Hace poco participé en un taller de creación de diálogos que me gustó bastante.
Aprendí a puntuar correctamente, que es lo de menos, técnicas para hacer los diálogos más fluídos, que eso está muy bien, y algunos consejos bastante interesantes. Los diálogos son el punto débil de muchos autores noveles, que intentan “escribir igual que se habla” y eso, que en teoría está muy bien, en la práctica es un asco.
En ese curso escribi un microrelato. ¡Lo leyeron en un programa de la escuela!
Como hoy hace calor, y en días como éste uno lo único que quiere es tomar un café fresquito con las amigas, y plantar flores y charlas de cosas insustanciales, he pensado que es buen momento para compartirlo.
Que lo disfrutes.
—¿Has venido a ayudarme o a criticarme, mona?
—No te enfades, cielo. —Mona no era el nombre de la mujer. Se llamaba Linda—. Estás muy estresada. Tómate el café, que se va a enfriar. Coge una pasta de las mías. Son muy ricas.
—He dicho que no, que me pongo como una foca.
—Sólo digo que estás muy delgada y tienes que comer. Tenemos mucho trabajo, a ver si te vas a desmayar.
Rosa estaba delgada si se la comparaba con alguien como Linda, que se había zampado unas cuantas pastas.
—Te pareces a mi marido —dijo Rosa—, siempre criticándome. Paco se quejaba de que no tengo tetas. Yo le decía que me pondría tetas nuevas cuando él adelgazara. Pero él no hacía más que engordar, así que no le importaría tanto.
—Ya lo veo, ya. ¿Cuánto pesa?
—Por lo menos ciento veinte kilos.
—¡Pues más a mi favor! Anda, come unas pastas, querida.
El café se había enfriado cuando salieron al jardín. La caja de pastas estaba vacía.
—¿Ya has pensado dónde lo quieres?
—Debajo del tilo —respondió Rosa—. Creo que la tierra estará blanda ahí, porque regamos mucho. Quiero plantar unos tulipanes y unas adelfas.
—Las adelfas dan dolor de cabeza y necesitan poca agua. No te van a agarrar.
—¿De verdad?
—Eso me contó Juan Roberto, el del vivero. —Linda se puso una mano en el pecho— Sabes quién te digo, ¿no? Ese chico moreno tan mono que siempre va sin camiseta.
—¿El de la barba y el palillo en los dientes?
—No, hija, ese es más viejo que yo. El jovencito que se ocupa de los pedidos. Ayer me dijo que cuando yo quisiera venía a mi casa a cuidarme las flores y lo que yo le mandara. ¿Crees que se estaba insinuando?
—A lo mejor sí; el día que fuimos juntas te miraba raro. ¿Te dijo que las adelfas dan dolor de cabeza?
—Y que necesitan poca agua. Yo las pondría más lejos.
—Entonces plantaré sólo los tulipanes. Bueno. ¿Empezamos?
—Claro, querida. Voy a por las palas.
Paco, el marido de Rosa, el que se quejaba del tamaño de sus tetas, estaba tumbado en mitad del césped y comenzaba a oler un poco mal. Como pesaba bastante más de ciento veinte kilos, enterrarle fue más trabajo del que esperaban. La tierra, eso sí, estaba blanda.
—Pues ya está —dijo Linda mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo—. Estoy agotada.
—Yo también estoy cansada. No habría podido hacer esto sin ti, no sabes cuánto te lo agradezco.
—¿Para qué están las amigas? Además, vendrás a mi casa algún día, ¿no?
—Sí, claro. Tendré que comerme algunas pastas de esas tuyas antes de ir.
—Oh, no te preocupes, tardaremos poco tiempo. —Linda sonrió de forma traviesa—. Mi Adolfo lleva dos meses a dieta.