Al otro lado de un río de asfalto

Al otro lado de un río de asfalto
Al otro lado de un río de asfalto

Os dejo por aquí el relato ganador del I Concurso de Relatos Fantásticos de la Freakcon 2020, así como de otro par de gaitas mas. Fue una pena no haber podido recibir el premio en directo, pero qué le vamos a hacer.

¡Dentro relato!

Al otro lado de un río de asfalto

La chica caminaba al borde de la carretera cuando el hombre del cadillac apareció en el horizonte. Ella dió por hecho que no era más que otra alucinación fruto del sol inclemente que insistía en apisonarla como un martillo. Aquel yermo muerto no ofrecía nada salvo un calor asfixiante y una carretera sin fin que dividía el desierto en dos como una cicatriz negra. La chica se limpió los ojos escocidos por el sudor y ahí estaba él, a su vera.

Apoyado en la ventanilla del cadillac del 59, el desconocido exhibía un diente de oro engarzado en una sonrisa inquietante. La muchacha se vio reflejada en sus Ray-Ban.

—Hola, muchacha, ¿te has perdido? Supongo que es una pregunta de mierda, porque solo hay un lugar al que ir. —Señaló hacia atrás con el pulgar—. ¿Quieres que dé media vuelta y te lleve? Tengo sitio de sobra. —Palmeó la carrocería.

—No, gracias. Voy bien sola.

El desconocido metió marcha atrás y aflojó el ritmo hasta igualar su paso.

—¿Estás segura? Sea a dónde sea que creas que vas, te va a costar como cien años llegar. ¿Con cuántos viajeros te has cruzado de momento, eh?

—Ninguno. —La chica se detuvo, lo mismo que el cadillac. Le costaba rehuir aquella mirada tras las gafas de sol—. ¿Qué hace aquí? ¿De dónde viene?

—¿Acaso importa?. —El conductor sonrió, mostrando de nuevo aquel diente de oro que brillaba como un diamante en una mano mugrienta.

—¿No tendrá un poco de agua por ahí?

—¿Agua? ¡De eso me sobra! —rió el extraño.

Tras rebuscar bajo el asiento, le lanzó un botellín. El agua estaba fresca, aunque sabía a rayos.

—Gracias. —Al limpiarse, la chica notó los labios agrietados. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquél maldito desierto? Señaló al coche con un ademán—. ¿Puedo subir?

—Depende. Cobro peaje —dijo el conductor y, por tercera vez, le ofreció aquella sonrisa que parecía llegarle hasta las orejas. La chica dio un paso atrás y el extraño levantó las manos del volante—. ¡Tranquila, muchacha! Hablo de pasta, no te equivoques. No soy de esos.

La chica hurgó en los bolsillos. Nada. Rebuscó un poco en la mochila y encontró una cartera raída que juraba haber guardado en un cajón hacía años. Dentro había algo de dinero y una foto desgastada de ella de niña comiendo un helado con sus padres. Era un recuerdo agridulce, ya que al poco de tomarse la fotografía, ambos fallecieron en un accidente.

—Solo tengo esto —dijo con reservas, y le mostró un puñado de billetes arrugados y sudados. También había un par de monedas de cuarto de dólar.

—Llevas de sobra. —La puerta del cadillac se abrió con un clack—. Sube.

El coche rugió al dar media vuelta y enfilar aquella maldita carretera inacabable dejando tras de sí una estela de polvo. La muchacha se soltó el pelo. El viento en la cara, aunque árido, la reconfortó. Hasta ese momento no había sido consciente de lo muchísimo que le dolían las piernas. Se quitó las zapatillas. Tenía los pies llenos de ampollas. Aquella autopista parecía tierra envenenada escupida por el horizonte. ¿Es que acaso no tenía fin?.

—Tranquila, no te queda mucho de viaje —dijo el conductor.

La chica frunció el ceño y miró al extraño de reojo. No parecía muy viejo —quizá treinta y tantos—, pero su melena color ceniza sugería lo contrario. En su rostro se dibujaba una sonrisa perenne e inquietante, mientras que su mirada seguía oculta tras las gafas de sol. La chica sintió un escalofrío por la espalda, pero también algo de alivio. Al fin y al cabo, ahora estaba sentada en un asiento de cuero y tenía a mano agua de sobra. Tampoco estaba tan mal.

