Te dejo un pequeño relato que escribí hace poco. Trata sobre la esperanza, y lo que hacen las personas cuando la pierden. También habla de por qué agachamos la cabeza cuando tenemos miedo, y lo que ocurre cuando ya no tenemos razones para asustarnos.
Se me ocurren muchas citas relacionadas con la esperanza y el miedo, pero me quedo con una frase que se asocia con Daredevil, un super héroe de los comics, que dice que un hombre sin esperanza es un hombre sin miedo.
Aprendimos la lección.
Era la segunda vez que Alejandro se encontraba frente al Palacio de Las Cortes. El sol brillaba y hacía calor. Se sentó en un banco sin quitarse la chaqueta. Cada día se fatigaba más.
Recordó la primera visita al Palacio, cuando era un niño, y la charla de su padre, que era profesor en la escuela, el día anterior.
“La esperanza de que el futuro sea mejor que el presente es lo que impide que un hombre se rebele contra sus amos —les decía—. Tened esto en cuenta en la visita de mañana a Las Cortes. La gente que vais a ver allí se mantiene en sus sillas porque vuestros padres tienen esperanza en vosotros”.
Cuando estaba en clase mantenía la compostura. En casa, sin embargo, le escuchaba decir palabras muy diferentes. Recibía visitas de gente del pueblo, se enfadaba, gritaba y maldecía.
“Tu padre —le contó Fernando, su amigo— ha dicho al mío que alguien le tendría que disparar al padre Ramos entre los ojos para que se fuera con Dios de una santa vez”. Alejandro se rió, porque el Padre Ramos no le caía bien a nadie, pero también se preocupó, porque si eso lo había oído Fernando también lo habrían escuchado más personas.
Eran tiempos extraños. Un día, entraron dos guardias en la clase y se llevaron al profesor delante de los niños. No opuso resistencia. No volvió a verlo. Aprendió lecciones muy importantes entre aquellos muros, y no todas estaban en los libros.
El tiempo pasaba lentamente. Alejandro se levantó y caminó cerca de las estatuas de los leones, Al cabo de un rato comenzó a llegar gente. La sesión del Gobierno terminaba y, tal y como estaba previsto, el Presidente y el Consejo abandonaban el edificio por la entrada principal para hacerse unas fotografías con la prensa. Alejandro, despacio y sin empujar, se acercó poco a poco hasta el cerco que habían formado los agentes de seguridad.
—¡Señor presidente! —gritó— ¡Señor presidente!
El barullo que se había formado ahogaba sus palabras y nadie le prestaba atención.
—¡Señor presidente!
Varios periodistas se habían parapetado delante de los políticos. El presidente respondía con voz calmada y serena a todas las preguntas.
—Sin comentarios, sin comentarios. Estamos muy satisfechos. Claro, sí, sí. No, eso no. Por supuesto. ¿Eh? Sin comentarios.
Alejandro se cansó de que le ignoraran y soltó un pequeño bufido.
—¡Escúcheme, señor presidente, coño! —gritó a pleno pulmón. Justo en ese momento había cesado el jaleo y todas las cabezas se giraron hacia él.
—Disculpe, yo… —Alejandro encogió un poco los hombros—. Sólo quería estrecharle la mano, yo… Verá…
Los periodistas se echaron a reír y el Presidente vio la oportunidad de hacerse una buena fotografía con un anciano entrañable.
—Pero hombre, faltaría más. ¿Quiere acercarse?
—Caray, muchas gracias —respondió Alejandro. Caminó hacia él dando pasos cortos y la gente se apartaba para dejarle pasar. Cuando llegó a su altura se paró y puso su mejor sonrisa. —Llevo tanto tiempo esperando este momento, que no se puede imaginar la ilusión que me hace.
Alejandro le dio la mano y, cuando las cámaras comenzaron a sacar fotografías, colocó la otra mano sobre el pecho del presidente. Empuñaba una Star sindicalista que había pertenecido a su padre. Se escuchó una detonación. Antes de que los guardias reaccionaran, Alejandro puso el cañón del arma bajo la barbilla del político y disparó por segunda vez. Las gafas que llevaba estallaron en pedazos, y su barba se convirtió en una masa informe de sangre y huesos astillados.
—Sin esperanza, señor Presidente —dijo Alejandro—, sin esperanza.
Los agentes de seguridad reaccionaron y una bala impactó en su corazón. Se derrumbó en el suelo, rodeado de policías, médicos que atendían al Presidente y fotógrafos. Murió de forma instantánea.
Al día siguiente, las fotografías de Alejandro abrieron las ediciones de los periódicos, y junto a ellas se escribieron muchas mentiras. Algunos decían que un anciano desahuciado, un demente, había disparado al Presidente. Otros hablaban de un atentado terrorista organizado desde hacía meses.
Ni periódicos ni televisiones dijeron que Alejandro tenía, además de su arma, una orden de desahucio, un frigorífico vacío y un hijo en la cárcel, que había sido encerrado por provocar disturbios durante una manifestación. Alguien investigó su infancia y descubrió que su padre había sido maestro. Dijeron, entonces, que su demencia se debía a que había tenido una infancia difícil, porque los hijos de los maestros no caen bien a los demás niños.