Hoy Jesús Durán y yo venimos con un relato escrito a cuatro manos.
Sobre el fin del mundo.
Que está cerca.
Para todos nosotros.
Que sea o no como lo proponemos es otra cosa.
El relato lo creamos para una convocatoria y, por alguna extraña razón, no fue seleccionado. Decimos «extraña» porque el relato es, no vamos a negarlo ni a ocultarlo, muy bueno. Unos relatos salen mejores que otros y este en particular salió redondo. Podríamos haberlo guardado para presentarlo a otra convocatoria, pero hemos decidido, por un lado, que no debe ser rechazado de nuevo, y por otro, que debe ver la luz cuanto antes mejor y qué mejor sitio para que lo haga que el blog. Es un relato que, como al de «La especia», le tenemos un cariño especial.
Esperamos que te guste.
EL FIN DEL MUNDO
Ramón se despertó.
Algo le había sobresaltado.
Permaneció unos instantes con los ojos abiertos, mirando en la penumbra el techo de la habitación mientras prestaba toda la atención que podía con el oído. No percibía nada. No le había despertado ningún ruido repentino, o al menos no uno repetitivo. A veces lo hacía el portazo de algún vecino poco considerado o el estruendo del camión de la basura vaciando sin delicadeza los contenedores de la calle. Pero no oía el ascensor indicando que alguien hubiera salido de su casa ni ningún sonido del exterior. Quizá se había despertado sin más. O tal vez debido a un sueño que no recordaba. Observó que se colaba algo de luz a través de la persiana. Ya había amanecido.
Consultó el teléfono móvil: eran las seis y treinta y tres de la mañana.
Tenía puesta la alarma a las siete en punto. Sabía que no conseguiría dormirse de nuevo antes de que sonara y, si lo lograba, seguro que se levantaría con somnolencia y de mal humor. Decidió que cuanto antes llegara al trabajo, antes podría salir y aprovechar su horario flexible. «Es viernes, ¡qué demonios!», se dijo. No tenía ningún plan para la tarde, pero la idea de regresar antes y ver una larga película —de esas que tenía pendientes y para las que nunca encontraba tiempo— le pareció muy acertada.
Se levantó y pasó al baño. Al darle al interruptor, la luz no se encendió. Probó varias veces más. Clic, clac, clic, clac, clic, clac. Nada. Para asegurarse de que era tan solo la bombilla, accionó el interruptor del pasillo. Pero tampoco. «Quizás han saltado los plomos», pensó. Utilizando la luz del móvil fue hasta la caja empotrada con el magnetotérmico, ubicada en la entrada de la casa. La abrió y se dio cuenta de que era difícil trastear con el móvil en una mano, porque tenía que andar sujetando la trampilla, que era abatible. Fue a la cocina: en el cajón inferior de la alacena guardaba una linterna grande que alumbraría todo el recibidor. La encendió y regresó con ella a la entrada; la dejó en la cómoda con espejo. «Perfecto. Ahora sí veo bien». Todas las clavijas del panel parecían estar en su sitio. No obstante, desactivó y activó de nuevo la correspondiente a la entrada general. Otra vez nada. «Debe de ser un problema del edificio». Se quedó un momento pensativo y maldijo por lo bajo porque sin electricidad no tendría agua caliente esa mañana para ducharse. Decidió que se asearía como pudiera, en el lavabo: el agua del grifo salía bastante fría para una ducha matutina porque era marzo.
De nuevo entró en el cuarto de baño y abrió el grifo. No salió agua. Ni una miserable gota. «Pues estamos apañados». Probó ambos grifos con la inocente presunción de que si el de la fría no funcionaba, igual al menos el de la caliente. Probó también la ducha. Mismo resultado. «Tampoco hay agua». Pensó que lo mejor sería volver a meterse en la cama, porque cualquier día que empezara de una manera tan fatídica no auguraba nada bueno. Pero debía cerrar sí o sí unos asuntos en el trabajo. Tenía varias botellas de agua. Con eso se apañaría.
Tras asearse y vestirse decidió que, ya que iba con algo de tiempo, tomaría el desayuno en la cafetería cercana al trabajo. Preparaban un café muy bueno. También los cruasanes merecían la pena. Tampoco era que pudiera hacer gran cosa en su cocina, dadas las circunstancias. Consultó rápido en el móvil las aplicaciones de las compañías de luz y agua, por si había alguna notificación reciente de incidencia que provocara el corte. O de algún pago pendiente y por eso le habían cortado todo. Su banco cada vez le daba más problemas. Aparte de la habitual publicidad, no encontró nada y no quería demorarse más en salir. Comprobó el contenido de su bandolera y abandonó su casa. Por verificar que aún no había vuelto la luz, le dio al botón del ascensor. Ninguna reacción. Bajó con cuidado por las escaleras los seis pisos que le separaban de la calle. Se puso las gafas de sol y salió del edificio.
