Una vez leí u oí, no recuerdo dónde, que los suicidas en realidad no quieren morir, lo que quieren es cambiar su vida, pero no saben cómo conseguirlo.
Y es que, cuando estamos deprimidos o tenemos una depresión, somos incapaces de ver más allá de la agonía en la que estamos sumidos, nos falla la perspectiva temporal, el maldito presente se nos hace permanente, una prisión de la que no nos es posible escapar, y el futuro, la tierra prometida, la salvación, nos parece por completo inalcanzable. Sentimos que no hay nada que hacer.
Pero, como dice el refranero español, “No hay mal que cien años dure”. Nada es para siempre, todo puede cambiar en cualquier momento, con nuestra ayuda o sin ella.
A veces, como le ocurre al protagonista de este relato –un hombre en plena crisis de la mediana edad que no ve otra solución a su problema que quitarse de en medio–, basta con sentarnos en un lugar apacible y permitir que nuestra imaginación vuele más allá de los límites de nuestra agonía.
A veces con solo esto basta.
Espero que os guste el relato.
EL TREN DE LAS TRES TREINTA
Con decisión entra a la estación.
Hoy va a coger el tren de las tres treinta. Pero no necesita detenerse a sacar un billete, porque el tren de las tres treinta es un tren de alta velocidad que pasa por la estación sin parar en ella.
Llega con tiempo de sobra. Sabe que el siguiente tren de los que sí hacen parada no pasará hasta dentro de una hora. Y que, por lo tanto, los andenes están vacíos. Y él prefiere que sea así. Quiere tener intimidad y, también, la oportunidad de disfrutar de un momento de calma antes de alcanzar su momento de gloria.
Lo que se dispone a cometer no es un acto desesperado, ni él es un enfermo mental. Está perfectamente cuerdo. Y es un hombre tranquilo y sensato. Y muy ordenado. Ha dejado hasta el último de sus asuntos arreglado. Y cartas de despedida para todos y cada uno de sus allegados: su mujer, su hija, sus otros familiares cercanos, sus mejores amigos, su jefe, su abogado. Todas incluyen una misma explicación con la que trata de justificar su proceder, una excusa, un alivio para la conciencia de los correspondientes destinatarios, algo tan prosaico como una serie corta de palabras escritas mediante la cual da a entender que está enfermo, muy enfermo, que le queda de vida tan solo un mes, y que antes que agonizar en la cama de un hospital prefiere terminar su existencia de esta otra manera: rápido, de una vez.
En el fondo no está mintiendo, mas tampoco está contando la verdad. Pero, en situaciones como esta, la verdad… es un detalle sin importancia.
La verdad es que en la vida, como siempre, no le va mal, en ningún aspecto. Por supuesto que goza de buena salud, de hecho, de una salud envidiable; nunca ha sido un hombre de excesos. Y tiene un buen trabajo, y en el trabajo se le aprecia. Y está casado con una mujer encantadora, que lo quiere, y que lo ha querido siempre, sin remordimientos. Y tiene una hija adorable, ya en la universidad. Tiene todo lo que podría desear tener para ser feliz. Pero él no lo es porque se ha cansado de vivir. O se ha cansado de vivir porque no es feliz. El huevo o la gallina…, tanto da. Y no es feliz porque puede sentir con dolorosa nitidez cómo su cuerpo poco a poco, con el paso del tiempo, va deteriorándose sin remisión. Y porque realmente en el trabajo ya no le queda meta alguna por alcanzar. Y porque, desde hace tiempo, su matrimonio agoniza herido de muerte por la rutina diaria. Y también porque, pese a que le cuesta tener que aceptarlo, sabe que su hija ya no necesita nada más de él. Por todo esto no es feliz. Por esto y por algo más.
Si ha de ser sincero, la verdad, lo que no ha querido ni quiere confesar porque es vergonzante, es que está aburrido, que es un enfermo terminal de tedio crónico, que se ha cansado de vivir porque ya no encuentra placer en nada: ni en la mesa, ni en la bebida, ni en la práctica del sexo —o al menos no con su esposa— ni en la de ninguno de los escasos hobbies que tiene (que tenía), ni en un trabajo bien hecho, ni en ninguno de los innumerables detalles cotidianos que antaño le alegraban el corazón desde que se levantaba de la cama por la mañana. Nada de todo esto le llena ya. Porque ya casi no siente nada.