—¿Cuándo llegaremos? —preguntó al rato.

—Al anochecer, por supuesto.

***

Durante el trayecto, la pareja apenas intercambió palabra. Atravesaron aquella negrura de asfalto en silencio. En ocasiones, el conductor silbaba alguna canción y la muchacha bebía un poco de agua. Pasaron horas, quizá algo más, y así siguió siendo hasta que un punto al frente rompió la monotonía del desierto.

—Hay algo al borde de la carretera. —La muchacha achicó los ojos—. Es otro autoestopista.

—Lo sé. —Él no aminoró la marcha.

—¿Es que no piensas parar a recogerlo?

—Mira, muchacha, la última vez que llevé a dos a la vez la cosa no acabó bien. Los muy cabronazos prometieron pagarme con uno de estos. —Señaló su diente de oro—. Me aseguraron que venían de parte de una conocida mía que echa las cartas. Cabrones… Luego resultó que no tenían ni un pavo y acabaron dándome una paliza. Los llevé hasta el final de la carretera, claro, aunque aquello me costó un año en la trena. ¡De locos!

—No sé qué tendrá que ver una cosa con la otra, pero no podemos dejar a ese pobre hombre ahí tirado. Mira, nos ha visto. Nos hace señas. Para, por favor.

—Joder. Está bien, está bien…

El cadillac comenzó a aminorar la marcha. El autoestopista se volvió hacia ellos agitando los brazos y pidiendo ayuda a gritos. Parecía ser un viejo harapiento, un mendigo.

—Vaya, vaya, vaya, ¿pero quién tenemos aquí…? —murmuró el conductor con retintín.

—¿Qué?

—Nada. Hazme el favor de abrir la guantera, chata. Pásame la caja… No, esa no, la otra. La de madera negra. Gracias. —El conductor agarró el estuche y lo apoyó entre las piernas.

Cuando el cadillac llegó a la altura del autoestopista, este se hizo a un lado como un animal asustado y al momento se abalanzó sobre la puerta del copiloto. La chica paladeó el almizcle apestoso que rodeaba al harapiento, mezcla de sus propios orines y el sudor enquistado.

—¡Piedad! ¡Llevadme! ¡No soporto más este calvario! Las moscas anidan en mi boca y los ojos se me secan al sol. —El hombre no exageraba. Tenía la piel apergaminada, el pelo socarrado y sus labios eran barro cuarteado—. ¡Piedad! Llevo en este yermo desde…

—Cálmate y habla más despacio —le cortó el conductor—. No me importa de dónde carajo vengas, o cuánto tiempo lleves a pinrel. La pregunta es si tienes con qué pagar o no.

—N-no tengo dinero que ofrecer, tan sólo mis manos llenas de llagas y mis pies cubiertos de ampollas. —El viejo miró a ambos con profunda incomprensión, casi locura—. Piedad…

—Aún es pronto, entonces. —Arrancó el motor—. Ya nos veremos.

—Pero por dios, ¡déjele subir! La muchacha agarró al conductor por el hombro.

—No. He dicho que aún es pronto —declaró tajante, soltando la mano de la chica de un tirón.

—¡Piedad…!

—¿¡Pronto para qué!? —preguntó ella—. Si es por dinero, a mí aún me queda algo en la cartera.

—Guarda esos billetes, muchacha. Cada uno se paga su viaje. Mi cadillac, mis normas.

—De acuerdo. Entonces, si no es por las buenas… —El mendigo ya no suplicaba—. Será por las malas.

Tal cual la chica se volvió hacia el mendigo, sendos orificios de una escopeta recortada la encañonaron. Ella olió el metal del arma cuando esta le acarició la nariz. Cerró los ojos y empezó a chillar. De pronto, una mano firme le agarró del pelo con nula galantería y le estampó contra el salpicadero del coche. Un estallido de pólvora le inundó la garganta. La explosión enmudeció el mundo, dejando paso a un pitido agudo. Al levantar la cabeza, ella se vio reflejada en el retrovisor del coche. Tenía la cara empapada de sangre y algo sanguinolento le colgaba de la oreja. A su derecha, tirado en la arena como un muñeco roto, yacía el mendigo sobre un charco rojo. Tenía un agujero en la cabeza al que era mejor no mirar directamente. La chica reprimió una arcada, aunque tampoco tendría qué vomitar.

