DOS LIBROS IMPRESCINDIBLES



Hacía mucho tiempo que no reseñaba la obra de algún escritor ruso. Así que, para compensar, vengo hoy no con uno, sino con dos libros. Sí, libros, no novelas. Sí, dos. Mejor que uno. De la misma autora, además: Svetlana Alexievich. Supongo que en nuestro país a poca gente le sonará este nombre así, a bote pronto. Quizá, quizá, alguien recuerde que le concedieron el Premio Nobel de Literatura hace unos años, en el 2015, por «Su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo», según la Academia Sueca. Los menos habrán leído algo de su cosecha.

Dado que no solemos reseñar por aquí Premios Nobel de Literatura, hago un alto para dejar caer algún comentario sobre el Premio. ¿Porque alguien sea Nobel de Literatura debemos asumir que es un/a gran escritor/a? Creo que a estas alturas de la vida la mayoría sospechamos que el Premio Nobel a esta categoría, como el de la Paz, tiene mucho trasfondo político. ¿Y cuál es el contexto en el caso que nos ocupa? Lo desconozco, la verdad. Uno podría pensar que la autora se ha manifestado en su obra en contra del comunismo, pero tras leer los dos libros que reseño aquí, no es esta la sensación que tengo. De hecho, Svetlana pertenece al Partido Comunista (según Wikipedia). Eso sí, se ha manifestado abiertamente en contra de Lukashenko, el presidente de Bielorrusia, su país natal, que al parecer no es del agrado de EE.UU., Europa o Reino Unido. Soy de la idea de que la gente que, como yo, no sigue las noticias, está desinformada, pero quienes las siguen, están mal-informados. Por esto creo que nunca llegaremos al fondo de la cuestión de cuáles son aquí los buenos y cuáles los malos, ni dónde está la razón, acaso esté en algún sitio. Pero segura estoy de que hay dinero y poder de por medio. Y mucho.

En fin, que me disperso.

Svetlana Alexievich. Dos obras. Su primera: La guerra no tiene rostro de mujer (Debolsillo, 2021; 365 páginas) y la que, hasta el momento, ha sido casi su última: Voces de Chernóbil (Debate, 2022; 406 páginas). Tampoco es que haya producido mucho más como escritora. Es periodista.

Su estilo se inspira en la obra de Alés Adamóvich (reseñé hace tiempo en el blog una de sus novelas más conocidas, y que recomiendo). Se trata de un estilo particular, que recoge el testimonio de aquellos que vivieron los hechos en que se centra la obra en cuestión. Así, La guerra no tiene rostro de mujer está constituido por entrevistas a mujeres (rusas) que participaron activamente (como soldados o sanitarios) en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso. Y Voces de Chernóbil recoge el testimonio de los que vivieron el accidente de la central nuclear y de los familiares de algunos que no sobrevivieron al desastre. Recoge las voces del paisanaje, de los verdaderos protagonistas de la Historia, los que la experimentaron en sus carnes.

Vayamos por partes.


La guerra no tiene rostro de mujer


¿Cómo llegué a este libro? A través de una compañera de trabajo, que es rusa. Curiosamente, ella, que me lo recomendó, no lo ha leído. Tampoco Voces de Chernóbil; dice que no es capaz de leerlos, por el sufrimiento que prevé le pueden ocasionar. Lo entiendo, la verdad. Hay libros que tocan temas que para mí son sensibles y, pese a que hayan sido un gran éxito de venta o crítica, o se les considere un clásico o una obra maestra, no puedo permitirme leerlos.

Con todo, La guerra… creo que es sin duda un libro que todo todo el mundo debería leer. Sobre los horrores de la guerra. Sobre lo que pocas veces se cuenta.

La autora indica que quería transmitir una versión diferente, y quizá más auténtica, de lo que ocurre en una guerra. Lejos del estereotipo de los actos heroicos, las batallas gloriosas, el patriotismo y la testosterona. Se trata de las miserias cotidianas de alguien que vive en el frente. Durante años. En los que hay batallas, sí, pero está también el día a día.


