No es que los de #Zenda sean unos berzotas; somos nosotros, los que presentamos relatos y nos quedamos fuera, los que somos unos tronchos de berzas, como dice Pérez-Reverte en Un día de cólera.
(Guiño, guiño).
(No lo he leído, pero he encontrado la referencia y me ha venido de perlas).
Puede que de momento no seamos los elegidos, pero somos perseverantes: algún día escribiremos un relato merecedor del primer premio. Libertad y Jesús ya han estado cerca… ¡Todo llegará!
Aquí te dejamos nuestras propuestas de este año. Son tres relatos a cada cual mejor, y eso no tiene nada que ver con que haya puesto el mío en último lugar.
El secreto mejor guardado, escrito por Libertad y Jesús, cuenta el origen de una entrañable tradición: las desapariciones de Navidad. Relato patrocinado por Robot Santa Claus.
Expropiación indebida, escrito por Jesús y Libertad, narra el escalofriante enfrentamiento entre una empresa de reparto y los repartidores navideños por excelencia. Cualquier parecido con la realidad será… No, a ver, seamos serios: lo que cuenta este relato es ficción. Hablan de renos, y los renos no existen.
La hija del fantasma, escrito por Eduardo, que soy yo. Es una historia de fantasmas, gatos y la ilusión por la Navidad. ¿Cómo no te va a gustar? ¡Tiene fantasmas! ¡Y gatos!
En fin, yo ya no sé si son buenos relatos o no. Lo dejo a tu criterio. Si crees que alguno merecía ganar no dejes de decírnoslo…
Y lo que es más importante: no dejes de quejarte con furia e indignación, para que la próxima vez nos pongan ojitos.
¡Gracias por leernos, y que los disfrutes!
El secreto mejor guardado

Érase una vez que se era una época en que no existía la electricidad. Estos fueron, sin duda, los buenos tiempos, los más apacibles. La gente no estaba dando por saco hasta las tantas: aprovechaba la luz solar y no tiraba innecesariamente de velas ni lámparas.
Con la llegada de la corriente todo se trastocó. Los trasnochadores se pasaban las horas muertas haciendo lo que fuera y las fiestas nocturnas se eternizaban.
Fue entonces cuando empezó a desaparecer la gente.
En la Nochebuena.
Al principio se desconocía por qué. Con el paso de los años, sin embargo, estas desapariciones empezaron a relacionarse con Santa Claus. Quienes no estaban en la cama en las horas de reparto de regalos eran aquellos de los que no se volvía a saber nada. Nunca más.
El fenómeno se investigó por todo el globo y pese a la falta de pruebas fehacientes, Interpol contactó con Papá Noel para preguntarle sobre el asunto. Su abogado contestó que no sabían de qué les estaban hablando. No obstante, se enviaron agentes con una orden de registro al Polo Norte en busca de los desaparecidos. No se halló ni rastro de estos.
Si bien las desapariciones continuaron siendo un misterio, se las consideró ligadas a la presencia del «Viejito Pascuero». Por este motivo, los mandatarios empezaron a tomar medidas para evitar que siguieran sucediendo: se decretó un toque de queda por el que, el día veinticinco de diciembre, a partir de las doce de la medianoche, todos en la casa debían estar metidos en la cama, sin excepción. Aquellos que desobedecieran se arriesgaban a sufrir las posibles consecuencias.
Las desapariciones descendieron drásticamente. Pero aún, todos los años, algún despistado desoía o se olvidaba del toque de queda. Y no se lo volvía a ver.
Como le ocurrió a la familia García. Que se juntaba al completo en la casa de la abuela por Nochebuena. Tres hijos con sus respectivas parejas y un total de cinco nietos adolescentes.
