Reseña escrita por Jesús Durán y Libertad García-Villada
Vamos con la primera reseña de los libros de Sant Jordi 2024.
Como el año pasado, los libros en cuestión son ejemplares que tenemos ambos firmados por los autores y que, al margen de si nos gustan o no, son el recuerdo de un momento especial: unos minutos con el escritor.
Hoy, como decimos, venimos con una reseña —por llamar esta crítica de alguna manera— y varias reflexiones.
Y pedimos de antemano: no maten al mensajero, por favor.
Todo incitado por la lectura de la última novela publicada de Luis Landero, La última función.
Y es que cuando uno la termina —con un cierto esfuerzo, todo hay que decirlo— se queda un tiempo pensando, dándole vueltas, preguntándose qué demonios acaba de leer. Tal vez la venderán como novela, pero no lo es.
Se espera que una novela tenga una trama más o menos definida o que al menos distraiga, que todos necesitamos algo de esparcimiento. La última función carece de lo primero y tan solo roza lo segundo. No cuenta una historia graciosa, pero lo cierto es que Landero sabe utilizar el humor. También que aporte algo: una o varias ideas interesantes, información o emociones. Pero tampoco. Parece un simple homenaje a los actores de teatro y a la denominada «España vaciada». Es más, si a La última función le quitamos todo el relleno que tiene, que es abundante y —debemos decirlo— descarado, lo que cuenta podría haberse contenido en un relato. Un relato «flojo».
Es triste tener que hacer una crítica así de una obra que te hacía ilusión leer y tener, y en la que has invertido un tiempo nada desdeñable de tu vida. Porque leer un libro siempre implica dedicarle tu tiempo. Y leyendo La última función tenemos la sensación de no haberlo aprovechado como quisiéramos. Con otro escritor, de peor saber hacer, seguro que habríamos abandonado la lectura a medias, sin terminar.
La historia es tan inane que no merece la pena ni comentarla. Tampoco se puede decir gran cosa de ella sin desgranarla por completo. Así que esta parte de la reseña nos la saltamos. Sin embargo, incluimos la sinopsis, que resulta algo exagerada en comparación con lo que la novela ofrece en realidad:
«Un grupo de jubilados todavía recuerda la tarde de domingo de 1994 en que un Tito Gil maduro hizo su aparición en el bar del pueblo, en la Sierra de Madrid, y cómo lo reconocieron por su portentosa voz. Regresaba a su lugar natal el niño prodigio, el afamado actor que parecía haber triunfado en los escenarios de la capital, y quién sabe si de medio mundo. Animado por la fe que le tienen sus paisanos, Tito Gil no tardará en proponerles una gran representación colectiva con la que impulsar el turismo. La última oportunidad de evitar el despoblamiento paulatino. Hasta los más escépticos se ilusionan con ese proyecto, pero necesitan a una gran actriz de coprotagonista. En esas fechas, Paula, una mujer que ve malogrados sus sueños bajo el peso de la rutina, toma el último tren en Atocha y despierta en la estación de un lugar para ella desconocido. Bajo el sortilegio de un relato oral colectivo, Landero vuelve a fascinarnos con personajes que emergen de la bruma y salen a escena para vivir una experiencia transformadora. Una historia de amor inesperada, un magistral desenlace y un sinfín de divertidísimos tipos secundarios».
Y ya, para redondear esta «crítica», hay que mencionar la ingente cantidad de errores gramaticales repartidos por doquier. Da la impresión de que hubo prisa por publicarla —para San Jordi quizá—, y se hizo de manera descuidada, sin pasar por una adecuada revisión.
¿Podemos decir algo positivo de esta obra? Sí, que pese a toda la morralla que tiene, está muy bien escrita. Porque ese es el talento de Luis Landero: escribe muy bien. Esto es indiscutible.
Por supuesto, ningún autor, por muy bueno que sea, puede publicar siempre una obra maestra. Con todo, entre una obra maestra y una obra indescriptible, existe un amplio abanico de posibilidades. Y llegados al extremo, la publicación debería evitarse.
¿Qué ha fallado aquí? En el caso de Luis Landero, se reseñó en febrero su obra Una historia ridícula y ya se percibía que, bueno, algo no acababa de funcionar: «Sin embargo, surgen dos preguntas: ¿Qué pasa con la novela? ¿He acertado con la primera lectura de este autor? Creo que no, porque al terminar el libro me ha quedado la sensación de que la historia es algo insulsa».
Y no solo con este autor. Porque ahora ya vemos —así nos parece— una tendencia. O mala suerte en la elección de nuestras lecturas conjuntas o en la búsqueda de firmas de autores.
Reseñamos recientemente también otras obras que nos dejaron bastante fríos: Nosotros, de Manuel Vilas, y Las voces de Adriana, de Elvira Navarro. Al principio sospechamos que quizá no estábamos entendiendo al autor, que algo se nos escapaba. Incluso se nos pasó por la cabeza que podría haber un nuevo movimiento literario tan «incomprensible» como algunas corrientes de arte contemporáneo, accesibles solo para unos pocos, y que nosotros nos encontramos fuera de este privilegiado grupo. Pero somos dos, hemos leído mucho y variado. Así que empezamos a llegar a la conclusión de que el problema es otro. Y no tiene que ver con los autores.
Sin un trabajo de investigación, solo podemos conjeturar, proponer hipótesis. ¿Están los escritores de renombre obligados por contrato editorial a cumplir con una obra cada x años? ¿Se vive tan mal de la escritura en nuestro país que incluso un escritor consagrado ha de publicar sí o sí todos, o casi todos, los años? Da igual la causa, el caso es que La última función —y las otras obras mencionadas— está a la venta cuando es una obra que, cuando menos, decepciona y, en nuestra opinión, debería haberse elaborado bastante más. Ergo, el error, en último lugar, lo ha cometido la editorial.
Y es un sinsentido. ¿Por qué quemar a un autor que escribe bien? ¿Por qué publicar una obra suya cuya realización parece carecer de la inspiración necesaria? Presuntamente la respuesta es porque se esperaba un beneficio económico. Y pese a la calidad de la obra, que denunciamos, y que, es de esperar, otros denunciarán también, habrá gente que la compre. Mucha. Porque los lectores tendemos a ser fieles: si nos gusta un autor, seguiremos comprando sus obras pase lo que pase. Somos animales de costumbres. Y las editoriales se alimentan de este hábito.
Para obtener beneficio, las editoriales desgastan a escritores que realmente saben escribir. Por un lado hacen esto, y por otro, publican libros de baja calidad solo porque el autor es conocido o el tema de la obra está de moda. Son libros que se consumen y se olvidan casi a la misma velocidad, aportando muy poco o casi nada, solo entretenimiento momentáneo. Y a veces ni siquiera eso. Literatura basura, como la comida rápida.
La Literatura alimenta el alma y el intelecto. En un mundo como es el actual, donde se publica cualquier cosa por dinero, debemos empezar a preguntarnos qué es lo que realmente queremos leer y atesorar en nuestra biblioteca.
No olvidemos que se invierte la misma cantidad de tiempo en leer un buen libro que uno malo que se olvida en un día. Y suelen costar lo mismo.
Tal vez deberíamos empezar a exigir, como lectores, una literatura de calidad. Empezar, en definitiva, a ser lectores responsables antes de que sea demasiado tarde.
O al menos intentarlo. Analizarlo y cuestionarlo es asunto nuestro.