NATURALEZA


Bosque de Elizondo, en el Pirineo navarro. Fotografía sacada a lo largo de la ruta transpirenaica, allí donde los grandes árboles pueden secuestrarte si te despistas.


Buenas. Venimos hoy con una serie de relatos que presentamos recientemente al último concurso de Zenda, cuya temática era Naturaleza.

Si, así, tal cual: Naturaleza.

Ancha es Castilla.

Eduardo escribió un relato que acabó entre los diez finalistas del concurso. Ahí es nada.Ya estuvo cerca en otra ocasión de llevarse el premio, con este relato. Los dos, el Navideño y el reciente, merecían mejor trato sin duda.

El premio Zenda se nos resiste. Jesús y yo también estuvimos cerca de ganarlo en una ocasión, con este relato.

Pero no nos rendimos. Quien sigue, la consigue, dicen. Y algún día conseguiremos ganar. Y mientras vamos componiendo relatos que no están nada mal. Como los tres que incluimos en esta entrada.

Esperamos que te gusten.




Basandere y Tartalo

Eduardo Enjuto Vázquez


Basandere no tenía tiempo que perder. Por lo general andaba despacio y se paraba a menudo a hablar con los árboles, pero ahora se movía tan rápido que Tartalo, al que los bosques le ponían nervioso, tenía que correr para no quedarse atrás.—¿Quieres esperar un poco? —dijo el gigante—. El crío estará muerto de frío y de asco cuando lleguemos. ¿A qué tanta prisa?

Su compañera frunció el ceño, pero casi no se notó porque tenía la cara cubierta de pelo.

—Me gustaría que el bosque dejara de matar a los humanos cada vez que ve a uno —respondió—. ¡Quiero llegar a tiempo, por una vez! Así que no me retrases, tuerto de las narices, y quédate aquí si quieres.

Tartalo, que tenía un solo ojo pero no por tuerto, sino por cíclope, sintió un escalofrío. La luz no traspasaba las ramas de los árboles y la nieve se acumulaba en los troncos.

—Ni hablar —respondió—. Los robles de por aquí me tienen manía. Y los arces. Y el fresno viejo del Laza, que dice que me limpié los dientes con él cuando era joven. ¿Te he contado la vez que…?

La mujer ignoró su cháchara y aceleró el paso. El cielo se volvió rojo. Salieron las estrellas y la luna, pero no se detuvieron. Ella era la guardiana del bosque y no necesitaba luz, pero su compañero, acostumbrado a los espacios abiertos, se tropezaba con las raíces y las ramas.

Ese asunto era muy feo: otra cría de aquella especie problemática había salido de las cuevas. Cada vez ocurría con más frecuencia y no era bueno. Casi nadie quería verlos ni relacionarse con ellos, y la mayoría los prefería muertos. Basandere, sin embargo, pensaba que los humanos tenían tanto derecho a vivir como todos los demás, a pesar de todo.

—¿Por qué no ha venido tu marido? —preguntó el gigante.

—Es un rencoroso —respondió ella—, y no quiere saber nada de todo esto. Dice que el mundo está bien como está y que esos seres van a ser un incordio. Así que en vez de ayudar al cachorrillo, se ha ido a buscar trufas.

El gigante no hizo más preguntas. Decían que el Basajaun se había vuelto gruñón con los años y eso parecía confirmarlo. «Menos mal que la Basandere no es tan mal bicho», pensó. «Los humanos traen cambios y los cambios son buenos». Entonces recordó a los depredadores gigantes y sintió un escalofrío. «Son buenos casi siempre», añadió para sí mismo.

El bosque parecía que se abría ante la presencia de la mujer. Los arbustos se apartaban y la luz del amanecer arrancaba brillos dorados al pelo que cubría su cuerpo. Llegaron al lago turquesa cuando el sol empezaba a calentar.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Dónde está el mocoso? No voy a dar vueltas por todo el Irabia hasta encontrarlo…

—Espera… —respondió el gigante—. Me han dicho que estaba por la orilla al sur, cerca del barranco… ¡Escucha, ya se le oye!

Un llanto quedo y lastimero salió de un haya cercano. Se acercaron despacio y con cuidado, porque no sabían lo que iban a encontrarse. Cuando vieron a una niña acurrucada entre las raíces se detuvieron en seco. Parecía dormida.

—¿Crees que es una trampa? —preguntó el cíclope. Echó un vistazo a su alrededor y se agachó—. Por aquí no parece que haya más humanos, pero nunca se sabe…

—No hay nadie más —respondió la mujer—. Está sola. Solloza en sueños.

Se acercó a la figura sin hacer ruido. Tenía cuatro años, quizá cinco. Estaba muy delgada.