La velada comenzó bien. Aunque todos, menos que más, visitaban a la matriarca de vez en cuando, casi nunca coincidan y las parejas hacía tiempo que no se veían. Así que, al principio de la cena, las conversaciones se centraron en lo mucho que los niños habían crecido, y los adultos envejecido, y en cómo la abuela se mantenía milagrosamente viva a pesar de los innumerables achaques que padecía. Después se pusieron al día de las novedades: cómo les iba en el trabajo —aquellos que lo tenían—, y los viajes que habían realizado a lo largo del último año.
Y es así cómo empezó el problema.
Uno de los cuñados comentó que habían visitado Praga, de donde habían regresado con varias botellas de absenta pura, casera, elaborada a la manera tradicional. Y para hacer una demostración de su savoir faire, había traído un par a la cena. Ni que decir tiene que nadie quiso esperar a los postres para saborear semejante exótico elixir.
Se sirvió a espuertas, y caía ya sobre varias cervezas, algún fino y dos o tres copas de vino. Se decidió que incluso los niños podían probarlo, para que fueran haciendo mundo. Estos aceptaron encantados: ¡cómo iban a pasar semejante oportunidad de demostrar una mayoría de edad tan deseada y aún no lograda!
El problema no fue la absenta, o no por sí sola. El problema fue cómo derivó la conversación. De viajes a cogorzas memorables. De aquí a multitud de reproches del pasado familiar. Y por supuesto, el colofón fueron el futbol y la política. A partir de este punto ya dio igual: la discusión estaba servida, no importaba el tema.
Abrieron la segunda botella de licor. Aumentó el tono de voz, ya muy alto. Se hicieron frecuentes e hirientes los improperios. Empezaron a sacar los trapos sucios. Perdieron la noción del tiempo.
Iban por el sexto chupito cuando desoyeron en sus móviles la alarma del toque de queda, que de forma automática avisaba de la conveniencia de irse a acostar.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Empezó con unos ruidos en el ducto de la chimenea. Inesperados en principio hasta que, unos instantes después, con la poca clarividencia que aún les quedaba, los García dedujeron qué estaba ocurriendo. Pero era ya tarde, esto también lo dedujeron.
Asomaron unas botas en la base de la chimenea, que llevaba horas apagada sin nadie que recordara recargarla. Unidas a unos pantalones rojizos. Antes de tiempo, Santa estaba en medio del salón, a la vista de todos.
Abrieron los ojos como platos. Lo que tenían en frente no era un hombre entrado en carnes, de mejillas sonrosadas, barba blanca y aspecto bonachón. No. Era un troll. De los de toda la vida. Vestido, eso sí, como si fuera San Nicolás. ¿Lo era? No hubo tiempo de plantear esta pregunta. El maleficio cayó sobre todos ellos antes de que se dieran cuenta.
Santa miró su saco lleno de regalos sin saber qué hacer. Solían ser uno, como mucho dos, los miembros de una casa que lo pillaban en flagrante, los que descubrían su verdadera naturaleza, —y sin remisión eran castigados—; siempre quedaba alguien sin menoscabo para recibir los correspondientes regalos. En este caso habían sido todos los presentes los afectados. Una lástima y un desperdicio. Pero, por otro lado, pensó, doce nuevos elfos le serían de gran ayuda en la fabricación y preparación de los regalos navideños. Les sonrió y ellos le devolvieron una mirada de incomprensión. Desconocían qué o quiénes eran y cuál sería su función. Santa, que lo sabía, les dio al momento la primera pista:
—Vamos, hijos míos, seguidme raudos al trineo, que aún quedan muchos regalos por repartir.
Por esto, niños, hay que acostarse en Nochebuena antes de las doce y no levantarse hasta que amanezca.
Y queridos adultos, en especial en esa noche, no hay que abusar del alcohol ni conversar sobre el pasado, el deporte ni —por supuesto— la política. Ni dejar que los cuñados tomen el control de la situación.
Expropiación indebida

Estoy en la cama empapado de sudor. El calor es insoportable.
Insoportable. Y no me refiero solo a la temperatura.
Todo.
