy con una entrada terrorífica.

Que ¿cuál es el motivo?

Jesús Durán y una servidora participamos hace poco en una competición literaria de relatos de terror. Seremos sinceros: la convocatoria era un poco así. Por varios motivos que no vienen a cuento. Pero lo suficientemente así como para tener claro desde el principio que seguramente nada que presentáramos iba a ser elegido. Así que escribimos un poco lo que nos dio la gana.

Un poema y un relato.

El poema, con justicia, debería haber sido seleccionado, porque es original y cuenta una inquietante historia de miedo. Y porque, vaya, es bueno, tampoco vamos a pecar de humildes, que para algo somos escritores. Su título: Averno.

El relato es una adaptación satánica del cuento navideño El niño que no quería regalos por Navidad. Nada más ni nada menos que una gamberrada. Los escritores también tenemos derecho a divertirnos de vez en cuando (no todo va a ser desnudar el alma en los escritos, beber para anestesiarse y luchar a muerte contra las ocasionales páginas en blanco) y una convocatoria así es una ocasión perfecta para hacerlo. Como los Zenda.

Como no nos los seleccionaron, los compartimos aquí contigo. Mejor en el blog que en una antología cualquiera.

Esperamos que te gusten.




Averno
	«No hagas el mal y no existirá».
					Leon Tolstoi.
«No permitiré que te marches.
Tus gritos no se oirán
en ningún lugar».

Reza una nota dejada
a tu lado, junto a la cadena
que va de la pared
al grillete apretado
que rodea tu cuello.

Estás en ¿ninguna parte?,
casi en completa oscuridad;
una vela que apenas alumbra
muestra el cuerpo de tu compañero,
cubierto de sangre.
Inmóvil, respira con dificultad.
No sabes qué ha pasado.
¿Qué ocurrirá?
¿Cómo has llegado
a este momento?

Maldito cuervo.
Maldito.

Atravesando el desierto
con aquel viejo,
decidisteis robarle,
jugar a ser malos,
rebeldes y sin miedo.
Y al negarse a ceder
con el forcejeo
le clavaste un cuchillo
en medio del pecho.

Tu compañero, asustado
por lo que habías hecho,
lo que había visto,
te agarró por los hombros
―chillando―
mirándote aterrado, 
con total desconcierto.

El viejo te estudió fijo,
moribundo y vivo
—al mismo tiempo—,
y te maldijo gritando
a los cuatro vientos.

El aire se volvió viscoso;
la noche,
espesa y caliente,
repugnante,
con olor a cieno.
Perdisteis el sentido.
Sonaba la letanía del viejo 
cuando el pájaro 
de negro plumaje
apareció graznando.

Maldito cuervo.

Ahora tus ojos
ven todo con claridad;
ambos estáis apresados
en aquel lugar incierto.
El viejo te está mirando.
Quieto.
Sabes que jamás 
saldrás viva de ese lugar.
Son tus pecados, 
todo tu mal,
aquella mala vida
lo que se agarra 
—en realidad—
y sujeta tu cuello.

El viejo os sometió
y te mira pasivo,
sonriendo:
no está muerto.

Es el testigo
de vuestro final.

Perversa maldición.
No era un hombre,
tampoco un cuervo.
Era la muerte.

Y el desierto,
el averno.



El niño que no quería regalos por Navidad


—¿Estás seguro? —preguntó con curiosidad el anciano al niño que tenía sentado sobre las rodillas. Durante los últimos diez minutos, aquel escuerzo que no tendría más de siete años había estado enumerando todos los regalos que quería que recibieran por Navidad sus padres, sus abuelos, sus primos, sus tíos, sus amigos del colegio y hasta sus profesores. Pero cuando le había preguntado qué quería para sí, sin dudar un momento había respondido «Nada».

El niño asintió con la cabeza.

—Pero, vamos a ver, ¿cómo es que no quieres nada para ti?

—Porque no necesito nada, solo quiero ver a los demás contentos con sus regalos.

El anciano miró fijo al niño, como estudiándolo, para asegurarse de que no cambiaría de idea con la presión del silencio, y después sonrió con deleite.

—Dime, ¿has sido bueno este año? —le preguntó entonces.

