Ella era aún casi una cría cuando la desposaron. Su marido era un hombre mayor, un anciano, que se casaba con ella de segundas nupcias; de las primeras tenía hijos ya independizados y con familia propia, y no estaba en su ánimo tener ninguno más, tampoco en su mano: le podían los años y el cansancio vital propio de su edad. Ni siquiera pudo consumar el casamiento: fue poniendo una excusa tras otra para no bautizar el lecho matrimonial con la sangre de su nueva esposa hasta que ninguna fue ya necesaria y un deshonroso silencio ocupó el abismo que separaba a marido y mujer en la cama. Ella entendió entonces que aquel hombre no le daría lo que más deseaba en el mundo: un hijo. Y que su función en la familia que acababa de formar estaría reducida a cuidar de su esposo y hacerle feliz en los pocos años que le quedaran de vida. Después, cuando enviudara, Dios diría. O más bien dirían los hombres, como habían decidido su vida hasta entonces. Su matrimonio mismo había sido un acuerdo entre su padre y su marido que satisfacía a ambos: su marido encontraría en su juventud un consuelo en su etapa final hacia la eternidad y su padre se beneficiaría del respeto de que en la aldea gozaba su marido.
Huelga decir que a ella no le había preguntado nadie. Por ser mujer, su opinión valía menos que nada. Tenía que limitarse a acatar y obedecer. Con buena cara. Como se esperaba de ella. Como una buena hija y mejor esposa.
Con todo, sabía que no podía quejarse: su marido proveía y la trataba con cariño. Con un amor, sin embargo, que tenía más de paternal que de marital, muy diferente del que su joven corazón anhelaba. No quería un padre, ya había tenido uno suficientes años, quería un compañero de vida, un amigo leal y un amante apasionado. Pero su esposo pasaba en el trabajo todo el día; era reservado y se comunicaba con ella solo para lo esencial; y en la cama se comportaba como si se acostara solo. No podía quejarse, pero la falta de todo lo que necesitaba, en especial un hijo, empezó a pesarle más y más cada día. Se volvía loca pensando que su vida nunca cambiaría, o no en un tiempo moderado, y que sería por siempre esa solitaria, tediosa y triste rutina en la que se sentía enjaulada. Porque la vida era únicamente la juventud y para cuando pudiera volver a ser desposada y tener una segunda oportunidad quizá ya la hubiera agotado. Nadie, entonces, la querría. Esta idea solo le hacía sentirse a veces tan derrotada que deseaba morirse.
Pasaban los días sin piedad, cada uno igual que el anterior, y parecía que, efectivamente, nada fuera a cambiar, hasta una mañana en que, como tantas otras, fue a comprar al bazar. Lo vio pasar cerca. Era inusual la presencia de oficiales en la aldea. Normalmente se instalaban en poblaciones con más vida y mayor representación de sus tropas. Si bien toda la región era tierra dominada, siempre algún local podía rebelarse y ser capaz de cualquier locura, incluso de atacar a un oficial. Pero acaso porque la aldea había sido pacífica siempre, jamás había causado problema alguno a los invasores, aquel oficial había decidido que era un buen lugar para instalarse. Además, estaba en una ubicación privilegiada: a media distancia entre la costa del Mar Mediterráneo y el lago de Genesaret, a una jornada a pie de cualquiera de los dos piélagos. Aquel pobre e insignificante poblado podía ser un paraíso siempre que uno buscara lo que ofrecía. Quizá el oficial anduviera buscando un lugar en que descansar tranquilamente de mil batallas.
Si su presencia era inusual en la aldea, lo era aún más en el mercado; los oficiales no se mezclaban con la gente del pueblo, solían ser precavidos y mantener la distancia. Pero aquel hijo del Imperio, ajeno a esta regla tácita, se paseaba por entre los puestos como si fuera el dueño del bazar. Curiosamente, no mostró interés alguno por las mercancías que se vendían, sino que iba mirando a la gente allí reunida, en especial a las mujeres, con una atención rayana en el descaro. Los invasores podían hacer lo que quisieran; observar el paisanaje, al fin y al cabo, no hacía ningún mal. Iba acompañado de un siervo, quizá esclavo, que se detenía aquí y allá para comprar lo que fuera que necesitara la casa en que se alojaba su señor. Lo sabía toda la aldea: la más grande de la calle principal; los dueños habían tenido que cederla por un tiempo indefinido, hasta que el oficial fuera llamado de nuevo a filas.