A lo largo de los últimos años ha sido testigo obligado de cómo paulatinamente todos sus sentimientos —la pasión, la alegría, el amor…— iban adormeciéndose uno tras otro para no despertar jamás, de cómo día a día se iba muriendo. Y está absolutamente convencido de que no hay nada que él pueda hacer para que este mal que lo aqueja, esta lepra del alma, se detenga. Porque es inherente a la edad. Y porque se alimenta de sus emociones y, por ende, a costa de estas, no va a parar de crecer hasta que no las haya agotado todas, hasta que él no deje de sentir. Y porque se extiende con una fuerza arrolladora que supera con creces a su fuerza de voluntad. Y porque empezó ya ganando una partida de la que él se siente incapaz de salir vencedor porque desconoce las reglas del juego. Y desde que está perdiendo, desde que percibió los primeros síntomas, desde el principio de esta crisis personal, la vida para él ha ido tornándose más y más en una pesadilla: en la repetición incesante de una misma jornada agotadora que no le reporta nada en absoluto. O mejor dicho, nada bueno.
Pero unos meses atrás, en lo que él considera que fue un breve despertar, un momento de lucidez, tras mucho razonar sobre el asunto decidió que, por una vez en su vida, iba a hacer trampas. Porque ya no podía, ni puede, soportarlo por más tiempo. Ni vivir así ni vivir siendo consciente de que el resto de su existencia va a ser así, así, así de vacía, dolorosamente vacía, porque los recuerdos felices, los de su vida de antaño y, también, los de una vida que un día soñó, pero que nunca tuvo, en resumidas cuentas: de lo que él entiende por vida, aún están vivos y coleando, haciendo que su vida de ahora no sea más que una perpetua nostalgia de la vida auténtica. Así no se puede vivir, porque es una tortura.
Podría haber tenido una aventura, haberse buscado una distracción placentera, haber llevado a cabo un intento, desesperado y patético, de regresar al pasado, de volver a disfrutar alguno de los sentimientos perdidos, de engañarse a sí mismo para aliviar, al menos en parte, la desazón que siente. Muchos otros lo hacen a su edad. Pero él no. Él no es de esos. Él no sería capaz de apuñalar por la espalda a nadie y menos aún a su esposa. Le debe demasiado: el respeto que inspiran treinta años de amor incondicional. Además, sabe que la culpa es un sentimiento con el que tampoco podría vivir. Y en todo caso una aventura no habría sido sino un alivio puntual y pasajero, un fuego de artificio, pero no una solución. Como tampoco lo habría sido acudir a un psicólogo para terminar teniendo que tomar antidepresivos para los restos. No. En realidad no hay solución posible. Y de entre los placebos que tiene al alcance de la mano, él prefiere este otro, definitivo. Sí, él prefiere irse así, en estado de gracia y por la puerta grande, antes que tener que vivir anestesiado y, sobre todo, antes que hacerle un daño irreparable a alguno de sus seres queridos. Indudablemente, estos llorarán entristecidos por su pérdida. Pero, en definitiva, este día, esta ocasión, el Final, era inevitable: antes o después iba a llegar. Él tan sólo lo está marcando en el calendario. Y va a ser un buen final, un final limpio, una muerte tan rápida que es completamente indolora, un golpe de gracia dado a una velocidad de doscientos kilómetros por hora.