Empezando, lo más importante, porque no sé quién cojones soy. Desconozco mi nombre, edad, profesión… Entiendo las palabras y recuerdo lo que acontece cada día, pero mi cabeza es un libro en blanco. Sé que soy un tipo amable. Incluso con los celadores —tal vez sean guardias en vez de enfermeros— de este lugar, que no parece una residencia. Ya he dicho que recuerdo ciertos conceptos, pero nada sobre mí. ¿Por qué sé que soy amable? Pues porque lo veo en los otros tres ancianos que están en este pabellón, sala, o lo que sea. Me miran con un cierto aire altivo, como si les debiera dinero. Y quizá sea así, no lo sé. Como digo, yo les sonrío y busco conversación. Tal vez puedan darme alguna pista de quién soy. Pero nada de nada. Malditos engreídos.
Llevo muchas noches dándole vueltas a la idea de escaparme. Tengo la intuición de que afuera encontraré la verdad, respuestas que me ayuden a sobrellevar esta desesperante sensación de vacío.
También poseo habilidades para memorizar y organizar horarios. Útiles para controlar a los guardias. He estado vigilando a uno de ellos: por la noche, va al lavabo, se sienta en el trono y se tira fumando y chateando con el móvil media hora. Que digo yo que se quedará sin circulación en las piernas. Con esa ventana de tiempo puedo escaparme por el conducto del aire acondicionado de mi habitación. Ya tengo desmontada la trampilla y la canalización es muy amplia, quepo sin problemas.
Ah, oigo cómo se marcha al WC. Es mi momento. Dicho y hecho. Me piro de aquí.
Acabo de aparecer en la sala de máquinas de la instalación. Hay una puerta que da a la calle y…
Me encuentro con todo nevado. En efecto, está nevando. ¿Dónde estoy? Y lo más curioso es que no noto el frío. Mi única vestimenta es un fino pijama y las pantuflas, y me siento fenomenal.
Un grandísimo edificio brilla a lo lejos. Me llama mucho la atención. Tal vez recuerde algo si me acerco. Me encamino con paso firme a lo que puede ser mi destino, a recuperar la memoria.
Llego al enorme lugar. Es un almacén de distribución. Gigantesco. Camiones, furgonetas, multitud de vehículos entran y salen de los muelles de carga. Algo empiezo a percibir, se me eriza la piel y no es de frío. Este lugar…
—Pero ¿qué coño está haciendo aquí?
A mi derecha un guardia me mira con los ojos como platos.
Empiezo a recordar. Y me invade la tristeza y el rencor.
—Avisa a tu superior —digo sin mirarlo mientras accedo a lo que era mi almacén. Le oigo llamar con voz nerviosa a alguien por teléfono.
Entro despacio. Miles de operarios están clasificando paquetes de todos los tamaños. Según voy caminando, van parando su actividad, sorprendidos por mi presencia. Algunos avisan a los despistados que no me han visto, que en seguida se quedan también embobados. Muchos apartan la mirada.
Llega el supervisor. Casi al trote, rodeado de varios de sus subdirectores de pacotilla. Me mira de arriba abajo.
—¿Qué Navidad es esta? —pregunto.
Duda responder. Pero entiende que no puede engañarme. Nota —algo que también siento, no sé cómo—, que he recuperado la memoria. Tengo esa habilidad para calar a la gente.
—Las navidades del 2024.
—Me habéis mantenido drogado dos años…
—Ehhh, yo no soy el responsable de su arresto hospitalario, yo… —dice el supervisor.
Recuerdo que fui a una revisión médica periódica antes de la Navidad del 2022 y ahora me encuentro con todo esto.
—¿Quiénes sois?
El supervisor sonríe y responde de inmediato:
—La empresa de venta y distribución Achacon.
—¿Achacon?
—Sí, la misma que quiso comprarle a usted, señor Santa, la distribución de los regalos de Navidad.