Nada más salir tuvo que detenerse y quitarse las gafas para prestar atención: la calle estaba desierta. Por completo. No se veía gente caminando, tampoco automóvil alguno circulando. Ramón sintió que se mareaba y tuvo que apoyarse en la pared del edificio porque pensó que perdía el conocimiento. Se tomó unos instantes con las manos apoyadas en las rodillas y la cabeza baja para controlar la respiración; prefería intentar tranquilizarse a tener que tomarse una pastilla. Lo consiguió tras unos instantes y volvió la vista a la calle. No solo que estuviera desierta, es que no se oía ni un ruido. Nada. Solo estaban aparcados los coches habituales a esa hora de la mañana: uno en la acera del edificio en que vivía y otro un par de manzanas más arriba. Coches que desde hacía semanas sospechaba que estaban abandonados. El resto, los que solían ocupar toda la línea de aparcamiento no importaba la hora, habían desaparecido. Los comercios, se dio cuenta ahora, parecían todos cerrados. «Es lógico —se dijo—, si no hay electricidad». Pero ¿y la gente?, se volvió a preguntar. Quizá hubieran cortado la calle por alguna razón. Esta sería una explicación lógica. Tal vez habían avisado y no se había enterado. No sería de extrañar, porque no prestaba mucha atención a los carteles del ayuntamiento que dejaban en la portería o en el tablón de anuncios de la comunidad. Soltó un resoplido. Tendría que caminar hasta el final de la zona cerrada antes de poder coger un autobús. El tiempo que había ganado al despertarse temprano lo iba a perder en aquel paseo. Con un poco de suerte no llegaría tarde al trabajo, al menos.
Volvió a consultar el teléfono. Seguían siendo las seis y treinta y tres. No se había vuelto a fijar en el horario desde la primera vez, al despertarse. Frunció el ceño con extrañeza. ¿Se le había estropeado? «Antes he consultado las aplicaciones de las compañías del agua y la luz, y funcionaba», se dijo. Lo desbloqueó y curioseó. Tenía un par de emails de empresas a las que compraba productos. Ningún mensaje importante. El teléfono parecía en orden. Abrió la página del periódico que leía en su navegador y la ojeo con rapidez. Nada en las noticias de la ciudad en relación con lo que estaba observando. Comprobó la última actualización: era de las seis y cuarto de la mañana. Ya debería haberse producido al menos una desde que se había levantado. ¿Qué demonios estaba pensando?, se preguntó. Necesitaba pensar. ¿Era aquello el fin del mundo?
Recordaba haber fantaseado alguna vez con esa idea de pequeño: se despertaba un día y la gente se había esfumado sin más. Él era, en apariencia, el único superviviente. Como en «Soy leyenda», pero sin perro. Por supuesto que su labor en esa tesitura era encontrar otros posibles supervivientes. En su fantasía viajaba en moto, puesto que todos los coches estaban donde los habían dejado sus dueños antes de desaparecer: es decir, en la carretera la mayoría; con la moto podía ir sorteándolos. Pero en la realidad que le había tocado vivir, todos los vehículos, como sus dueños, se habían evaporado. «Quizá encuentre una bici», se dijo.
Necesitaría una mochila, pensó. Y otra serie de cosas. Lo mejor sería hacer una lista… Con todo, antes de decidir que todo el mundo había desaparecido sin más, lo lógico era hacer una simple llamada de teléfono. O intentarlo, al menos. Eligió un número de su agenda del móvil: su madre. Y llamó. Pero no había señal: figuraba el mensaje de no signal en la pantalla y el inconfundible sonido de respuesta ante una llamada que no se ha podido efectuar. La red parecía haberse ido abajo. Probó el 091 con pueril esperanza. Tampoco. Lo mejor, se dijo, sería ir a visitarla. Asegurarse de que estaba bien. O de que al menos estaba. No sería difícil pese a la falta de transporte: su madre vivía a tan solo unas manzanas de su casa, una distancia para nada excesiva en realidad. En veinte minutos se plantaría allí. Decidió, no obstante, volver antes a su apartamento para dejar la bandolera y coger una mochila con algunas cosas. El resto de las botellas de agua, por ejemplo, por si su madre no tenía compradas. También para verificar si quedaba alguien en su edificio. Maldijo no tener una radio a pilas, por si desde alguna emisora comentaban lo que estaba ocurriendo.
Volvió a entrar y fue subiendo despacio piso por piso, llamando a todas las puertas. Con los nudillos, la palma de la mano, el puño, a voces, con insistencia. Esperó unos minutos frente a cada puerta y, llegando ya al último piso, donde se encontraba su apartamento, estuvo tentado de tirar alguna abajo, o de intentarlo al menos. Nadie acudió a su llamada. Ninguna puerta se abrió. Ni siquiera oyó ladridos de perro en reacción a sus golpes en los pisos que sabía tenían alguno. Empezó a encontrarse mal, con una angustia que hacía mucho tiempo no sentía.