Pasea despacio a lo largo del andén hasta que llega a un lugar que lo satisface: apartado, a pleno sol, en el que hay un banco. Se sienta, se arrellana, saca del bolsillo interior de la chaqueta la cartera y la deposita sobre el asiento del banco, y sobre ella deposita el reloj de pulsera y el anillo de boda. Llegado el momento previo al último momento, dejará atrás también la chaqueta, la dejará colocada con esmero, perfectamente doblada, sobre el respaldo del banco; es una buena chaqueta: que se estropeara, piensa, sería una lástima. Saca de un bolsillo lateral una cajetilla de cigarrillos. Dejó de fumar cuando iba a nacer su hija, hace veintiún años ya, pero hoy, por ser este un día tan especial, ha querido darse un capricho, concederse un último deseo: fumar uno o dos cigarrillos antes de dejar de fumar para siempre. Le quita despacio el envoltorio, la abre, se la acerca a la punta de la nariz e inspira con fruición el aroma que desprende el tabaco de los cigarrillos. Huelen bien, mejor sabrán. Elige al tacto uno de ellos, lo extrae con suavidad de la cajetilla y se lo lleva a los labios. A continuación saca de un bolsillo del pantalón su encendedor de oro. No lo ha usado desde hace más de dos decenios. Tuvo que invertir ayer algún tiempo en limpiarlo y en recargarlo con gas. Lo abre disfrutando de ese blink tan particular, tan fino, que produce la bisagra de su tapa al ser accionada. Lo enciende de un golpe y prende con él el cigarrillo, aspirando el humo con ansia. Casi inmediatamente siente en el pecho el primer golpe que le atiza el tabaco: se le cierran los pulmones violentamente, tanto que por un momento cree que, después de tanto planear, al final va a morir asfixiado. Tras realizar, no sin un cierto esfuerzo, un par de inspiraciones profundas, consigue volver a respirar normalmente. Pega otra calada, esta más moderada, y siente el segundo golpe donde el primero: momentáneamente el corazón se le acelera, latiendo con tanta furia que le parece que se le va a salir del pecho. Pega otra calada y siente el tercer golpe en la cabeza: un mareo pasajero. Pega otra y no siente nada. Excepto que el humo sabe a rayos. Y también que el tabaco le sienta tan bien… Con parsimonia le va dando al cigarrillo calada tras calada, disfrutando del efecto que la nicotina ejerce sobre su cuerpo y sobre su mente…, con la calma.
Pasados unos minutos, termina de fumar el cigarrillo y tira la colilla hacia la vía. La observa mientras cae: la brasa extinguiéndose seguida de una cola blanca. Parece una estrella fugaz en miniatura. Si estuviera de humor para bromear, le habría pedido que le concediera un deseo. Pero no lo está y, en cualquier caso, para él ya es demasiado tarde para desear. Se reclina sobre el respaldo del banco y mira alrededor suyo. El cielo hoy se ha vestido de domingo. No hay ni un alma a la vista. Y no se oye ni un ruido, ni siquiera el del motor de los coches que circulan por la autopista cercana. Parece como si el mundo ya le estuviera dedicando un minuto de silencio. Pero justo antes de que la cuenta llegue al segundo sesenta, el silencio es roto repentinamente. Por el sonido de unos pasos. Unos pasos ligeros que se aproximan. Vuelve el rostro hacia el origen del ruido y su mirada se encuentra con la de un niño, más un escuerzo que un niño, que con resolución camina hacia él. No debe de tener más de diez años. Y porta bajo un brazo una caja de bombones. Una caja enorme.
«Un niño es un inconveniente», piensa apesadumbrado. No le gustaría que ese crío fuese testigo de lo que va a suceder allí en unos minutos.
—Hola —le dice el niño con soltura al llegar a su altura.
—Hola —replica él.
—¿Sabe si el tren de las tres y veinte ha pasado ya?
Él frunce el ceño, extrañado. Juraría que a las tres y veinte no para en la estación tren ninguno. Es más, que, a esa hora, ni siquiera pasa uno por ella.
—No —contesta.
—¿No lo sabe o no ha pasado? —le pregunta el niño con retintín.
—No ha pasado —responde él.
—Ah. —El niño se sienta a su lado con la caja sobre su regazo—. Son los mismos cigarrillos que fuma mi abuelo —comenta, señalando con la barbilla la cajetilla que yace sobre el asiento del banco.
—Mmmh.
El niño comienza a balancear las piernas, que no le llegan al suelo, hacia delante y hacia atrás, inquieto, poniéndolo nervioso a él. Con lo en calma que estaba antes de que apareciera…
—¿Viajas solo? —le pregunta, ya irritado, después de un par de minutos al mocoso. Quizá tenga suerte y alguien se lo lleve consigo a otra parte del andén.
