POLÍTICAMENTE INCORRECTO (Historias sobre el Cambio Climático)

El cambio climático es un tema que da mucho juego a la hora de escribir relatos. O de hacer política, y si no, que se lo digan a Donald Trump: qué no habrá dicho este hombre sobre el asunto con tal de no reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de EE.UU.. Para mí, su mejor aportación al tema fue la que hizo frente a los mineros del carbón de Virginia del Oeste, a los que se quejó de la laca del pelo, que, ¡hay que ver!, desde que no contiene aerosoles ya no fija tan bien como antes. Verídico.

Como tema político, es responsabilidad de todos nosotros, como votantes, cómo es tratado por nuestros gobernantes. Así que hay que ser juicioso a la hora de votar, porque, en cuestión medioambiental, ahora mismo nos jugamos mucho, si no todo.

De esto precisamente trata el relato que presento en esta entrada, en un escenario de gota fría. Me tocó vivir una hace muchos muchos años, en Murcia. Y he de decir que quien no haya vivido una, no sabe lo impresionantes que son. Ni el daño que hacen.

Espero que te guste.

Libertad García-Villada

POLÍTICAMENTE INCORRECTO

Corría el año 2034. En otoño me mandaron cubrir la noticia de la gota fría en Levante. Daniel, el fotógrafo, y yo tardamos casi dos días en recorrer una distancia que en condiciones normales se salvaba en unas horas; las carreteras estaban atestadas de gente que lo había perdido todo y huía de la zona de desastre cargada con lo poco de valor que había logrado salvar. De vez en cuando nos cruzábamos también con algún camión militar lleno de niños, mujeres y ancianos, como siempre los más vulnerables en situaciones fuera de control, como aquella. Pero no eran frecuentes; el ejército no daba abasto: todo Levante, de norte a sur, estaba afectado. La imagen de aquel éxodo recordaba a las huidas de refugiados de las zonas de guerra. El espectáculo era dantesco y mi compañero no paraba de sacar fotos desde el asiento del copiloto.

Las gotas frías se habían ido recrudeciendo y la de aquel año había sido la peor desde que se tenía registro, porque las lluvias habían sido más intensas y los ríos Segura, Júcar y Ebro se había desbordado. Aún peor: varias presas de la zona amenazaban con romperse.

Las ultimas gotas frías, junto con la sequía que duraba ya años, habían arruinado muchos campos de cultivo de los que vivía gran parte de la región. El consecuente aumento del desempleo había determinado que la pobreza alcanzara máximos históricos. No solo en Levante: la sequía afectaba a casi todo el país y la pobreza se había extendido como la peste. Otros países europeos, en especial los del sur, pasaban por una situación similar. Buscando trabajo, la gente trataba de migrar en masa a países más al norte, menos afectados por el cambio climático. De resultas, la legislación sobre migración se había endurecido en toda Europa y uno ya no podía pasar de un país a otro fácilmente, ni siquiera dentro de la Unión. Así estaban las cosas por aquel entonces, marchando lentamente hacia la guerra que vendría después.

Mi labor consistía en hacer una descripción de la situación en la región de Murcia, recabar toda información posible del ejército y preguntar a los lugareños sobre su experiencia personal. Daniel no tenía más que sacar fotos del desastre allá donde fuéramos.

Cuando ya casi habíamos llegado a la zona más afectada, Daniel señaló a un hombre que venía en dirección contraria, como el resto. Pero, a diferencia del resto, estaba solo. Es mejor entrevistar a gente sola, porque los acompañantes siempre tienen también algo que decir, interrumpen, la gente se pone a hablar a destiempo y al final la entrevista no sale bien. Aquel hombre viajaba solo, era un objetivo perfecto. Asentí y paré el coche cerca de él. Era un hombre mayor, aparentaba unos setenta años, con la piel de la cara como el cuero, curtida por el sol y el aire marino, y con profundos surcos en la frente. Caminaba algo encorvado por el peso del fardo que llevaba a la espalda. Vestía ropa sencilla, de trabajo, manchada de barro y miseria. Avanzaba despacio, pero no se detuvo cuando paramos el coche a su lado. Nos apeamos.

–Señor, disculpe –le llamé acercándome a él–. Buenos días –dije cuando logré su atención–, somos periodistas, estamos aquí para cubrir la noticia de la gota fría. Nos gustaría saber cuál es su experiencia.

–¿Mi experiencia? –preguntó como si no me hubiera entendido.

–Ajá –le animé.

–Mi experiencia es que lo he perdido todo: la casa, el huerto, el coche y… –Las lágrimas afloraron a sus ojos, se las secó con un brusco gesto de la mano–. ¡Me cagüen to! La gata, también la gata. –Escupió en el suelo con rabia y entre dientes dijo–: De todo esto la culpa la tienen los políticos.

Se hizo un silencio, en el que contuve la respiración, porque temía la reacción de mi compañero. Yo entonces tenía esa edad en la que uno está ya de vuelta de todo y me tomaba las cosas con calma. Pero mi compañero, Daniel, era todavía muy joven y sentía pasión por todo y, dada la situación que vivíamos, más aún por la política.

–¿Cómo que de los políticos? –soltó casi al momento.

–De esos hijos de perra –aseveró el anciano –, que no han hecho nada para impedir la riada. Estaban avisados, que esto acabaría pasando, por el calentamiento, ya saben, pero ellos, nada, como el que oye llover, rascándose los huevos a dos manos, como siempre.

–Pero, a ver, ¿usted a quién votó? –le preguntó Daniel sin ningún reparo.

–A los que están.

–A los que están, claro. Pero los que están no creen en el cambio climático, según ellos es todo una maniobra para subir los impuestos.

El anciano asintió con un halo de tristeza.

–Eso dijeron, sí.

–¿Y usted los creyó?

–Ellos tienen estudios, deben saber de estas cosas. Y yo no quiero pagar más impuestos.

–Pero ¿es que usted no sabe que nunca hay que creer a los políticos en campaña, que cualquier cosa que digan hay que contrastarla?

–¡Bah! Yo no tengo tiempo para esas cosas –argumentó el anciano.

Daniel le puso una mano en el hombro y sin piedad le contestó:

–Pues a partir de ahora va a tener todo el tiempo del mundo, abuelo. Pero mire, para usted ya es tarde.


–¿No crees que te has pasado un poco? –le pregunté a Daniel en el coche, tras la entrevista.

–Para nada. Su generación pudo evitar todo esto y no movió un dedo. Y ya le has oído, que él no tiene tiempo para estas cosas.

–Daniel, ese hombre lo ha perdido todo.

–Ay, amigo mío –dijo él–, pero él hasta ahora siempre tuvo algo que nosotros no tendremos: un mañana.

Nunca olvidaré sus palabras, que entonces me parecieron derrotistas, porque apenas quince años después de este episodio estalló la guerra por el control del agua potable y el tiempo se detuvo para siempre.

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