UNA MUJER TERCA (Historias sobre el Cambio Climático)

Estamos participando en el concurso de relatos sobre el cambio climático que organiza Zenda Libros. Este relato lo escribí después de escuchar a un tipo decir:

-A ver, p’a qué voy a reciclar, con lo mal questá todo, qué más da.

Me dieron ganas de estrangularlo pero, en vez de hacerlo, me bebí una cerveza. Luego reciclé la botella, eso sí.

Gracias por leerlo, y espero que te guste.
Eduardo Enjuto Vázquez

Imagen de Free-Photos en Pixabay

UNA MUJER TERCA

Aún es de noche cuando Irene despierta. Siente una presión fuerte detrás de los ojos y le duelen los huesos. Se acerca una tormenta.

Prepara una infusión y la toma de pie, comiendo un trozo de pan y mirando a las nubes grises. Un aguacero en esta época del año puede ser terrible y acabar con la cosecha. Lo sabe bien, porque ha ocurrido más veces.

Sale de casa y empieza a trabajar. Cierra los invernaderos, comprueba las bombas de achique y conecta los molinos para aprovechar el viento. Frunce el ceño cuando pasa junto a la acequia y desvía la corriente para que el agua no llegue a los campos. No tiene buen aspecto.

Termina de revisarlo todo y caen las primeras gotas. Camina hacia el edificio del mercado y cruza las puertas cuando empieza el aguacero. Pasea por los puestos, guarda las compras en una bolsa de tela y habla con sus vecinos.

—Ha empezado otro vertido —dice en voz alta—, el agua baja negra como el hollín. Si el río se desborda, las tierras de la rivera quedarán inservibles. Habrá que limpiarlas de nuevo.

Se escuchan algunas quejas y un hombre grita, enfadado y al borde del llanto, que todo es inútil. Irene se aleja y continúa su paseo por el mercado. Compra hilo grueso y agujas, encarga lonas y listones de madera para los viveros y habla con un mecánico acerca de una avería en sus placas solares.

La lluvia cae con fuerza y tarda horas en amainar. En cuanto puede abandona la seguridad del edificio y vuelve a su casa con paso rápido. Cuando llega encuentra los canales desbordados, los cultivos cubiertos de un agua negra y ponzoñosa y los invernaderos dañados. La mitad de la cosecha se ha perdido.

Dedica el resto del día a trabajar en los campos y pasa la noche en vela pensando en los viveros. Al día siguiente se levantará pronto y empezará a reconstruirlos, preparará esquejes con las plantas que han sobrevivido y bajará con sus vecinos a las tierras de la rivera para empezar a limpiarlas. Los vertidos son muy dañinos, pero cada vez son más escasos y, antes o después, dejarán de fluir.

Irene es paciente y sabe que las máquinas se estropean, es cuestión de tiempo. El pueblo seguirá allí cuando dejen de funcionar. Sólo hay que esperar, y sobrevivir.

Lejos de su casa, río arriba, la última fábrica que sigue funcionando cierra las compuertas y el vertido de productos químicos se detiene. En unos días el lecho del río retomará su color, pero una semanas más tarde se llenarán los depósitos y se producirá un vertido nuevo.

No hay hombres desalmados y crueles detrás de esa actividad. La humanidad hace tiempo que dejó de estar al mando, ya no es responsable ni capaz de provocar un cambio climático, y las fábricas automatizadas, libres, ignorantes, siguen produciendo armas, máquinas, ropas y plásticos que nadie consumirá nunca.

Pero poco a poco van dejando de funcionar. Irene lo sabe. Antes o después se agotarán, se estropearán, morirán. Y ella seguirá cuidando de los viveros, dejándose la piel en los campos y sobreviviendo. No lo hace por apego a la vida: es simple y humana terquedad.

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