LA ESPECIA


A veces lo más pequeño acaba siendo lo más importante…

En septiembre del año pasado, Libertad García-Villada y un servidor participamos en un certamen literario —con «un» quiero decir «otra convocatoria más»— provovido por un ayuntamiento que no citaremos en la presente entrada, para no hacer publicidad —que las promociones son temas serios—, pero cuyo nombre figura en el relato. 


Uno de los requerimientos era incluir una reseña de las «especificidades del municipio», es decir, todo aquello relacionado con su «cultura, etnología, patrimonio, historia, gastronomía, o cualquier elemento que se pueda asociar al mismo». Hasta incluimos un castillo.


El escrito no salió premiado. Unas veces se gana y otras se pierde. Sin embargo, es una de esas historias a las que le tenemos mucho cariño —siempre hay favoritas en el proceso escritoril—, además de que disfrutamos mucho durante su creación a cuadro manos, y que considerábamos con opciones a premio: es un buen relato, por qué no decirlo.


Se titula «La especia».


Si por una casualidad de la vida el ayuntamiento lo lee de nuevo y decide otorgar algún accésit, que se ponga en contacto con el amo y señor del blog, Eduardo, que está muy puesto en todo el tema de castillos de la comarca… 


Esperamos que te guste.




LA ESPECIA


«La fama comienza por el rumor».

Félix López de Vega.

Los gritos del Abad Román se oyeron incluso en el taller del herrero, abajo, en las murallas.

—¡Qué me estás contando!

El Abad se dejó caer en la escalera de la torre: se mareaba y le fallaban las piernas. Acababa de tener una audiencia con el Caballero Olmedo, a quien el Señor del Castillo, el Conde Don Pedro, había dejado a cargo de todo en su ausencia y, al salir, le habían dado un mensaje. El mensaje.

Apenas notó la dura piedra en su culo a través de la túnica. 

Miró al mensajero con la cara desencajada.

—¿Me estás diciendo que el mismísimo Don Rodrigo Díaz de Vivar viene al Castillo? 

—Así es, maese Abad. —El mensajero tragó saliva, temeroso de represalias—. Informa que tanto Él como sus Caballeros utilizarán los aposentos del Castillo de San Esteban de Gormaz y…

—¡El Cid! —gritó el Abad y se llevó las manos a la tonsurada cabeza.

El mensajero esperó unos instantes, incómodo, y como no obtenía respuesta, soltó una breve excusa con una reverencia y se marchó dejando al Abad hecho un ovillo, con sus cuitas.

Cuando la piedra comenzó a hacer mella en sus posaderas, el Abad se levantó de un salto, con una agilidad inusitada, repentina. Era terror.

Era un hecho que El Cid comería en la Hospedería: toda la región conocía sus guisos de carne, era famoso en el arte culinario.

Un maestro. El maestro.

Esta fama era merecida, sus platos eran exquisitos y provocaban tal placer al comerlos que cualquier otra vianda no llegaba ni a la suela de las sandalias. Era un éxtasis del gusto y el olfato.

No le preocupaba el comensal. Era El Cid, sí. ¡El Cid! Pero esto no era un problema… ¿O puede que sí? Había cocinado incluso para embajadores de La Ruta de la Lana. Era tan famoso por sus guisos que su Señor le había construido una Hospedería enorme junto a la Iglesia de Nuestra Señora del Rivero. Allí se habían firmado importantes tratados sin discutir casi, bajo la influencia de su excelente comida.

El problema de verdad era que llegaban las huestes en el peor momento. Una visita inesperada. Dentro de tres días.

«No tengo más, se ha acabado», musitaba una y otra vez.

Había terminado la última provisión de su especia secreta.

«Estoy muerto».


La Hospedería estaba construida en un lugar muy acertado, cerca del camino principal de San Esteban. El pozo junto a la Iglesia había primado en la decisión de su ubicación. El edificio era visible desde el mismo cerro en el que se asentaba el baluarte que acababa de abandonar. Siguiendo el camino y, pasado el puente, destacaba entre la arboleda. De madera, piedra y adobe, estaba rodeado de almendros y viñedos. En el horizonte, los campos de cereal se mecían al son del viento.

El Abad se paró en la puerta y se secó con la túnica el sudor de la cara y las manos, provocado por el estado de agitación en que se encontraba. Saludó a unos campesinos que regresaban del molino cercano con la carreta cargada hasta arriba de trigo. 

La llave de la puerta colgaba de la correa con que se sujetaba el hábito; la agarró y abrió.

Le recibió el aroma a comida que inundaba el lugar. Caminó rápido a su santo sanctórum: la cocina, y una vez allí fue directo a su armario de especias. Era de metal y madera curada, recio, alto como un hombre y con dos grandes puertas con tres cerraduras. La llave la guardaba colgada de una cuerda al cuello. No la dejaba nunca fuera de su alcance, del contacto con su cuerpo. Miró a ambos lados para asegurarse de que estaba solo, una costumbre que mantenía siempre, después abrió con cuidado y dio un paso atrás para contemplar los cientos de botes dispuestos en ordenadas hileras. Inspiró hondo. 