«—Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. La destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros la tenemos por santas.

—Nuestro heroísmo es aséptico, no quiere tomar en cuenta ni la fisiología ni la biología. No es creíble. La guerra fue una gran prueba tanto para el espíritu como para la carne. Para el cuerpo».


La guerra… es una obra monumental. Lleva un trabajo detrás admirable: cientos de entrevistas a mujeres que participaron en el frente. Nada fácil, teniendo en cuenta que muchas de las que fueron y sobrevivieron eran al parecer reluctantes a compartir sus experiencias. Por varias razones. Pero entre las más destacables, que aquellas mujeres, aquellas heroínas que lo dejaron todo atrás (familia, juventud e inocencia) para defender a su país, a los suyos, cuando volvieron del frente fueron denostadas. Las mujeres, ya se sabe, si no somos santas, somos todas unas putas. Pues eso mismo. Como habían estado en el frente luchando codo con codo con los soldados de toda la vida, se sobreentendía que habían llevado con estos una vida licenciosa. Y este detalle era lo único que importaba. Esto y que sin duda eran poco femeninas. Porque luchar en el frente era cosa de hombres. De hecho, tan de hombres era, que no había nada preparado para las mujeres: ni uniformes o calzado de su talla; ni sujetadores o bragas; ni mucho menos compresas para la regla; cuando estaban con el periodo les resbalaba la sangre por las piernas. Y en vez de admiración al volver de la guerra, sufrieron rechazo y desprestigio, en contraste con sus compañeros masculinos, que fueron considerados unos héroes. ¿Habías arriesgado tu vida por el país? Si eras mujer, mejor no decirlo. Muchas de las que sobrevivieron lo perdieron todo menos la vida.

Los testimonios son desgarradores. Es la guerra en lo cotidiano, en detalles. La suciedad más absoluta. He de decir que hay pasajes en los que se te saltan las lagrimas de la dureza de los hechos narrados. Algunos inimaginables. De la crueldad de las tropas alemanas en Rusia, que entraron con la misión de llevar a cabo el genocidio de los eslavos. Una raza inferior, según los nazis. Aunque, como siempre, la verdadera razón era económica: acabar con el comunismo como fuera.

Pero no solo hay crueldad. También heroísmo, con nombre de mujer. Y amor, porque el amor surgía en las trincheras, entre gente joven que quería vivir por encima de todo. Era inevitable.

Y muerte. En todas sus posibles maneras.

Se trata de un libro emocionante, extrañamente bello y muy didáctico. Y que hace pensar. Bastante.

Es claro, aunque no todo el mundo lo sepa, que la Segunda Guerra Mundial no la ganó EE.UU., ni la ganaron los Aliados, la ganó Rusia, o los rusos mejor dicho. Y quizá mejor dicho aún: Stalin. Si en Rusia no hubiera habido entonces ya una generación de jóvenes criada en el comunismo, con todos sus valores patrios, si no hubiera arraigado ya un sentimiento generalizado de pertenencia ni la necesidad de salvar un sistema que era el pueblo, no creo que los rusos hubieran luchado por defender su casa como lo hicieron. Menos aún si además no hubieran estado dirigidos con mano, y corazón, de hierro, los de Stalin. Que conocía bien a su pueblo y lo que se jugaban. Si no hubiera sido por esta feliz circunstancia de la Historia, ahora quizá estaríamos todos levantando el brazo para saludar a los vecinos.


«Nuestra principal arma fue la fe, no el miedo, le doy mi palabra de comunista…».


Voces de Chernóbil


Chernóbil.

Después de La guerra… sentí la necesidad de leer algo más de la autora. Y Chernóbil creo que es, aun hoy en día, un tema fascinante. Historia contemporánea.

Chernóbil.

Habrá gente a la que le suene poco este nombre. Que lean esta reseña pensando que está ligada a un pasado remoto, en el que aún no existían.