—Ajá. Mi mamá dice que si tengo edad suficiente como para desmontar el televisor, la tengo también para viajar solo en tren —explica el niño con algo de afectación.
Él ríe entre dientes ante esta respuesta y, sin pensar, pregunta con curiosidad:
—¿Y tu padre qué dice?
El niño se encoje de hombros secamente y contesta:
—No tengo padre.
—Vaya —suelta él, diciéndose: «Qué oportunidad de callarme acabo de perder». Y, sin saber qué más decir, tan sólo añade—: Lo siento.
—No lo sienta, que no está muerto: dejó a mi mamá cuando ella se quedó embarazada de mí.
Él, para evitar volver a decir algo inoportuno, no dice nada, pero menea levemente la cabeza pensando: «Menudo pedazo de cabrón».
—Mi abuelo, cuando habla de él, siempre lo llama «el cabrón». ¿Sabe usted lo que es un cabrón?
—Sí…, esto…, es… una mala persona —contesta él algo turbado; «cabrón» es una palabra demasiado grande para salir de una boca tan pequeña.
El niño asiente moviendo vigorosamente la cabeza y le pregunta:
—¿Sabe usted si eso se hereda?
—No… No lo creo… —responde él con vacilación.
—Mmmh. Mi abuelo opina igual. Es que mi mamá siempre dice que me parezco mucho a mi padre, sobre todo en la forma de mirar, dice, cuando miro así. —El niño lo mira fijo a los ojos. Es un chaval guapo: cabello rubio ensortijado, ojos grandes color avellana, mirada viva, nariz recta salpicada de pecas, boca amplia, mentón firme. Le recuerda un poco a… El niño regresa el rostro hacia las vías y prosigue—: Y a veces me preocupa que yo también sea un cabrón cuando crezca. —Agita la cabeza y sonriendo espontáneamente proclama—: Yo cuando crezca quiero ser como mi abuelo. Mi abuelo lo sabe todo, ¿sabe usted?
—Mmmh.
—Espero que se ponga bueno pronto. Es que está en el hospital. Dice que lo han operado de la patata, ¿sabe usted lo que es eso?
Él asiente y dice:
—El corazón.
—Sí. Voy a visitarlo, ¿sabe?
—Mmmh —de nuevo musita él, y al punto se dice: «El hospital regional; está a tan solo dos estaciones de aquí».
—Mi mamá me ha dado esta caja para que se la lleve —añade el niño, mostrándole la caja—. Son los bombones favoritos de mi abuelo. Son belgas, ¿sabe?
Él mira la caja y, reconociendo la marca de la empresa productora, sonríe para sus adentros y piensa: «Tiene buen gusto el viejo».
—También son mis bombones favoritos —comenta por comentar.
—¿Ah sí? —dice sorprendido el niño. Mira la caja con mucha atención, como ponderándola, y lo mira a él de nuevo—. ¿Quiere uno?
Él sonríe afablemente al crío y le contesta:
—No, gracias. Son para tu abuelo. —Y, además, él no tiene gana alguna de comer nada.
El niño mira nuevamente la caja, esta vez muy serio y más pensativo aún. Y al cabo de medio minuto vuelve la vista a él y comenta:
—¿Sabe?, a mí cuando estoy enfermo mi mamá no me deja comer chocolate, y esta caja es muy grande: creo que no será nada bueno para mi abuelo que se la coma entera ahora que no está bien. Además, mi abuelo siempre dice que en esta vida uno tiene que ser generoso; estoy seguro de que no le importará si nos comemos uno o dos bombones.
Sin más ni más el crío comienza a luchar a dos manos con el nudo del ornamental cordel que rodea la caja, tratando de deshacerlo. Tras varios intentos infructuosos, saca presto una navaja de un bolsillo del pantalón, hábilmente la abre y de un tajo certero corta con ella el cordón. Él la mira sorprendido. Es una navaja de acero inoxidable y cachas de madera de olivo, de unos nueve centímetros de largo de filo, antigua.