Y lo recuerdo todo. Los vendedores trajeados que venía cada dos por tres a tocarme las barbas, a decirme que vendiese, que vendiese y que vendiese. Que la Navidad cada vez empieza antes y que yo no soy capaz de dar un buen servicio. Y que lo importante son los regalos, que ya no hay chimeneas, y que ir en trineo entorpece el tránsito aéreo…
Miles de argumentos. Me dijeron también que alegarían vejez y pocas competencias informáticas. Imagino que me drogaron y me metieron en aquella especie de asilo. Y claro, los otros tres del pabellón son los Reyes Magos, que sí aceptaron cobrar por dejar su negocio.
—¿Y mis elfos?, ¿dónde están?
—Oh, verá señor Santa, les ofrecimos una morrocotuda compensación económica por sus lustros cotizados. Y el regalo de un viaje a una isla tropical. La verdad es que se entusiasmaron con la oferta. Decían que estaban hasta la campanilla del gorro de trabajar tanto. Que ya casi nadie quería su magia, que no podían competir con los elfos de El Señor de los anillos…, vamos, que en un día se fueron todos. Referente al importe, aunque le han expropiado el negocio, su indemnización la tiene en el Banco de…
—¿Y mi casa?
—Ahora es un museo y el office para tomar café en las pausas del trabajo de los nuevos operarios.
—¿Y mi ropa?
—También en el museo… Si la quiere, deberíamos lavarla, ya que los operarios se la ponen…, ya sabe, para hacer memes…
Tengo miedo de preguntar.
—¿Y los renos?
—Han montado un parque temático al norte de Finlandia.
—Puedo denunciarles por expropiación indebida.
Y ni yo creo que tenga éxito.
—Lo sabemos. —El supervisor con un gesto abarca todo el almacén—. Pero, como ve, la finalidad para con los niños está cubierta y el negocio funciona. Sería un juicio eterno.
Pienso que los tiempos están cambiando demasiado rápido. Tal vez sea el momento de escribir mis memorias.
—¿Puede darme unas galletas? Tengo antojo.
La hija del fantasma

Darío estaba preocupado. Sabía que a su hija le quedaba un año, como mucho dos, antes de perder las ganas por decorar la casa, hacerse regalos el uno al otro y pasar las fiestas en familia. La observaba mientras miraba por la ventaba y le hacía gestos al gato de su vecino, que la correspondía con gatuna indiferencia. La caja con la decoración navideña seguía encima de la mesa, cerrada.
«¿A qué edad dejamos de ilusionarnos?», pensó. Recordaba que, al cumplir quince años, él prefería estar con sus amigos que con sus padres. Leila tenía doce. No le quedaba mucho. Aquel año era decisivo para definir su relación con la Navidad durante el resto de su vida, porque era el primero que iban a pasar sin Maryam, su madre.
Ese era el caso de la niña, porque el padre, realmente, seguía en contacto con ella.
La primera vez que vio a su mujer, después del accidente, fue en el tanatorio. Le miraba desde un rincón, sonriendo. Leila no podía verla. Ese don pertenecía a su padre, ungido por error cuando era un bebé con el aceite de los difuntos.
—Ni se te ocurra decirle nada de mí —decía ella—, porque es lo que le faltaba para que se despiste en el colegio, que crea en fantasmas.
—Pero es que existen —respondía él—. Tú eres uno.
—Ni-se-te-o-cu-rra.
Cuando Maryam separaba las vocales al hablar, significaba que no había más que decir. Darío, en esos casos, asentía y guardaba silencio. Era un hombre sensato. Si el fantasma de su mujer decía que los fantasmas no existían, entonces no existían, y punto.
Por eso quería que Leila disfrutara de aquella Navidad, porque había perdido a su madre. No se podía permitir perder la ilusión al mismo tiempo. Era una niña; sería demasiado cruel.
La caja seguía sobre la mesa.