El niño volvió a asentir; parecía sincero. El anciano se alegró de nuevo, satisfecho.

—Sea, pues.

—¡Gracias, Santa! —exclamó el niño dándole un efusivo abrazo.

—Ea ea, ya está —dijo él devolviéndole el abrazo—. Hala, vuelve con tus padres, que hay otros niños esperando —le instó al tiempo que lo bajaba de sus rodillas.

Cuatro horas más tarde, Santa subía resollando las escaleras que llevaban a la azotea del centro comercial. Allí se reunió con sus renos, que lo aguardaban descansando, reponiéndose de las continuas travesías. Cuando consiguió recuperar el aliento, les dijo:

—Creo que por fin lo he encontrado; se llama Samael y tiene siete años. Esta Nochebuena lo tentaremos —anunció—. Sé que es aún muy joven, pero, si pasa todas las pruebas, creo que de aquí a unos pocos años estará preparado.

Los renos bramaron de alegría, él sonrió dichoso. «Por fin», se dijo con alivio acariciándose la larga barba; tenía la certeza de que la búsqueda había concluido: desde hacía ya tres años, cuando empezó a sentarse sobre sus rodillas, el pequeño Samael le decía todas las Navidades que no quería regalos para sí, pero sí para todos sus allegados. Sin saberlo, el niño había superado con éxito la primera prueba, la más difícil. Santa estaba seguro de que no tendría problema alguno para superar todas las demás.

Retiró los cuencos con agua para los renos, que, por cierto, no recordaba haber dispuesto, y se sentó en su trineo, sintiendo que las piernas y la espalda se lo agradecían de buena gana después de haber subido hasta aquella azotea. Ya no estaba para esos trotes. Desde hacía tiempo sabía que antes o después no podría hacer su trabajo, lo notaba en los huesos; no le quedaban muchas Navidades. Cada año tardaba más en repartir los regalos y en la última Nochebuena habían estado a punto de pillarle en flagrante varios niños, lo que era por completo inadmisible. Pronto le llegaría su momento de pasar el testigo. No obstante, a partir de entonces podría dormir tranquilo, porque, tras años y años de búsqueda, por fin había encontrado un sucesor.

Samael observó cómo se elevaba en el aire desde la azotea el trineo. Estaba oculto en el portal del edificio de enfrente. Una macabra sonrisa se formó en su cara haciendo desaparecer su aspecto infantil por completo. La tercera fase de su plan había funcionado: tenía en el bolsillo al lerdo de Santa.

Una vez gestionada su adopción, hacía tres años, por una familia de bien, había sido fácil aparentar que era todo felicidad. «Bueno, no tanto», se dijo. En muchas ocasiones había tenido que hacer verdaderos esfuerzos para no golpear hasta la saciedad, con rabia, a sus padres adoptivos. Eran unos pesados, no lo dejaban ni un momento en paz, ni un momento. Además, los odiaba a muerte, le parecían más falsos que Judas. Un matrimonio mayor en crisis que pensaba que adoptar un niño solventaría sus problemas personales. Se mentían el uno al otro, no hablaban jamás los temas importantes y se dedicaban a consultar en sus móviles la entrada de mensajes como si fuese lo único de interés en su vida. Y lo peor: se peleaban entre sí por llevarse su atención.

Muchas noches, amparado en la oscuridad, los observaba dormir en la cama, cada uno en una punta, dándose la espalda. Él nunca dormía, no lo necesitaba, pero disimulaba para no levantar sospechas. Pensaba, mientras los contemplaba, en lo sencillo que sería seccionarles la carótida con el cuchillo. Entonces apretaba el mango con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos. «Ahora no, ahora no no no», se repetía para no malograr su plan. No sin un cierto esfuerzo, conseguía calmarse y regresaba a la cocina para dejar el cuchillo en el taco de madera.

Ya daría cuenta de ellos en su momento. Pronto, muy pronto.

Mantuvo la sonrisa pensando en la primera fase mientras observaba cómo se alejaba el trineo de Santa.

Comenzó con calma el camino de regreso a su casa. Había dejado a la niñera durmiendo con una droga que le había puesto en la comida. Tenía tiempo y no quería llamar la atención, no fuese que alguien se preguntase qué hacía un niño tan pequeño solo en la calle. Aunque, por otro lado, todos caminaban con la vista fija en sus móviles, ajenos al mundo exterior.