—Qué navaja más bonita —dice—. ¿Me dejas verla? —le pregunta, así como quien no quiere la cosa, al niño, adelantando hacia él una mano solicitante.
El niño cierra la navaja y la deposita sobre su palma y él la gira frente a sus ojos varias veces, estudiándola. No se ha equivocado: él tiene una navaja exactamente igual que esa. Se la devuelve al crío diciendo: «Gracias».
—Sí que es bonita, ¿verdad? —asevera el niño, mirándola orgullosamente. Y, regresándola al bolsillo, comenta—: Me la regaló mi abuelo hace un par de años, por si la necesito cuando vamos de pesca. Pero yo la llevo siempre, por si acaso.
—¿Pescas? —pregunta él.
—Sí, con mi abuelo, los domingos por la mañana.
—¿Dónde?
—En el pantano.
—¿El del pueblo?
—Sí —responde el niño, asintiendo también con un movimiento rotundo de cabeza.
Él frunce el ceño. Acostumbraba a pescar allí los fines de semana, y sin embargo…
—No recuerdo haberte visto por allí.
El niño se encoje de hombros y dice:
—Es un pantano muy grande. ¿Usted también pesca?
—Solía.
—Mmmh —musita el niño. Termina de abrir la caja y, ofreciéndosela, puntualiza—: Puede coger uno, si quiere.
Él mira por un momento los bombones. Lo cierto es que tienen un aspecto tan tentador… «Qué diablos», se dice, y se decanta por uno de chocolate blanco relleno de praliné. Es del tipo que más le gusta. Está a punto de tomarlo con las yemas del índice y el pulgar, cuando el niño, retirando bruscamente la caja hacia un lado, le espeta:
—De esos no, que son los que más le gustan a mi abuelo.
—Ah, vaya —masculla algo azorado. El niño vuelve a ofrecerle la caja y él toma un bombón cualquiera de los otros. Se lo lleva a la boca y lo mastica despacio, pero no le sabe a nada. «Debe de ser por efecto del tabaco», piensa—. Gracias —dice tras tragarlo.
—Pfe nada —le contesta el niño a duras penas; se ha metido dos bombones de una vez en la boca. Cuando consigue pasarlos, le dice con entusiasmo—: Están buenos, ¿verdad?
—Mmmh-mmmh —musita él, mirando con atención al chaval. Está seguro de que le recuerda a alguien, pero no consigue dar con quién.
—Ah-ah, ya está aquí mi tren —anuncia de repente el niño señalando hacia la vía.
Él vuelve la vista al frente. Hay un tren parado justo delante de ellos. Agita la cabeza confuso: no lo ha oído llegar ni su entrada a la estación ha sido anunciada por megafonía. Ve también al niño, que lo ha abandonado, correr hacia el tren con la caja bajo un brazo. Justo antes de desaparecer por la puerta del vagón más próximo se vuelve hacia él y, agitando una mano en señal de despedida, grita: «¡Adiós, señor, adiós! ¡Quizá nos veamos algún día, en el pantano!».
El tren parte inmediatamente, sin hacer ruido, y él lo sigue con la mirada hasta que lo ve fundirse en uno con el horizonte. Con parsimonia saca otro cigarrillo, se lo lleva a los labios, lo enciende y lo fuma tranquilamente, pensando. Imagina a su hija siendo madre, y a su esposa sosteniendo de nuevo un bebé entre los brazos, de nuevo sonriendo alegre, y se imagina a sí mismo enseñándole todo lo que sabe a su nieto. Imagina una vida que, a lo largo de su última agonía, no había imaginado en ningún momento. Una vida llena. Y feliz. Y posible. Muy posible…
Tira la colilla hacia la vía, se pone el anillo de boda y el reloj de pulsera, regresa la cartera al bolsillo interior de la chaqueta, toma el paquete de tabaco y el encendedor, se pone de pie y empieza a caminar, dirigiendo sus pasos hacia afuera del andén. Al abandonar la estación, oye pasar puntualmente el tren de las tres treinta y sonríe para sí mismo: ese tren tendrá que esperarlo a él. Por siempre jamás.
Con decisión sale de la estación.