Pero lo más sorprendente no era la presencia del oficial en el poblado o en el bazar, sino él mismo. No por ser un extraño ni por su imponente uniforme de comandante, sino por su físico, tan diferente del de las gentes de la región. Era muy alto, muy pálido, muy rubio y tenía los ojos de color azul celeste. Debía de venir de muy lejos; los miembros de las alae quincuagenaria solían proceder de remotas tierras invadidas.
Ella, desde el momento en que lo vio, no pudo despegar los ojos de él. Le costaba creer que un hombre pudiera ser tan hermoso, tan perfecto, como un ángel del cielo. Su belleza le pareció de un atractivo irresistible. No pudo menos que seguirlo con la vista por todo el bazar, con cautela, eso sí, procurando que no se le notara la impertinencia. Pero hubo un momento en que, sin querer, sus miradas se encontraron, se leyeron el uno al otro y ella supo, con una certeza inequívoca, que estaba sentenciada. Tal y como temía, apenas unos instantes más tarde, al pararse en uno de los tenderetes, el sirviente que acompañaba al oficial se le acercó y, sabiendo que no debía dirigirse a ella, porque era la mujer de otro, le habló como si no lo estuviera haciendo, en voz baja, casi un susurro, mirando distraídamente la mercancía del puesto:
—A mi señor le gustaría que lo visitaras. Está instalado en la calle principal, en la casa grande. Entra por la puerta de atrás. Mañana.
Ella podía ser joven e ingenua, pero sabía lo que esta invitación, o más bien demanda, implicaba y, ahora también, por qué el oficial se había paseado por el mercado. En el bazar de la aldea no se vendían esclavos. Tampoco esclavas. Y si bien había lupanares en la zona, un par, en las afueras, siempre era más seguro acostarse con una mujer casada que con una meretriz que pudiera contagiar cualquier miseria. Era bien sabido que los invasores con frecuencia elegían mujeres locales desposadas para saciar el hambre de sexo acumulado durante sus misiones. Ellas difícilmente podían negarse, porque de hacerlo quién sabía las represalias que podría haber contra su casa. A cambio de su consentimiento, no obstante, a veces recibían favores de uno u otro tipo, o dinero, otras veces nada. Estas relaciones se trataban de llevar a cabo con discreción, porque la ley de la tierra era inmisericorde con las mujeres adúlteras: si un marido burlado descubría el engaño y no era consentidor, podía repudiar a su esposa, que sería entonces condenada a muerte por lapidación.
La vida en tierra de hombres nunca ha sido fácil para las mujeres.
Ella recibió la invitación con temple. Sabía que, de no aceptarla, podría traer la desgracia a su familia. Y no era ajena al riesgo que corría si se sometía. Pensó en estas dos posibilidades, pero no mucho. Porque lo que la movía era una resolución visceral e incontenible, más fuerte que la lógica. Puro instinto femenino. Tenía el presentimiento de que, aunque pudiera costarle caro, consentir en aquella aventura iba a proporcionarle una razón de vida.
La aldea era pequeña, tendría que ser muy cuidadosa.
A la mañana siguiente, a poco de que su esposo saliera de casa para dirigirse al trabajo, ella abandonó el hogar sin ser vista, amparada por la tímida luz del alba. Llevaba un pañuelo que le cubría el rostro y una túnica larga y oscura que nunca vestía. Nadie podría reconocerla. Llegó presurosa y sin detenerse a la parte trasera de la casa que ocupaba el oficial. Temblando de miedo a ser descubierta, pero segura de lo que hacía, llamó a la puerta. Se la abrió un siervo que la condujo sin mediar palabra a los aposentos de su señor. El comandante la recibió con una sonrisa triunfal y sin preámbulo alguno la llevó a su cama.
Se condujo con una cierta rudeza o esta fue la impresión que tuvo ella, que no estaba acostumbrada a ningún tipo de invasión de su intimidad. La tomó con confianza, como si fuera suya, sin dudas, sin preguntar, con un hambre atrasada que imponía. Ella se dejó hacer con la curiosidad del iniciado. Solo cuando terminó, él se dio cuenta de la sangre en las sábanas y de la situación. No era ningún niño, podía discurrir bastante bien sin necesidad de explicaciones.
—Corres peligro —dijo—, no vuelvas.
—Volveré —aseguró ella con la sensación de que preferiría morir en ese mismo instante antes que no volver a sentirse tan viva como se había sentido debajo del cuerpo de aquel hombre, con su sexo dentro de ella y su manera de poseerla, de una violencia bien dominada. El inesperado placer había sido tan intenso que por un instante creyó que no podría soportarlo—. Mañana, vuelvo mañana.