—Se habrá alejado de su grupo y se ha perdido —dijo mientras la cogía en brazos con cuidado. El gigante estuvo a punto de protestar, pero la mujer se llevó un dedo a los labios. La niña no se despertó—. Bajaremos al valle, que hará menos frío. A lo mejor podemos salvarla.

Empezó a caminar con su paso rápido y ligero, y Tartalo aceleró el paso.

—¿Entonces es verdad? —preguntó en voz baja—. ¿Los bichos estos están saliendo de sus escondrijos? Son unas bestias de cuidado y se reproducen como las malas hierbas. Si los dejamos prosperar, la naturaleza no estará a salvo. ¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a hacer lo que debemos —respondió Basandere—. Los tiempos cambian. De momento salvaremos la vida a esta criatura, a ver si así crece con un poco de respeto por el bosque. Su pueblo va a ocuparlo todo con el tiempo, queramos o no… Con nuestra ayuda, quizá lo hagan bien. Quién sabe.

Siguieron caminando en silencio durante mucho rato. Al llegar a lo alto de una colina, con los últimos árboles a sus espaldas, la mujer se detuvo.

—¿Y si nos estamos equivocando? —preguntó el gigante—. Ahora son muy pocos. Si corremos la voz, podríamos tapar las cuevas entre todos, vigilar bien y cuando viéramos a alguno…

—No vamos a hacer nada de eso —dijo ella—. Esto tenía que pasar antes o después. Tendremos que aprender a convivir con ellos.

—Eso no me importa —respondió él—. Llevamos aquí mucho tiempo y nos adaptaremos a lo que sea. Lo que me preocupa es si ellos sabrán convivir con nosotros.

La mujer se encogió de hombros y comenzó a bajar de la colina. Poco a poco se alejaron del bosque.

El sol del invierno comenzaba a ocultarse y la luz arrancaba sombras a los árboles, las peñas y las montañas. Al fondo del valle, apenas se veían ya las líneas grises de las carreteras y las ruinas de las ciudades, abandonadas hacía mucho tiempo, cuando los humanos estuvieron a punto de desaparecer.




Paranoia

Libertad García-Villada y Jesús Durán


El vasto mundo de las paranoias se despliega ante nosotros, envolvente y absorbente. Cada persona tiene las suyas, al menos una.

He conocido a personas paranoicas, o con paranoias notables. Gente que se lava las manos veinte veces al día, o que cree que le han instalado micrófonos en casa, o que siente que los demás la observan de continuo…, por dar algunos ejemplos.

Yo no me considero paranoica.

Opino que en toda paranoia subyace un cierto sentimiento de importancia, la creencia profunda de que el mundo tiene algún interés en uno. Y que esta actitud revela un enorme ego mal compensado.

¿Paranoias yo? No, ninguna.

Excepto por aquella vez.

¿Qué nos pasa por la cabeza en determinadas ocasiones? En el ámbito del Derecho Civil existe el término «trastorno mental transitorio» —la enajenación mental de las películas—, y me pregunto cuánto puede estirarlo uno. No sé nada de leyes, o nada más allá de lo estrictamente necesario. Lo que sí sé es que gran parte de la biología se basa en principios físico-químicos. ¿Cómo podemos identificar las tensiones puntuales a las que, sin duda, está sometido nuestro cerebro, la maquinaria vital que determina cómo somos? Todas esas influencias, presiones del entorno, nos afectan sin que nos demos cuenta. Nos cambian.

Aquel día mi padre y yo salimos a dar un paseo.

Era una fría y desapacible mañana de diciembre.

Mis padres viven, desde hace casi cuarenta años, en una urbanización ubicada en mitad de la nada, como quien dice, a unos kilómetros por carretera de la población más cercana. Entre dehesas donde se crían toros de lidia, cerca de la Sierra de Guadarrama. Adyacente se extiende una cañada real que conduce a un pantano. No es un mal sitio para vivir, la verdad, si te gusta el campo. Silencio, tranquilidad; paisaje con toros, vacas, caballos, encinas, montañas en el horizonte; el canto de los gallos al amanecer… Crecí con todo esto. Pero desde hace ya casi veinte años vivo en EE.UU. A mis padres solía visitarlos una vez al año, por Navidad. Volvía a casa como el turrón. Yo hubiera preferido ir en verano, pero la familia es la familia. Y al parecer se es más familia en Navidad que el resto del año. Dios sabrá por qué.

El calendario laboral de mi padre le permitía disfrutar de bastantes días libres en las fiestas; mi madre, trabajadora de la salud, no era tan afortunada. Durante mi visita, pues, había jornadas en que ella aún tenía turno, mientras que él ya estaba de vacaciones.

Uno de esos días, como he mencionado, salimos a dar un paseo. Por la cañada real. Es un camino ancho, bordeado por jaras. Bonito.