—Ya me conozco a éstos. —El conductor guardó el revólver humeante en la cajita de madera—. Me engañaron una vez, dos incluso, pero ya soy perro viejo. ¿Estás bien, muchacha? Toma, límpiate la cara con este pañuelo. Y tranquila. Ya casi hemos llegado.

***

Le costó sobreponerse del tándem de ser encañonada y que le volaran la cabeza a un desconocido a un palmo de la cara, pero cuando lo consiguió, se quedó dormida como un tronco. Entre sueños, las palabras del conductor la guiaron hasta el sopor. «Duerme, chiquilla, duerme». Mecida por el rítmico ronroneo del motor, a veces entreabría un ojo y veía aquél río de asfalto extendiéndose frente a ella, sin fin. En una ocasión creyó distinguir a su izquierda una manada de coyotes persiguiendo vete tú a saber qué; durante otra ensoñación, juró ver de nuevo a ese viejo harapiento haciendo señas desde el borde de la autopista. Al tiempo, una mano se aferró a su hombro y la sacudió, sin violencia. La chica despertó y se topó con su reflejo en aquellos anteojos. El conductor, como no, sonreía.

—El viaje ha terminado. —Señaló un área de servicio desde donde comenzaba una calzada que se adentraba en el desierto. Había luz en el interior. No se veía a nadie por los alrededores, a excepción de un mastín negro durmiendo en el porche—. No te dejes llevar por las impresiones. Enseguida llegarás a… Bueno, a dónde creas que debes ir.

—Gracias por el viaje —dijo ella con alivio—. El loco de la escopeta. ¿Cómo supiste que iba armado?

—Conozco a los de su calaña. Siempre hacen lo mismo, los muy imbéciles. Intenté que te ahorraras el mal trago, pero como insististe en parar…

—Lo siento. He soñado con él, ¿sabes? Una pesadilla, supongo.

—Sí, claro, una pesadilla —rió—. Estamos en paz, muchacha, ya pagaste tu viaje. —Sacó los dos cuartos de dólar de un bolsillo—. Va, márchate, y no alarguemos más la despedida.

La chica abrió la puerta e hizo ademán de bajarse, sin embargo, se quedó a mitad de gesto. El conductor, repantigado y con el brazo apoyado en la ventanilla bajada, miraba al cielo estrellado. ¿Cuándo se había hecho de noche?

—No llegué a decirte mi nombre —dijo ella.

—Se me olvidaría, muchacha. Es lo que tiene la edad. —Sonrió, ésta vez sin sorna.

—Al menos dime el tuyo.

—¿Mi nombre? Hace mucho que no lo pronuncio, pero como quieras. —Carraspeó—. Me llamaban Carón, Caronte o simplemente, El Barquero, aunque hace mucho que cambié mi barca por esta preciosidad. —Palmeó la carrocería por última vez y esta vez no solo esbozó su mejor sonrisa inquietante, también se bajó las gafas un par de centímetros.

En lugar donde debería haber dos ojos la chica encontró sendos pozos negros. Fríos, eternos, sabios. Sin embargo, ella no sintió ningún miedo, sino que sonrió con la certeza de que por fin iba a volver a ver a sus padres.

@borradorcrisis

Anterior relato del blog: PROTOCOLO SHELLEY

2 comments on Al otro lado de un río de asfalto

  1. En cuanto sacó la cartera y había dos cuartos de dólar ya sabía de qué iba el tema (leo muchísimos relatos cortos de género, demasiados, diría xD), y aun así me ha resultado interesante hasta el final.
    Así que el que lo descubra más adelante, lo tiene que flipar en colores. Lo típico de volver al principio, ver las migas de pan y pensar “¡qué cabr…, si me lo estaba indicando desde el principio!”
    ¡Genial relato!

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