Por Jesús Durán y Libertad García-Villada

Buenos y calurosos días, nos atreveríamos a decir.
Hace un par de meses apareció una convocatoria en Twitter en la que solicitaban relatos cortos. La única condición era que en el relato debía aparecer un único personaje de una película como protagonista. Sí, «solo puede quedar uno» y no, no es esta la película que elegimos.
La cuestión es que, entre la exposición en Madrid sobre Stanley Kubrick y que a ambos nos gusta el director, decidimos recrear con un único personaje de El resplandor y, por supuesto, con todas las posibles licencias, uno de sus grandes momentos con una historia que no será lo que parece. O tal vez algo puede que sí…
Una curiosidad, por adornar un poco esta entrada, que quizá no sepas es que una de las personas que más ha criticado El resplandor de Kubrick ha sido el propio Stephen King, el autor de la novela en la que está basada, quien considera que Kubrick carecía del mínimo entendimiento del género del terror. Pero poco más podemos decir sobre la película que no se haya dicho ya, tal vez una frase del propio Kubrick en el año 1980, en una entrevista durante el rodaje, citando a H. P. Lovecraft, y así creamos interés sobre el relato: «Las cosas misteriosas… mejor sin explicación».
Aquí está el relato. Aquí está Jack.
Aquí está Jack
Jack Torrance está muy muy cabreado.
De hecho, nunca se había sentido tan fuera de sí, con un odio visceral que pugna por salir con rabia desde su interior. Ha intentado calmarse, como hace cuando se queda sin ideas bajo la ominosa sombra del «síndrome del impostor»: esos ejercicios de respiración buscando la paz interior. Mi cuerpo es un junco, mi cuerpo es un junco…
Pensaba que allí, en el Hotel Overlook, sería capaz de encontrase de nuevo con la inspiración. Nada más lejos de la realidad: está bloqueado, por completo. No consigue escribir sino una y otra vez la misma frase, como si fuera un mantra: «No por mucho madrugar amanece más temprano». ¿A cuento de qué? Ni lo sabe. El asunto le desespera. Y esta situación le llevó a otra y otra a donde se encuentra ahora. Y ahora la situación es…, ahora la situación es de absoluto descontrol.
—¡¿Habéis pensado en mis responsabilidades?! —grita con todas sus fuerzas mientras sube la escalera que lleva a las habitaciones. No entiende cómo ha podido ocurrir. Mira el hacha que lleva en la mano para derribar la maldita puerta. Sonríe torvamente—. ¡Aquí está Jack!
Obtiene un silencio sepulcral como respuesta. Sube raudo el resto de los escalones, con el ceño fruncido y la mirada enloquecida. Llega al primer piso y enfila el pasillo de camino a la última puerta. Agarra el mango de madera con tanta fuerza que sus nudillos están blancos. Pasa por delante de la habitación con esa palabra en la puerta, «REDRUM». Piensa que ya se ocupará de esto más adelante, ahora tiene una misión que cumplir: una puerta que destrozar, un lugar al que acceder. Se van a enterar. Y tanto que se van a enterar.
Ya ha llegado. Mira la puerta primero y después el hacha que carga. Retrasa uno de los pies para quedarse de lado y en equilibrio. Alza el hacha con ambas manos y descarga un golpe brutal contra el plafón superior. La hoja se queda clavada. Maldita sea. Le cuesta un esfuerzo ímprobo sacarla. Una vez que lo consigue, procede a descargar un nuevo golpe: en esta ocasión salta un pedazo de madera, que cae en la moqueta. Jack lo mira y sonríe, aunque más bien parece la mueca macabra de una persona del todo trastocada. Grita mientras continúa golpeando:
—¡Cabritillos, cabritillos! ¡Dejadme entrar! —Se seca la frente con el dorso de la mano—. No temáis, soy vuestra mamaíta, ita, ita. Si tengo la voz gruesa es porque estoy afónica.
Un trozo grande del plafón sale despedido hacia atrás al retirar el hacha. El siguiente golpe consigue arrancar un pedazo aún mayor. Jack, sudando por el esfuerzo, respira con fuerza.
—¡¿Sabéis lo que es la ética?! —exclama entre jadeos y añade—: ¡Vamos, cabritillos, dejadme entrar!
El agujero practicado permite que meta la mano para acceder al pomo de la puerta. Antes, sin embargo, intenta ver el interior de la habitación: allí está, donde lo había dejado.
Separa la cara del agujero y con dificultad introduce la mano a través de él. No es fácil llegar al pomo, en esa postura, tan incómoda. Algo le corta la palma; siente un dolor punzante y retira la mano al instante, gritando con todas sus fuerzas. Se la mira: una enorme astilla se le ha clavado profundamente. Se queja a gritos de su mala suerte mientras se saca como puede la esquirla. Vuelve a intentarlo con la otra mano, extremando las precauciones, tanteando con mucho cuidado. Alcanza el pomo y lo gira. Abre por fin la condenada puerta. El pestillo del pomo había saltado al cerrarse y la puerta había quedado bloqueada.
Maldito Hotel Overlook, todo falla.
Allí está su teléfono móvil. Se van a enterar. Piensa en lo que ha ocurrido mientras busca el número que marcó hace ya cinco horas: le apetecía una pizza cuatro estaciones, el tamaño familiar, con doble de queso. Sabe lo que esta necesidad significa: cuando la mente le exige pizza como si le fuera la vida en ello es porque ha tocado fondo, porque no encuentra la inspiración de ninguna manera, y necesita una satisfacción, algo que alivie un poco el dolor. Solo existe una cosa. Bueno, dos: pizza a saco y martinis. Así que ha pedido una pizza. Y joder, por llevársela hasta allí cobran un dineral. Cuando llamaron abajo salió corriendo y cerró sin darse cuenta la puerta de golpe con tan mala suerte que el pestillo saltó. Lo peor es que se había dejado el móvil dentro.
Bajó las escaleras de dos en dos y recibió al repartidor. Le pagó y llevó la pizza a la barra del bar, donde tenía sus martinis. Abrió la caja. Y en ese momento empezó el cabreo: se habían equivocado, le habían traído una pizza con piña. ¡Con piña! ¡Pero no con un poco de piña, no, con grandes trozos por toda la superficie! Joder, parecía una puta fiesta tropical.
Decidió llamar para reclamar y fue cuando se dio cuenta de lo ocurrido: su teléfono al otro lado de una puerta cerrada con pestillo. Fue la gota que colmó el vaso.
Ahora va a llamar de nuevo, con el móvil al fin en su poder.
—Tal vez le reventaré los putos sesos al que llegue por segunda vez.
Sonríe. Pero no es una sonrisa realmente, sino una mueca, la de un loco peligroso. Alguien tiene que pagar por todo. No, por todo no: por su maldito bloqueo de escritor.