—¡Ah! —exclamó de puro placer. Al instante realizó una genuflexión. Para dar gracias.

Reconocía todos los aromas. Algunos botes estaban cerrados con corcho de los alcornoques cercanos, otros con una tela de algodón que permitía su secado. Aquel armario era su tesoro. En su interior guardaba ajowán, alcaravea, tomillo, orégano, azafrán, cilantro, pimientas diversas, arañuel, romero, satureja…, cientos y cientos de especias. Pero la más importante era la especia. La vista se le fue de inmediato al estante superior: un cajón que se abría presionando en un orden concreto cuatro salientes de madera con apariencia de tiradores. Su cajón secreto. Mirando de nuevo alrededor para asegurarse de que nadie había entrado, abrió el escondrijo. Dentro había un bote de cristal con un tapón de madera y corcho.

Vacío.

Quitó la tapa e inspiró. El recipiente mantenía aún el aroma de esa especia milagrosa. El olor le evocó momentos agradables y empezó a salivar.

Era su ingrediente más preciado. Adictivo.

Estaba vacío.

«Estoy muerto».

Era la segunda vez que lo pensaba.


Román amaba cocinar. Su pasión por este arte había empezado cuando era niño, observando a los pastores en el campo, preguntando a las abuelas y a los peregrinos por sus guisos… Al final fue adquiriendo maneras. Sin embargo, con la especia daba igual la preparación: era condimentar con ella y todo resultaba exquisito.

¿El resto de botes con especias del mundo? Una distracción, para mostrar a reyes y a su Señor. Cierto que conocía el aroma y el sabor de todas y cada una de ellas. Sin embargo, la única especia que le importaba de verdad estaba en el compartimento secreto… La última provisión que recogió y tenía almacenada. Y no quedaba nada de ella. Calculaba que hasta dentro de unas dos semanas no volvería a conseguirla. ¿Y si tal vez había vuelto a crecer? «Con una pequeña cantidad sería suficiente, lo justo para solventar la situación». Decidió ir a buscarla; calculó que llegaría de vuelta entrada la noche. El trayecto no era complicado una vez que se salía de la zona boscosa: discurría por la ribera del río Duero, después por un sendero entre alcornoques.

Preparó un zurrón con queso, pan, tocino y la bota de vino.

Empezaba a salir por el camino, cuando llegó a caballo el mensajero. Otra vez. Estaba claro que venía en su busca. Bajó de la montura y se le aproximó.

—Saludos maese Abad, os traigo nuevas. Un escudero se ha adelantado y comunica que cinco Caballeros de la guardia personal del Caballero Rodrigo Díaz de Vivar llegarán sobre la siesta del carnero. También sus escuderos. Y que comunique que están hambrientos.

«No puede ser». El Abad se quedó con la boca abierta.

—Estoy muerto.

Se dio cuenta de que esta vez lo había dicho en voz alta.


Los cinco Caballeros y sus escuderos entraron en tropel en la Hospedería. Entre sus voces y el ruido de metal de las espadas y las protecciones parecía que se estaba librando una batalla en la casa. Los sirvientes de la Hospedería se movieron rápido para ofrecerles vino y se miraban entre sí preguntándose dónde estaba el Abad.

Esto mismo quiso saber el Caballero Almansa, un hombre gigantesco y con cara de pocos amigos. Tras beberse la jarra de vino de un trago, golpeó la mesa con el puño con tanta fuerza que a punto estuvo de despertar a los muertos y bramó:

—¿Dónde está el Abad Román?


El Abad estaba en la pequeña capilla de la Hospedería, rezando. Allí se había refugiado después de su encuentro con el mensajero. Pensaba en qué hacer para solventar su precaria situación. Ese tubérculo milagroso que usaba en todos sus guisos se había terminado. No obstante, disponía de especias de todos los lugares… Estaba en esta situación, concentrado, cuando todo tembló y oyó su nombre.

Se incorporó y accedió a la zona central del edificio que servía tanto de comedor como para reuniones, dado el caso, por su amplitud. Tal vez porque lo esperaban, o por casualidad, se encontró con más de quince pares de ojos mirándolo fijo en un silencio sepulcral. Se acercó al Caballero más grande, pensando que ese energúmeno era probablemente el causante del griterío. Antes de romper el silencio, el Caballero hizo una pequeña inclinación con la cabeza y entonces habló en alto y con voz poderosa. El Abad no tuvo ninguna duda de que estaba acostumbrado a dar órdenes.

—Buenos días, Abad. Somos la vanguardia de nuestro Señor El Cid. —Su voz era casi un rugido.

Se produjo un incómodo silencio. El Abad esperaba pacientemente.

—En ausencia del Señor del Castillo, el Conde Pedro, presentaremos nuestros respetos al Caballero Olmedo y cenaremos aquí

Todos los presentes fueron conscientes del retintín en la última palabra.

—Por supuesto —respondió al instante Román—. Todo estará preparado.


