He hablado en alguna ocasión de los detalles de los personajes, ya sabes, esos pequeños destellos que dan fondo a una personalidad, que marcan la diferencia entre un protagonista y un personaje secundario.
Me refiero a la adicción de Sherlock Holmes a la cocaína o a su descarada ignorancia sobre las bases de la astronomía, o a la pasión con la que Hermione Granger defiende a los elfos domésticos.
Los secundarios son como el aliño de un buen plato: de ellos depende que la receta funcione o que los comensales pierdan repentinamente el apetito.
Los secundarios dan lo mejor de sí en las escenas cotidianas. ¿Por qué nos gustan tanto este tipo de escenas? Porque nos permiten identificarnos con los personajes, podemos comparar sus reacciones con las nuestras ante situaciones similares.
Esto lo sabe bien Terry Pratchett. Cuando creó a uno de sus personajes más famosos, la Muerte, su gran logro fue dotarlo de reacciones humanas, tan cercanas que nos parecen cómicas.
-¿Cuál dijo que era el trabajo? -inquirió Lezek dirigiéndose al esqueleto de negra túnica sin
mostrar la más mínima sorpresa.
ME DEDICO A ACOMPAÑAR A LAS ALMAS AL OTRO MUNDO -respondió la Muerte.
-Ah -dijo Lezek-, claro, claro, perdone usted, por la ropa debí haberlo adivinado. Un trabajo
muy necesario, y muy estable. ¿Hace mucho que se dedica al oficio?
DIGAMOS QUE LLEVO BASTANTE TIEMPO EN ESTO -respondió la Muerte.
Así que aquí estoy, pensando en la cháchara de sobremesa, en los pequeños gestos de mis personajes, en la convivencia, en el roce y el cariño que surge entre ellos. Las escenas cotidianas, si las manejamos con cuidado, es decir, si nos aseguramos de que aporten algo a la historia o al personaje, serán nuestro mejor puente a la empatía.
Lo mejor de escribir es poder vivir ese tipo de momentos con tus personajes, y recrear así las vidas que se te han escapado. Más o menos.
Estoy de acuerdo, sin un buen ambiente para poner al lector en situación no es posible una buena historia.