Darío recordó algunos de sus mejores recuerdos, hacía ya muchos años. ¿Era feliz porque era navidad, o porque era un niño? Recordaba el chocolate que preparaba su abuela en nochebuena, y también los juguetes raros que le hacía su tío. El dulce, y los juguetes de madera…
—¡El Cascanueces! —dijo en voz alta. Leila se giró con la mirada de una adolescente que cree que su padre chochea—. Perdona. Que… voy a salir un momento, y ahora vuelvo.
La niña siguió poniendo muecas por la ventana al gato, que se lamía una pata sin hacerle el menor caso. Darío se puso una chaqueta y salió por la puerta con paso rápido, seguido por el fantasma de su mujer. En la calle caía una nieve fina movida por el viento.
—¿Recuerdas El Cascanueces? —preguntó sin aminorar el paso. No se volvió, pero supo que su mujer había asentido en silencio—. Lo vimos hace tres… No, casi cinco años. ¿Tanto tiempo ha pasado? ¿Ya? Parece que… Dios mío, ella tenía siete años.
Se detuvo y se volvió. Maryam se encogió de hombros.
—Bueno, da igual —dijo mientras volvía a andar—. A ella le encantó. ¿Recuerdas lo que nos dijo cuando salimos del teatro?
—Claro —respondió ella—. Dijo que quería un juguete que cobrara vida, pero que no fuera un chico, que no quería saber nada de príncipes.
—A eso me refiero. En la obra, el juguete es importante cuando se vuelve humano y vive. —Darío se volvió hacia su mujer—. Ella es como tú. No quería juguetes. Siempre ha preferido las cosas que crecen.
—¿Qué tienes en mente, Darío? —Maryam hizo con el ceño lo único que podía hacer: fruncirlo—. No pensarás en regalarla un cactus, que te conozco…
El hombre se echó a reír, pero no respondió. Cuando llegó a su destino estaba empapado.
Tardó más de una hora en volver a su casa. Leila estaba mirando la caja con la decoración navideña, pero no la había abierto.
—Señorita, tenemos que hablar —dijo su padre mientras se quitaba el abrigo—. Vengo de hablar con Rosa, la mujer de la confitería, ¿sabes quién es? La que trabaja con una protectora.
—Ya sé quién es, papá, no soy… Espera… ¿Para qué has ido a verla?
—Tenemos que decorar la casa. Van a traernos a un gatito en acogida dentro de dos horas, y esto tiene que parecer acogedor.
—Pero… pero… —Leila empezó a temblar y a abrir la caja con las manos, olvidando unas tijeras que tenía al lado—. ¿Un gatito? ¡Pero no nos va a dar tiempo!
—Habrá que darse prisa entonces.
—A los gatos les gustan los árboles de Navidad… Aquí no hay nada de eso… ¡Haremos uno con cartones!
Mientras Leila se volvía loca con las guirnaldas, Maryam le hablaba a su padre desde el quicio de la puerta.
—Eso es jugar sucio —dijo—. Además, este truco no te va a servir el año que viene.
—De momento vamos a acoger a un gato, hasta que pasen estas fiestas. A las protectoras no les gusta entregar animales ahora porque se convierten en regalos… No, nosotros vamos a acoger uno. Luego ya veremos. Si se encuentra cómodo aquí, podrá quedarse. Y el año que viene… ¿por qué no? Podemos sacar a alguno de la calle durante unos meses, hasta que le encuentren una familia. Sería nuestro regalo de Navidad a su especie. Ella se ilusionará y él tendrá un futuro. Nadie dijo que un regalo tenía que ser algo material. También puede ser una oportunidad.
Maryam se acercó flotando hasta su marido y le dio un abrazo incorpóreo.
—Esto no se te da del todo mal —dijo—. A lo mejor consigues ser un buen padre y todo.
—Ya veremos —respondió él mientras se acercaba a su hija con una caja de bolas de colores brillantes de plástico, resistentes y especiales para gatos—. Aprenderemos sobre la marcha.