En uno de los altos que hicimos, mi padre, muy serio, de repente dijo que quería enseñarme algo.

Allí, en medio de la nada.

¿WTF?

«Por aquí», dijo, indicando un claro entre los matorrales.

Me hizo caminar por entre las jaras. No era una vereda definida y no había espacio. Íbamos el uno detrás del otro. Él a mi espalda.

Oh, esto me recuerda que sí tengo una paranoia: nunca me siento de espaldas a una puerta ni me gusta que alguien baje por las escaleras detrás de mí. ¿Caminar a mi espalda? Para nada.

Empecé a ponerme nerviosa.

¿Qué quería enseñarme, en mitad del campo?

¿Por qué no iba él delante, mostrando el camino, en vez de a mi espalda?

¡A mi espalda!

Paso a paso nos íbamos alejando del camino señalado. De la civilización.

¿Hacia dónde?, pregunté volviéndome un par de veces. Silencio absoluto: mi padre se negó a responder. Su semblante era inescrutable.

Sorpresa sorpresa…

A ver. No es que yo no me fie de mi padre: es que no me fio de nadie. Es, por desgracia, lo que la vida me ha enseñado.

Y su comportamiento era cuando menos extraño.

¿Iba a matarme? La duda me asaltó de repente.

¿Y por qué no? A la gente se le va la pinza en cualquier momento, sin avisar. Y muchas veces sin motivo aparente. Se levanta con mal pie una mañana y tiene un día de furia. Recordad mi comentario sobre lo que nos puede pasar en la cabeza en el momento más insospechado…

Mi padre, he de mencionarlo, no es muy alto, pero sí macizo: ciento diez contundentes kilos; fue jugador de rugby de mozo. ¿Servidora? Apenas cincuenta kilos, todo nervio.

¿Llevaba las de perder? ¿Rodeada de arbustos, sin posible escapatoria? Por supuesto.

Empecé a sudar de lo lindo a pesar del frío. Gritar no serviría de nada: por allí no había ni un alma.

Marchamos.

Yo cada vez más despacio, sin saber qué hacer. Mi padre insistiendo que avanzara: «Sigue sigue».

La senda llegó a su fin: una valla de piedras delimitaba una dehesa. En el suelo, un hueco considerable sugería que alguien había estado cavando.

Recientemente.

Me volví hacia mi padre sin una gota de sangre en las venas.

Él, quieto y con la mirada clavada en el hoyo. Levantó la vista y, señalándolo, dijo:

«¿Has visto lo que han hecho los jabalíes?».

¿Los… jabalíes?

No supe qué responder; la decepción me inundó. Había anticipado una escena de lucha, de supervivencia, quizá la aventura de mi vida.

En su lugar debía contemplar un agujero hecho por unos malditos marranos salvajes.

Mi padre señalaba la excavación cada vez que lo miraba, esperando una reacción de asombro que no llegó por mi parte. Comprendo que al menos un gesto de aprobación habría justificado la larga caminata.

Suspiré.

Una vez más, mi imaginación me había jugado una mala pasada.

Mi padre, que había ido notando mi reacción, tardó tiempo en conseguir sacarme qué me había pasado por la cabeza en aquel momento.

«Nada, papá, cosas mías: que creí que ibas a liquidarme».

Desde entonces, que le recuerde la anécdota, no le hace pero que ninguna gracia.

Ni siquiera por Navidad.




La suerte del principiante

Libertad García-Villada y Jesús Durán


Por mucho que nos cueste aceptarlo, la máxima que mejor describe la esencia de nuestra vida, la humana, es sin duda «Si algo puede salir mal, saldrá mal»; la archiconocida Ley de Murphy.

¿Por qué?

Pues porque nuestras expectativas sobre la realidad tienden al exceso. Contamos, por desgracia, con un modelo ideal, perfecto, que creamos en la imaginación. Y la vida dista mucho de ser perfecta. O imperfecta. Es y punto.

Si lo sabré yo a estas alturas.

Todo esto para decir que la primera vez, y última, que estuve con mis padres de acampada fue un completo desastre.

Tenía yo entonces unos dieciséis años. Vivíamos en un pueblecito costero de Murcia en el que, durante la temporada baja —es decir: otoño, invierno y primavera—, no había gran cosa que hacer aparte de morirse de aburrimiento. Para salvarnos de tal fin, mi padre tuvo la idea de embarcarnos en una aventura: ir de camping.

¿Camping?

Bueno, ¿y por qué no? Dijo que todo era cuestión de organización y preparación.

Lo primero fue comprar el material. Aclararé que el único que tenía experiencia en el campo era mi padre.

Adquirimos la tienda, sacos, esterillas, camping gas, mochilas, linternas… Se dejaron mis padres en el equipo un dineral.