O que les suene más que nada por la reciente serie en HBO que trata sobre el tema y que ha sido un éxito de crítica y publico. No he visto la serie y desconozco si está o no basada, ni en qué grado (si lo está), en la obra de Svetlana.

Yo tenía nueve años cuando Chernóbil de repente estaba en boca de todos. Cuando de repente Rusia no era la amenaza comunista ni la mala de la película, sino un país, un estado, en el que había ocurrido lo inimaginable: había explotado una central nuclear, contaminando el mundo con radiación, fuese esto lo que fuera.

Pero bueno, esto ocurría muy lejos, en un país prácticamente desconocido, del que se filtraba poca información. Y en breve cayó el muro, que fue una noticia que eclipsó cualquier otra del momento. Pero Chernóbil siguió allí. Y seguirá por mucho tiempo después de que la raza humana haya desaparecido. Este va a ser nuestro auténtico legado, algo que perdurará por los siglos de los siglos. La radiación. La zona.

El libro de Svetlana es de nuevo una obra monumental en la que recoge el testimonio de quienes vivieron el desastre o, de segunda mano, de los familiares de quienes lo vivieron (y no sobrevivieron para contarlo). Al final una pierde la cuenta de la gente que fue enviada o acudió allí para paliar el desastre cumpliendo todo tipo de trabajos, de la gente que fue sacrificada o se sacrificó, porque, para que no cundiera el pánico, se la mandó o fueron sin ningún tipo de protección. A pelo. Y dirigida por una penosa organización. Hay que tener en cuenta dónde y cuándo ocurrió esto. A las puertas de un desastre político de igual magnitud y efecto que la explosión, y en una zona básicamente rural. Muchos de los que tuvieron que gestionar la limpieza no sabían ni lo que era un curio. Imagino qué habría pasado si el mismo accidente hubiera ocurrido en España, más o menos por la misma época, en cualquiera de sus zonas deprimidas. El mismo desastre, supongo. Y quizá también ahora, porque su magnitud supera con facilidad cualquier administración incompetente por definición. Da igual que ya haya planes de emergencia, el factor humano es siempre impredecible.

El desastre humano no se limitó a aquellos que perdieron la vida antes o después (muchos, años y años después): miles y miles de personas que vivían en la zona afectada fueron forzadas a abandonarla para siempre, con la falsa promesa de que se les permitía volver en tres días. Tuvieron que dejarlo todo atrás. De la noche a la mañana. Incluso sus animales domésticos, que fueron luego eliminados por tropas de cazadores creadas a tal fin.

Se generaron pueblos y pueblos fantasma, en los que el tiempo se detuvo el 26 de abril de 1986.

Este libro, como el anterior, es increíblemente didáctico. Informa al lector de la magnitud de la desgracia, la magnitud personal (que abarca a la generación siguiente, la que surgió tras Chernóbil), algo que se desconocía hasta la publicación de la obra; del carácter del pueblo ruso, tan sacrificado; de como funcionaban entonces las cosas en la Unión Soviética…


«…Me podía imaginar cómo abandonaría la casa, cómo nos iríamos con los niños, qué cosas me llevaría y qué escribiría a mi madre. Aunque alrededor transcurría la vida pacífica de siempre y por la tele daban comedias. Pero nosotros siempre hemos vivido sumidos en el terror; sabemos vivir en el terror; es nuestro medio natural de vida. Y en esto, nuestro pueblo no tiene igual».


Lo único que he echado en falta ha sido un mapa, en el libro, indicando todas las zonas y ciudades de las que se habla. Sin este, el lector está algo perdido o ha de buscar en internet las ubicaciones.

Otra obra que sin duda recomiendo.

De hecho, el tema me ha cautivado tanto que he adquirido (bueno, me han regalado) el libro Midnight in Chernobyl, de Adam Higginbotham (obra ganadora de varios premios), que recoge la parte técnica, no la humana, de la tragedia. Ya os contaré.

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