Tan pronto se hubieron marchado todos —incluso había ordenado salir a sus ayudantes—, el Abad se sentó en el suelo de la cocina. En cierta manera lo que estaba aconteciendo era algo que sabía que tarde o temprano tendría lugar. Tal vez era el momento de afrontar su fracaso, reconocer que la soberbia le había dominado. Llevaba ya unos años en San Esteban de Gormaz y se había dedicado a alimentar los cuerpos en vez de las almas. Era cierto que ponía cariño en los guisos… 

Román se incorporó despacio. El problema era que se había dejado seducir por el efecto que producía la especia y había abandonado el camino del aprendizaje. «¿Será una prueba a mi soberbia?» Era claro que tendría que cocinar con lo que conocía, con lo que le proveía la tierra.

Comenzó a revisar los ingredientes y a valorar las opciones de lo que podía preparar. Para empezar, disponía de buen vino; la tierra producía excelentes viñedos. También de un excelente pan. Pasó por la despensa y comenzó a mirar las carnes, verduras… Evocó sus conversaciones con los lugareños y la manera que tenían estos de preparar la comida.

Llamó a sus ayudantes y entraron en faena: en un caldero grande lleno de agua introdujeron trozos grandes —paletilla y costillar— de carne de oveja. Disponían de toda la tarde hasta que los Caballeros llegasen para cenar y ese tiempo era perfecto para la cocción a fuego lento. Tenían verduras y setas de estación y, por supuesto, ajos. Olfateó la mezcla y decidió incorporar alguna de sus especias. 

El Abad Román se quedó todo el tiempo comprobando la carne y viendo cómo se reducía el caldo a una consistencia adecuada de sopa.


Los Caballeros estaban sentados en la mesa principal, en el centro de la sala. Los escuderos, que comían aparte de sus señores, ocupaban una mesa cercana a la puerta.

El Abad comenzó a cortar pan y a disponer, sobre la mesa, una gran hogaza a cada uno de los Caballeros. Los ayudantes hicieron lo mismo con los escuderos.

El gigantesco Caballero a punto estuvo de decir algo, pero el Abad levantó rápido la mano, que casualmente llevaba el cuchillo, por lo que el gesto de que guardase silencio pareció una amenaza. Almansa soltó un gruñido de disconformidad.

Dispuestas las hogazas, procedieron a servir la carne encima de ellas. La consistencia del pan impedía que se rompiesen. Asintieron todos, conformes con el sabor de la oveja, dando buena cuenta de la misma. Acompañaron el plato con vino de una calidad excepcional, proveniente de los viñedos longevos del lugar.

Terminada la carne, las hogazas estaban enteras pero impregnadas de la carne al deshacerse y caer el jugo sobre ellas.

En ese momento sirvieron unos cuencos con sopa: el caldo en que se había cocinado la carne junto con las diferentes verduras.

—¿Sopa después de la carne? —soltó Almansa. A punto estuvo de continuar la protesta, pero se encontró con la mirada de advertencia del Abad.

Se acercó Román y procedió a trocear el pan de Almasa en el humeante plato de sopa, a la vista de todos. Estaban pendientes los comensales, que hicieron lo mismo y comenzaron a comer.


—¡Abad! —Las paredes retumbaron.

Román se acercó solícito. Las caras de los Caballeros y de los escuderos mostraban satisfacción.

—La comida ha sido excelente.

El Abad asintió ante el comentario de Almansa. Estaba a punto de retirarse, pero se detuvo y preguntó:

—¿Le dirá a Don Rodrigo Díaz de Vivar que le serviremos este mismo guiso dentro de dos días?

Almansa, extrañado, se quedó callado un momento, pensando, y dijo:

—Mi Señor no tiene previsto pasar por aquí hasta dentro de unos meses —Notó la cara de sorpresa del Abad—. Somos una avanzada para comprobar temas estratégicos.

—Pero el mensajero…

—¡Ah! ¡Ese gañán! —comentó Almansa, y al momento todos los Caballeros se rieron, también los escuderos, que estaban atentos a la conversación—. Le dijimos que yo era El Cid. Es una broma habitual: llevaba puesto el yelmo, con la visera bajada y…

El Abad Román se desplomó en el duro suelo.

Parecía muerto.


Había llegado el duro invierno. El Abad Román caminaba despacio hacia una bodega subterránea, cerca de la ladera del Castillo. En ese momento pasaba por El Cubo de la Puerta de San Gregorio. Era un día frío pero despejado, con pocas nubes en un cielo azul hermoso.

Bajó la vista y divisó al mensajero del rey, que caminaba en su dirección. Este, al verlo, se metió por una calle lateral, para no encontrarse con él. Román sonrió y recordó su desmayo y la descomunal bronca que le echó al desafortunado por dejarse engañar.

El Abad se dio cuenta de que los cambios desde entonces habían sido buenos. En parte porque ya no había vuelto a depender de la especia. Y también porque su plato lo comían ahora en todas partes: el «ajo carretero» había traspasado el territorio.

Quién sabía si alguien lo estaría preparando para El Cid en algún lugar en esos momentos.



Cómo ha cambiado El Cid. 


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