Un rato después volvía a poner el pie en la calle. Esta vez en ropa informal —por si tenía que correr— y portando una mochila. Comenzó a caminar. Iba despacio, prestando una atención extraordinaria a todo lo que le rodeaba, por si viera u oyera a alguien. De vez en cuando pegaba un grito de llamada, acaso algún superviviente como él le contestara. Pero nada.
Resultaba tan extraño caminar por la ciudad abandonada. Sin nadie, sin circulación, sin ruido.
Llegó por fin al edificio en que vivía su madre. No se atrevió a llamar al telefonillo. Pensó que no podría soportar el silencio, si se producía. Tenía llave. Abrió y pasó adentro. Tampoco allí había electricidad. Subió lento por las escaleras hasta el tercer piso, en el que vivía, alumbrándose con la linterna del teléfono. No se había traído la linterna de casa porque era demasiado voluminosa y pesada. Además, su madre tenía otra igual; había comprado las dos hacía tiempo. «Y les cambié las pilas hace poco», recordó. Llamó a la puerta con los nudillos, más para avisar de su presencia que para que le abriera, y entró con su propia llave. Supo al instante que tampoco allí había nadie. Lo sintió. Recorrió la casa en silencio. Estaba todo en orden, excepto la cama, que estaba deshecha, como si alguien hubiera dormido en ella. Sabía a ciencia cierta que su madre no habría dejado la casa sin hacer antes la cama. Imposible. Y difícilmente la habría abandonado a esas horas. A su madre, que estaba jubilada y viuda, le gustaba levantarse tarde, poco antes de que las personas de ayuda a domicilio se presentasen, porque por la noche se quedaba hasta las tantas viendo películas de sesión de madrugada, que eran las únicas sin publicidad.
¿A qué hora pasaban por casa de su madre? ¿No era a las once y media de la mañana?
Con intención de comprobar si había puesto su madre la alarma, miró la mesita de noche, en la que había un reloj de cuerda, antiguo, del pueblo, de esos en los que el segundero hace ruido: estaba parado a las seis y treinta y tres. El segundero permanecía quieto, inmóvil. ¿No le había dado cuerda? Frunció el ceño por la coincidencia de la hora, pero le podía la preocupación. Y la alarma estaba activada, para las diez y cuarto de la mañana. ¿Dónde estaba su madre? ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Acaso había tenido lugar un cataclismo que había afectado a todos menos a él? ¿Qué haría ahora? ¿Buscar a la gente? No podía haberse esfumado toda así, sin más. ¿Buscar otros supervivientes como él? Necesitaría un vehículo, a pie no iba a hacer gran cosa. Quizá quedasen algunos en los concesionarios. Pero estaban a las afueras. Podría llegar con facilidad en bici… Recordó que el médico en cada control periódico le decía que no forzara el corazón. Esto le hizo pensar que lo primero quizá fuera pasar por una farmacia y hacer acopio, lo esencial, en caso de que se pusiera enfermo o se hiriese de alguna manera. Y su medicación, claro.
Abandonó el piso. Bajó con cuidado las escaleras y salió a la calle. Sabía que había no lejos de allí una farmacia, en la que su madre compraba las medicinas para la tensión. Estaría cerrada, como todo; tendría que romper el cristal. Pero tanto daba: la alarma tampoco funcionaría.
Iba caminando calle arriba, cuando se dio cuenta de la longitud de su sombra. Excesiva para esas horas. Se volvió y miró el cielo. El sol estaba aún muy bajo, como si acabara de amanecer, como lo estaba unas dos horas atrás, cuando se despertó. No podía ser. Como no tenía un reloj de verdad, no podía saber a ciencia cierta la hora que era. Entonces recordó que había un bazar por allí cerca. Con relojes de muñeca y despertadores a pila siempre en hora y en exposición en el enorme escaparate. Tenía incluso algunos que imitaban los de cuco antiguos, con sus contrapesos y todo. Caminó angustiado hasta la tienda y miró con ansia las esferas de los relojes del expositor. Un escalofrío recorrió su cuerpo: todos, sin faltar uno, marcaban las seis y treinta y tres. Lo mismo que su teléfono y el despertador de su madre. Aquello era absurdo… A no ser que una onda de energía electromagnética hubiera estado implicada.
Ramón no tenía ni idea de Física, ni la más remota; fue un planteamiento que se le ocurrió en base a las series de ciencia-ficción que solía ver. Energía electromagnética. O algo así. Pero esto no explicaba la longitud de su sombra. La otra opción, se le ocurrió de repente, imposible por completo, era que el tiempo se hubiera detenido.
Sintió entonces que le faltaba el aire, que le fallaban las piernas, que se le caía el mundo encima, porque se le formó una idea en la mente que lo explicaba todo. Una idea terrible. Con la certeza de que era la verdad. Que era lo que había ocurrido.
El tiempo no se había detenido.
Lo que se había detenido era su tiempo.