Llegó a casa. La niñera aún dormía.

Entró en su habitación y cogió un teléfono secreto que escondía debajo de su mesa de estudio. Introdujo una clave y esperó respuesta.

—La tercera fase está en marcha —dijo y colgó sin añadir nada más.

Sonrió de nuevo mientras extraía una bolsa de plástico cerrada al vacío, oculta junto al móvil, y la ponía sobre la mesa. Contenía tres pulgares humanos y tres anillos. Le pasó la mano por encima y se estremeció de placer, recordando.

—Ahora de magos ya no tenéis nada —comentó en voz alta. Se lo dijo a sí mismo, pero en realidad era un mensaje para el mundo.

Le gustaba evocar cómo los había engañado las Navidades pasadas a ellos también, en la última entrega de regalos. Junto con sus ayudantes los atacó y, una vez que los tenían atados y amordazados, les dio el golpe de gracia, a cuchillo. Recordaba sus miradas de auténtico espanto en aquel momento, tras años en los que parecía que se había creado una confianza inquebrantable entre los cuatro. Qué satisfacción había sentido, la que más le llenaba: cuando la gente se sentía engañada y traicionada, por completo perdida.

Guardaba con cariño los pulgares con los que accedió entonces a los almacenes de juguetes burlando el control de entrada mediante huella digital. Eran un recuerdo. Además, le gustaba pensar que aquellos trozos de carne una vez estuvieron dentro de sus delicados guantes de terciopelo blanco. Los anillos eran nada más y nada menos que un trofeo; no los había lavado, aún estaban manchados de la sangre de sus antiguos dueños.

Los niños ese año se iban a encontrar con unos regalos muy interesantes… Ningún presente sería el pedido en las cartas escritas a mano con tanta emoción. Y, por supuesto, ninguno funcionaría: todos todos estarían rotos. Seguro que sus padres se quedarían con la boca abierta cuando los abordasen con preguntas incómodas.

Le entró un mensaje en el móvil: Trineo saboteado, el sujeto ha sido atado y amordazado. Soltó una carcajada que sonó como el graznido de un cuervo. Pensó que, pese a ser el anticristo o la bestia, o como quisieran llamarlo con el paso del tiempo, nadie podía negar que había ideado un plan perfecto.

Y es que circular en trineo puede tener consecuencias fatales si los renos van drogados.

Empezó a sentir calor, era muy muy agradable.

Se había ganado la confianza de Santa, como antes la de los otros tres heraldos de la Navidad. Ahora tocaba destruirlo también a él. Quería tomárselo con más calma esta vez, además. Quería disfrutar, jugar con Santa más tiempo, como el gato con el ratón, que sus pequeños ojos risueños no lo reconocieran hasta el último momento, cuando le asestase el golpe mortal. Lo tenía todo pensado. Lo torturaría durante horas de la manera más horrible.

Tembló de placer. Le caía mal el anciano, siempre con moralismos y frases hechas, repetidas hasta la saciedad. Su muerte significaría además el fin de la Navidad. Esto era lo importante: robar la esperanza, por completo, que no se experimentase en el mundo. Pobres mortales, pobres almas mediocres, que vivían las ilusiones en días contados.

Pero antes le sonsacaría al gordo el lugar en que guardaba los juguetes. Adjuntaría en todos y cada uno de ellos una tarjeta musical, pero sin música, con un mensaje en su lugar para que lo escuchasen los niños: les diría que la Navidad se había terminado, que no volverían a tener otra nunca nunca más. Incluso imitaría la voz de Santa, para causar mayor efecto y confusión.

Pensaba que tal vez, en el interior de la tarjeta, cambiaría los habituales dibujos de motivos navideños por una fotografía del estado en que había quedado ese bufón de la Navidad, ese repartidor de felicidad. Sonrió ante esta repentina idea.

La noche prometía. Pero primero esperaría a sus padres, que en breve regresarían del trabajo. Caminó despacio hacia la cocina.


Cosas que pasan: tiempo después el Anticristo acabó trabajando de paleontólogo. No somos nada.

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