Al día siguiente, recorriendo las calles ligera como una liebre, cumplió su palabra, se presentó de nuevo en la casa del comandante. Y siguió haciéndolo todas las mañanas que pudo, hasta que él hubo de marcharse para cumplir la que, inesperadamente, sería su última misión, lejos de allí, en una remota región del Imperio. Pasaban horas juntos el uno en brazos del otro, haciendo el amor en el límite de la locura, como si el mundo fuera a acabarse al caer la tarde. De alguna manera, el que componían ellos dos lo hacía todos los días, con la incertidumbre de no saber si habría un mañana. Así es el amor en tiempos de guerra.
Él no la quería, pero sabía que la echaría de menos tras dejar atrás ese poblado. La joven no era especialmente bonita, tampoco exótica; si la había elegido de entre todas las de la aldea fue por la mirada de loba hambrienta con que lo siguió por todo el bazar cuando pasó por allí buscando alguna presa. No se había equivocado con ella. En ningún momento mostró pudor o melindres pese a ser virgen cuando se le entregó con una calma felina el primer día, ni siquiera por bien parecer, como hacían otras. Ella no tenía doblez, pero sí muchas agallas: con el tiempo había ido ganando confianza y ahora era ella quien dominaba en la cama y no le daba una tregua. A él no le importaba someterse. Una mujer así, valiente, honesta y apasionada, no era frecuente y había que saber disfrutarla. Tampoco le había pedido nada a cambio de sus favores y cuando él le ofreció unas monedas, ella las rechazó de inmediato. No la quería, pero se había ganado su respeto, que era más de lo que conseguían la mayoría de los hombres. Aquella muchacha tenía alma de guerrero. Su vida, pensaba el comandante, no iba a ser fácil.
Ella no lo quería, pero sabía que lo echaría de menos una vez que se hubiera marchado. No tanto a él como el tiempo de libertad que pasaba en su alcoba, donde podía ser ella misma por unas horas. Allí no tenía que guardar las apariencias ni agradar a nadie. Allí no era ni hija ni esposa. Tan solo una mujer. Y ya era mucho. Aquel hombre, con su franco deseo por ella, le hacía sentirse como si fuera una diosa del amor. Este sentimiento era pecaminoso, lo sabía bien, como todo el asunto, pero ya tendría el resto de su vida para atormentarse por ello. Lo único que contaba en su joven corazón esos días era el momento presente, el ahora. El después no tenía mucha importancia, puesto que quizá no viviera para verlo: se jugaba la vida a diario por pasar unas horas con el comandante en su cama. No lo quería, pero amaba lo que, sin proponérselo, había hecho por ella. Ahora sabía que la vida podía ser algo por lo que vivir merecía la pena.
Antes de que él partiese, tras semanas de pasión desenfrenada, ocurrió lo inevitable. Fue él quien lo advirtió primero y se lo hizo saber a ella:
—Estás embarazada.
—¿Por qué lo dices?
—He conocido a otras mujeres antes que también quedaron encintas. Os brilla la piel del rostro de una manera especial —dijo acariciándole una mejilla—. ¿Desde hace cuánto que no sangras?
Ella guardó silencio un momento antes de decir:
—Tienes razón, estoy embarazada. —No hubo un ápice de reproche o de disgusto en su voz, al contrario, sonó optimista: el comandante no había hecho sino confirmar la feliz sospecha que tenía desde hacía días.
Acababan de hacer el amor por segunda vez aquella mañana. Ella descansaba sobre la espalda de él, deleitándose con su aroma de guerrero, tan varonil, tan penetrante, tan adictivo.
—¿Qué vas a hacer?, ¿deshacerte del bebé? —El comandante sabía que había mujeres con recursos secretos que, por unas monedas, podían hacerle a una embarazada perder su retoño aún no nacido. Seguramente incluso en aquella pequeña aldea había alguna bruja de esas.
—No —respondió ella tajante—. Por supuesto que no —afirmó, incorporándose y acariciando su vientre—. Quiero conservarlo, quizá no tenga ninguna otra oportunidad de ser madre.
—No soy ajeno a vuestras leyes. Debes saber que corres peligro de muerte: tu marido puede repudiarte y entonces…
—No le creo capaz de algo así, es un hombre muy bueno. Y tampoco le creo capaz de negarme un hijo.
No eran estas certezas que le surgieran en el momento, las había cavilado y tenido presentes desde el principio, cuando decidió consentir a la demanda del comandante, movida por su deseo de ser madre.
—¿Estás segura, María?, ¿qué vas a decirle para convencerlo?
Ella pensó en su marido unos instantes y dijo:
—José es muy piadoso. Quizá… —Se mordió el labio inferior en un gesto de duda—. No lo sé aún seguro, pero algo se me ocurrirá. Por este hijo mío soy capaz de cualquier cosa.