Una vez por completo pertrechados, decidimos ir a vivir la experiencia al único macizo montañoso de la región: Sierra Espuña. Ninguna maravilla, lo sé, pero era lo que había.

Allá que fuimos. Mi padre, mi madre, mi perro y yo.

Llegamos al camping después de comer. Aunque me encontraba mal, con fiebre y dolor generalizado, con lo que parecía un resfriado, esta dolencia acabó siendo el menor de mis problemas.

No recuerdo nada destacable del paisaje; ni lo disfrutamos: estábamos ya en otoño y el cambio de hora se había hecho efectivo. Sobre las seis de la tarde era ya noche cerrada. Así que, tras montar el campamento, solo tuvimos tiempo, antes de la caída del sol, para dar un corto paseo por los alrededores. Y a las ocho estábamos en el saco.

Estuvimos de ocho de la tarde a ocho de la mañana.

Juro que fueron las doce horas más largas de mi vida.

Insufribles.

La pesadilla empezó con nuestros vecinos de acampada. De parranda hasta las tantas. Por supuesto, se entiende que se bebieron el Segura. Y debieron de quemar en la hoguera hasta la última cerilla. Si no prendieron fuego a toda la sierra fue por pura suerte.

Desde que ir al campo y el senderismo se han puesto de moda, no puede uno librarse de este tipo de gente ni en medio de la naturaleza.

Quiso además el destino, por su capricho inexplicable, que esa noche el tiempo cambiase de forma inesperada: entró una masa de aire frío.

Primero hizo su aparición el viento.

Oíamos las ráfagas descender sin tregua desde la cumbre a unos doscientos kilómetros por hora, por lo menos. Los lados de la tienda se combaban por completo y en más de una ocasión creí que saldríamos volando. Mi padre debió de anclarla a conciencia, porque resistió.

La temperatura fue desplomándose.

Tuvimos que ponernos la ropa de día encima de la de noche porque los sacos, dadas las condiciones, casi de bajo cero, no abrigaban lo suficiente.

Y por fin se puso a llover.

Y a poco, a nevar. Sí, nos nevó

Y eso no fue todo. Surgieron otras penurias.

Mi perro no paró de pasarnos por encima, de pisarnos una y otra vez, tratando de encontrar el hueco más confortable en la estrecha tienda para tumbarse. Estaba nervioso e incómodo. Bueno, incómodos estábamos todos: el pétreo suelo tampoco nos daba cuartel. En aquel tiempo yo estaba muy delgada, así que de espaldas se me clavaba la rabadilla; de lado, las caderas, y bocabajo no puedo dormir. Iba de una postura a otra, en la que aguantaba hasta que el dolor me hacía volver a cambiarla.

Ni que decir tiene que, entre unas cosas y otras, no pegamos ojo.

Ninguno dijimos nada, resistíamos con estoicismo todos aquellos inconvenientes.

A la mañana siguiente, cansados y doloridos, y con la meteorología en contra, no pudimos por menos que recoger el chiringuito, cargar todo de nuevo en el coche e iniciar el camino de regreso a casa. A la civilización y sus comodidades.

Pero antes…

Aprovecho para recordar que existen unos kits ad hoc para evacuar correctamente en el campo. Constan de una palita para enterrar lo descomido, no dejar restos visibles del delito. Una parte importante del equipo de montaña que al parecer nuestros vecinos de acampada, los de la fiesta, desconocían. Reconozco que también nosotros cometimos el error, entre tanta penuria, de dejar a nuestro perro campar a sus anchas por el terreno. Después de la noche de marras estaba espitoso y con ganas de pindonguear.

Nos descuidamos.

Y ya se sabe lo inclinados que son muchos perros a la coprofagia, si se les da la oportunidad.

El caso es que, ya de regreso, según íbamos bajando el puerto de montaña, con sus mareantes curvas, mi perro se descompuso y se puso a vomitar el desayuno. Supongo que no hay necesidad de describir la peste que inundó el coche, vuestra imaginación puede llenar este hueco narrativo.

Bajamos todas las ventanillas a pesar del frío. Aquí hablamos, pero para llenar de exabruptos el silencio.

Mi padre detuvo el automóvil en el primer hueco que encontró, nada fácil en un puerto. Desalojamos de inmediato el coche. Con precisión quirúrgica introdujimos la esterilla siniestrada en una bolsa de basura que cerramos a conciencia. Y lavamos como pudimos a mi perro con agua embotellada.

Retomamos el camino en silencio, derrotados y sin palabras, haciendo cada uno nuestro balance personal de daños, como intuyo que vuelven los soldados de una guerra.

Nunca volví a ir de acampada con mis padres.

El tema en casa es tabú.

Todo el equipo de montaña lleva abandonado desde entonces en un arcón bajo llave en el garaje.

A buen recaudo.

Como si estuviera maldito.



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